El Infierno
- publicado el 02/09/2008
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ESCÉPTICO – Segunda parte
Las leyendas urbanas siguen escarbando con fuerza en la actualidad hasta llegar a la fibra sensible de aquel que oye alguna de ellas. Y es que, ciertamente, me veo obligado a denominar al receptor «oyente», puesto que no se puede hablar de «lector» más que en un pequeño porcentaje de los casos. Su principal característica, la que le da el apelativo urbana, es el de la transmisión de boca en boca de unos hechos acerca de los cuales nadie tiene constancia de que ocurrieran verdaderamente. “Me han contado que…” Lo que muy poca gente sabe es que estas historias no constituyen un fenómeno actual ni moderno. Existen testimonios escritos que hablan de las primeras chicas de la curva que se materializaban en los cruces de caminos de la época medieval.
Pero, no es mi intención aburrir al lector con pequeños ensayos teóricos. Sí, en este caso me referiré al destinatario como «lector», puesto que es a través de estos párrafos, y no de palabras habladas, como quiero contar esta leyenda urbana. El relato constituye la adaptación de una de ellas. Espero, por tanto, llegar a tocar uno de los muchos temores internos que poseemos los seres humanos en común, a pesar de que no tengamos aparentemente constancia de ellos, en lo más profundo de ese extraño e imprevisible órgano al que llamamos cerebro. El escenario, uno de los clásicos, la carretera solitaria. Su título: ESCÉPTICO.
[…]
Entonces, vi algo.
-¡Ayuda! ¡Ayuda!
Aplasté fuertemente el freno con mi pie, y el coche derrapó avanzando una pequeña distancia hasta detenerse por completo. Salí al exterior y escruté en las inmediaciones, a mi alrededor. Allí, a tan sólo unos metros, una muchacha pedía desesperadamente auxilio. Se encontraba agachada en la cuneta, justo al pie de aquella colina. Tuve que pensarlo dos veces, pero finalmente decidí que no podía dejar de socorrer a alguien que necesitaba ayuda, por más que mi subconsciente me aconsejara que no me acercara de nuevo a aquella extensión de carretera.
Corrí hacia ella.
-¿Qué ocurre? ¿Estás bien? ¿Puedo ayudarte en algo?
Aquella muchacha permanecía acurrucada, apoyando sus rodillas sobre el asfalto helado. Llevaba puesto un vestido blanco sin mangas. Los brazos eran de un tono muy claro y que casi no podía distinguirse del color del vestido. Sin embargo, sí que entraba en gran contraste con la larga cabellera negra que le cubría los hombros y parte de la espalda. A su lado, tumbado boca arriba, se encontraba un muchacho, más o menos de su misma edad. Tenía los ojos cerrados, y múltiples heridas, algunas aparentemente bastante graves, por todo el cuerpo.
-Yo… no… yo estoy bien… pero él…
-¿Qué ha ocurrido?
La chica, sin levantar la vista del suelo, me explicó:
-A mi padre nunca le ha gustado Juan… siempre me decía que no me convenía estar con él, y me prohibía verle… Incluso me matriculó en un instituto fuera de la ciudad para asegurarse de que le obedecería. Pero yo no podía aguantar más, así que, se lo propuse… si no podíamos estar juntos, no valía la pena seguir viviendo. Hemos venido aquí para… ¡oh, qué estúpida soy! Me arrepentí en el último momento, y Juan ha saltado solo a la carretera…
-Madre de Dios… Vale, tranquila, voy a ayudarle. Le llevaré a un pequeño hospital que hay por aquí cerca. Allí podrán atenderle. Dime, ¿cómo te llamas?
Justo en el preciso instante en que terminé de articular la última sílaba, la joven comenzó a incorporarse. Se irguió lentamente y avanzó unos centímetros hacia mí, siempre con la cabeza inclinada. Al principio pensé que se iba a quedar ahí, sin hacer absolutamente nada, simplemente esperando a que recogiera al chico y lo condujera hasta el cuidado de unos médicos. Quizá le avergonzaba decir su nombre y ni siquiera quería que le viese la cara para que no pudiera reconocerla si es que alguna vez me había cruzado con ella. Sí, eso es lo que pensé; pero, sin embargo, la muchacha alzó sosegadamente la cara.
