¿A dónde vas, príncipe?
- publicado el 11/01/2014
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ALMA Y SUS SUEÑOS
Cuentan, que Isla Esmeralda era uno de los reinos más ricos que se conocían, de entre todos aquellos que se encontraban esparcidos por las inmensas aguas de aquel Océano. Además de una situación privilegiada, tenía como principal actividad la explotación de las minas de esmeraldas, de cuyas profundidades extraían gran cantidad de riquezas. De la comercialización de su producto dependía la vida de sus moradores.
Por la época de esta historia, gobernaba aquellas tierras la reina Salima, mujer de una belleza extraordinaria. El problema surgió al cabo de los años, cuando ésta se enteró de la existencia de una muchacha (llamada Alma) que era hija de un prohombre del reino. La joven competía en belleza con ella. Salima, envidiosa de aquel encanto que apagaba el suyo, mandó a escondidas a tres de sus mejores guardias, que la raptaran y la llevaran a lo más hondo de una de las minas cercanas al acantilado.
Los soldados, que habían escuchado las mil y una leyenda que sobre aquella mina de esmeraldas se contaban (entre ellas, la de que en su interior se refugiaba un dios con cuerpo de dragón), abandonaron a la joven en medio del frondoso bosque, que había en las proximidades.
Sabedores de la crueldad que representaba su acción, la explicaron con lágrimas en los ojos, que su reina les había dejado claro que debían matarla, por lo que si intentaba regresar a la ciudad, se verían obligados a cumplir la orden.
Así que, cuando los soldados marcharon, Alma se encontró sola y perdida en aquellos parajes. Sus pensamientos fueron para su familia. Ella era la hija pequeña de un noble del reino y tenía cinco hermanas. Suspiró al pensar, que sus padres la estarían buscando en ese momento, aunque dudaba que la pudiesen encontrar.
El silencio que reinaba en el lugar, sólo era roto por el acompasado sonido de copetones, petirrojos y mirlos, pájaros que habitaban en las copas de los mil y un árbol que allí había. La joven caminó durante horas, hasta que el cansancio la obligó a parar. Se recostó sobre las raíces de un roble y quedó dormida.
Navegando por las brumas del sueño, se encontró de pronto ante las puertas de un palacio situado en medio de la espesura de aquel bosque. La joven dirigió sus pasos hacia la entrada y vio como esta se encontraba abierta. Entró y quedó sorprendida al ver el lujo que había en su interior. Decidió esperar para ver si alguien salía a su encuentro y al comprobar que no era así, se dispuso a recorrer sus diversas estancias.
En el salón había dispuesta una mesa, con toda clase de viandas preparadas para ser consumidas. Notó como su estómago la indicaba, que hacía horas no había comido nada, así que ni corta ni perezosa se sentó a la misma, y degustó algunos de los manjares. Bebió zumos de diferentes frutas y sintió como poco a poco, el hambre se apagaba y la invadía un cierto sopor. Así que se levantó y subió hasta el piso superior buscando una habitación.
Entró en la cámara principal, donde encontró una cama inmensa bajo un lujoso dosel. Las ropas que la cubrían eran de una gran exquisitez; los suelos estaban cubiertos de alfombras, mientras que las paredes lo eran de bellos y trabajados tapices. Un tocador con espejos, cepillos de plata para el pelo y una lujosa caja de joyas sobre un pequeño mueble, eran parte de su lujoso mobiliario. Se tumbó y al rato quedó dormida.
La sombra deforme, que se hallaba oculta tras las cortinas, al contemplar la belleza de Alma sintió los pálpitos de su corazón tan fuerte, que al igual que en otras ocasiones, aquél perdió su gruesa piel. Ella no supo cuando, pero notó como alguien se tumbaba a su lado. Intentó abrir los ojos, pero fue en vano. Una dulce melodía comenzó a llegar hasta sus oídos. Eran palabras de amor, expresadas con una dulzura desconocida por ella hasta ese momento, y que ya en su interior acabaron por excitarla. Mientras, el contacto con aquel cuerpo incendiaba y alimentaba la pasión.
Aquella sombra que se había alojado sobre ella, se separó un momento. Luego, notó como unas manos suaves la despojaban de sus ropas, dejándola desnuda. Seguidamente volvió a sentir el calor de aquel cuerpo, que al penetrar en el suyo la poseía.
Al amanecer despertó sobresaltada. Su cuerpo desnudo estaba cubierto por las finas ropas de la cama. A su lado no había nadie. Vestida de nuevo, bajó al comedor de la noche anterior. La mesa se hallaba de nuevo dispuesta con comida y frutas recién cogidas.
