ESTA MAÑANA
- publicado el 22/06/2016
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Las joyas de una vida: capítulo 5
Desde el suceso del mercado, William se acercaba con frecuencia por Villabaldía. Beatrice y él habían entablado una bonita amistad. Él la requería con frecuencia para pasear por los alrededores de la villa, entre las vastas campiñas que lindaban con los ancianos bosques de sauces, colmados de recuerdos que ya nadie posee.
Hablaban de todo. Al principio únicamente de trivialidades: el verdor de las campiñas, lo nublado que en ocasiones estaba el cielo, la cosecha; pero pronto comenzaron a abrir el corazón el uno al otro.
William no permitió que siguiera viviendo de aquella manera. La muchacha le hacía sentirse bien, hacía que se evaporara de los problemas, del día a día y de presiones a las que, por su condición de noble, estaba irremediablemente condenado a padecer. Beatrice conseguía que William de Sutter se sintiera vivo. Por ende, sacó a Beatrice de esa vida sin futuro, mandó construir en varias semanas una cabaña y se la asignó, junto con una partida de ganado del que vivir. De esta forma, podría acercarse a ella siempre que quisiera.
Sin entenderlo, Beatrice se había convertido en su propia sierva, pero lo cierto es que ya era sierva de su amor. Beatrice no había sentido en su vida afecto, y había desarrollando un cariño especial por aquel hombre que tan bien cuidaba de su bienestar.
Pronto, hablaron de su propio pasado. Sus secretos más inconfesables fueron meras conversaciones, y sus intimidades el pan de cada día. Ello les acercaba más que nada el uno al otro.
La violencia que les rodeaba era demasiado grande como para que sus corazones no desearan estar unidos para siempre. Beatrice habló de sus tormentos, de la crueldad con la que fue despojada de su familia y la incertidumbre que toda su vida había sentido. El noble William la puso al corriente de secretos que no tenía por qué saber nadie más que aquellos que se dedicaban al gobierno. Habló a Beatrice de cosas que, en el fondo, ella no comprendía: la salud de su padre, la disputa por las tierras de su linaje, los actos perversos contra personas inocentes por parte de las élites. Pertenecían a mundos distintos, pero sus almas ya eran prácticamente una sola.
Los días se hicieron meses. Todo continuaba como estaba, pero aquellos seres se percataban de que el tiempo se les escapaba como la arena entre los dedos. No se movían, nada progresaba. Su amor se encontraba donde se encontró desde el principio. La vida de ambos había llegado a un punto muerto, francamente difícil de cambiar. Cada cual tenía su vida, su quehacer y su labor. Por mucho que se esforzaran en ignorarlo, la magia no podía ser eterna.
Los meses pasaban como días. Y uno de esos días llovió mucho. Estaban juntos, abrazados, al abrigo del fuego de la cabaña de Beatrice. La búsqueda de calor incitó a los amantes al beso, y luego a los roces más inauditos.
En cuestión de minutos, sus ropajes se hallaban muy lejos de sus cuerpos. El uno era la camisa del otro. William recorría con sus labios cada rincón de su boca, y Beatrice abrazaba con fuerza a aquel hombre que había cambiado su vida a mejor, a aquel hombre que, en cierta forma, había salvado una vida en principio condenada a la marginación y a la mendicidad. Pronto Beatrice le agradeció todo lo que sentía atrapándole entre sus muslos.
Se miraban fijamente. Era un calor inefable que asfixiaba su ser. El tiempo y el espacio se pararon, sólo existían las miradas del uno y del otro.
–Tus manos son tan suaves… –sonrió complaciente Beatrice, recorriendo con sus dedos la muñeca de William, y luego la palma de su mano. Vio las joyas que William llevaba, y se sintió algo cohibida–. Podrías poseer cualquier tesoro del mundo, y me eliges a mí…
El joven Sutter no había pensado en ello en ningún momento. Sólo seguía lo que le decía su corazón.
–Para mí eres el más grande de los tesoros –y se besaron–. Y por si lo dudas, quédate esto –dijo William, entregando a Beatrice uno de los discretos anillos de oro de su diestra–. Cuando no esté contigo, estaré en tus manos –y colocó la joya en el anular de Beatrice.
Ella nunca había sido tan feliz. Pero miraba apenada a su hombre, pues sabía que nunca podrían compartir más que aquello, nunca podrían dar un paso más.
–Me gustaría poder dártelo todo –confesó el joven Sutter–. Me gustaría que nuestros mundos pudieran juntarse realmente, no tener que acercarme a esta cabaña para tenerte entre mis brazos. Te prometo que algún día tendré mis propias tierras, mis propios siervos y, al contrario que mi padre, conseguiré en ellas paz. Y en ellas te tendré cada instante, porque nadie ni nada me lo podrá impedir. Sólo existiremos tú y yo. Nosotros, y nada más.
Beatrice observó dicha en los ojos de William. No obstante, sus ojos azules brillaban de manera diferente a la habitual.
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Hageg
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