Tuve que dar un paso atrás. Sus ojos caídos… No, no era la mirada en concreto, ni ningún rasgo en especial, sino todo su rostro en sí. Es difícil de describir… tan inmaculado como el resto de la piel, no tenía ningún rasgo que destacara por encima de los otros. En realidad, era su expresión, su talante… me producía una sensación… cómo decirlo… era de tristeza. Bueno, la verdad es que sí había algo que destacaba en la tez de la muchacha. Tímidamente, un hilo de sangre recorría el espacio que comprendía desde la frente hasta la barbilla.
-Soy Alicia.
Aún hoy soy incapaz de explicar lo que sentí durante aquellos segundos, pero ese sentimiento de aflicción que transmitía la joven, y que me invadió al contemplar su semblante… simplemente, es imposible de olvidar. En aquel momento, lo que hice fue frotarme los ojos y reaccionar lo más pronto que pude.
-Dios mío, tú también estás herida. Vamos, no perdamos más tiempo, súbete al coche. Nos vamos de aquí.
Me acerqué hasta el chico y lo arrastré, cogiéndolo por debajo de los brazos, hasta el vehículo. Alicia me ayudó a montarlo en el asiento de atrás, y ella quedó instalada a su lado. Evité volver a mirarla a los ojos. Lo cierto es que no me atrevía a hacerlo. Además, a cada segundo que pasaba, la vida del muchacho, Juan, estaba más en peligro. No podía perder tiempo preocupándome por temores irracionales, así que pasé al volante y aceleré.
De modo que, ahí estaba, llevando a dos chavales estúpidos a un hospital, cuando hace tan solo escasos minutos la noche se aventuraba como una de las más plácidas, dentro de lo que cabía, teniendo en cuenta que la iba a pasar entre papeles, redactando informes, pero plácida, en definitiva.
Durante la primera parte del trayecto, no dirigí la vista al asiento trasero en ningún momento, ni siquiera al retrovisor. Sí, tenía miedo… bueno, en realidad quizá no fuera tanto como eso, no lo sé, pero seguía sin atreverme a volver a mirar a la chica a la cara. En cambio, lo que sí hice fue intentar hablar con ella en varias ocasiones: ¿Estás bien?, ¿Te duele la herida?, Tranquila, pronto llegaremos.
En ningún momento obtuve respuesta alguna. Es curioso, pero lo cierto es que la mente del ser humano es tan ambigua, esconde tantas cosas aún por descubrir, que muchas veces creemos que funciona de modo aparentemente ilógico, y cuando algo no nos atrae, no nos gusta, nos inquieta o nos da miedo, por algún extraño mecanismo interno, sentimos el deseo de conocerlo mejor, de tener contacto con aquello que nos ahuyenta… Puede que, en definitiva, esta manera de actuar no sea tan ilógica. Quizás lo ilógico es lo que nosotros habitualmente creemos racional. Lo que sí tengo claro es que fue por esta razón por la que formulé aquellas preguntas a Alicia, y, al no conseguir que me respondiera, la caprichosa curiosidad comenzó a bullir dentro de mí, coaccionándome así para que, aunque casi me daba pánico hacerlo, girara mis ojos muy lentamente hasta concentrar la mirada en el espejo retrovisor.
Vi su cara, pero no estaba igual que antes. Ahora era capaz de mirarla fijamente sin que me temblaran las articulaciones. Quiero decir, sin que me temblaran debido a la sensación que antes me transmitió; ahora había otra cosa… Alicia tenía los ojos cerrados, y había dejado caer la cabeza hacia un lado, apoyándola sobre uno de sus hombros. El hilo de sangre que recorría su frente y su mejilla se había convertido en una espesa mancha roja que casi le ocultaba por completo la mitad del rostro.
-¡Maldita sea! ¡Joder, no te mueras! ¡No te mueras!
No podía permitir que esto ocurriera y, aunque, es cierto, pueda parecer, de hecho, lo es, egoísta o inmoral, cuando volví a pisar el acelerador lo hice pensando más en las consecuencias que podría acarrear el aparecer con dos cadáveres en mi coche, sin motivo, sin testigos, sin coartada,… que en salvar verdaderamente la vida de aquellos dos jóvenes. De un modo u otro, ya quedaban sólo unos pocos metros hasta llegar al hospital, y alcancé mi destino en escasos minutos.
***FIN DE LA SEGUNDA PARTE***
Manuel A. Ibáñez
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