El día transcurrió en la más completa soledad, a excepción de la visita de las numerosas aves que se posaban cerca de ella. Ésta las miraba con tristeza y les echaba migas de pan para que comieran.
Cuando de nuevo llegó la noche, volvió a tenderse sobre el tálamo y ya acostada, notó como su amado volvía a estar a su lado. Se sintió feliz.
Al alba, nuevamente éste la había abandonado. Se preguntó que motivos tendría para ello, ya que según él la había dicho, el placer que le producían los encuentros era idéntico al suyo. Ahora ante la separación, la invadió una inmensa tristeza.
Los días y las noches se sucedieron con idéntica simetría, hasta que en uno de sus encuentros se atrevió a decirle, que le gustaría poder ver a su familia. Notó una leve convulsión de la sombra, que se hallaba tumbada sobre su cuerpo. Sin embargo, aquella voz suave que solía mecerla le dijo:
—Podrás verlos aquí con una única condición: no harás caso a las propuestas que éstos te insinúen.
Así fue como días más tarde, recibía la visita de su familia al completo. Las hermanas envidiosas de la felicidad de Alma, no pudieron estarse de dejar caer la duda sobre el desconocido.
—Si no se deja ver, debe ser un monstruo. Si no, no lo entendemos…
Aquellas palabras calaron en la joven creando en ella una gran duda. Él se sintió traicionado y a causa de la desazón que le produjo, volvió a transformarse en el dios dragón que habitaba en la profundidad de la mina.
Alma despertó agitada del sueño que había tenido. No recordaba jamás haber sentido, lo que durante su sueño había ocurrido. Miró sus ropas, y vio que eran las mismas que llevaba cuando la abandonaron los soldados. Buscó con la mirada el palacio y vio que este no estaba allí; no había nada. Continuaba sentada sobre las raíces del roble, donde el miedo y el cansancio la habían obligado a sentarse.
Se levantó y comenzó a andar por entre aquellos tupidos árboles, que sólo permitían pasar levemente los rayos del sol. Vagó durante horas sin que ocurriese algo que la sorprendiera, hasta que ante si apareció la cima de la montaña, donde supuestamente se encontraba el lugar, donde tenían que haberla abandonado los soldados de la reina.
Cuando estuvo cerca de la entrada, oyó un rugido intenso y recordó las palabras del soldado cuando éste la indicó, que allí habitaba un dios con cuerpo de dragón. De pronto, sintió que las fuerzas la abandonaban y se refugió entre unas rocas. Estas la protegerían ante el ataque de cualquier animal. Nuevamente se sumergió en su sueño.
Volvió a encontrar el palacio de su amado. Sació su hambre con los ricos manjares y calmó su sed al beber aquellos zumos deliciosos. La noche se extendió sobre el lugar y ya dormida sintió las caricias esta vez de unas manos deformes. Sobresaltada abrió los ojos y parpadeó sucesivamente para aclarar su visión. Allí estaba el dragón de la mina. Quiso huir pero algo se lo impedía.
El dragón comenzó a hablar y el sonido de su voz era para Alma, el mismo que la meciera durante tantas noches en el palacio.
—No temas, no voy a hacerte daño ¿Recuerdas las noches que hemos pasado juntos? —la preguntó.
Ella asintió. Luego lo miró y se percató que sucedía algo raro. Cuando sus pensamientos la llevaban a recordar los sucesos de aquellas noches, en que la sombra se había recostado sobre ella, veía a un dios con una belleza extraordinaria; pero cuando miraba al dragón y su fealdad y recordaba las palabras de sus hermanas, sentía como si el mundo fuera a desaparecer.
— ¿Me das un beso? —La preguntó el dragón.
Alma pensó que no tenía nada que perder, puesto que aquel ser no la había infligido mal alguno. Se acercó a él y besó su cara. Cuando abrió los ojos para separarse del monstruo, contempló la metamorfosis que se había producido. Era el dios Eros, que con una sonrisa burlona la abrazaba.
Como si aquello fuese una señal, juntos surcaron el espacio en busca del Olimpo, llevados por Céfiro (dios del viento del oeste).
Alma no regresaría nunca más a Isla Esmeralda, ya que Eros obtuvo de Júpiter, el permiso para que ésta viviera con él en el Olimpo. Mientras, Eros nunca más sería el dragón infame que asustaba a la gente del lugar, cuando a causa de las traiciones sufridas, se convertía en un dios dragón. El amor verdadero de una mortal como Alma, lo había salvado.
Contento los dioses, de que al final Eros hubiese conseguido el amor de Alma, permitieron a ésta beber la ambrosía, convirtiéndose de esa manera en un ser inmortal.
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