El lago camposanto
- publicado el 23/07/2013
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Yo soy el Anticristo
A veces las cámaras nos muestran solo lo que queremos ver. Otras, lo que no queremos ver. Y las menos de las veces nos ocultan lo que es verdaderamente importante. Así es este plano. Se trata, únicamente, de un enfoque lejano en el que podemos ver un edificio viejo, simple, pero parte de la metrópoli. Nos encontramos en la ciudad llamada Las Colinas de los Impala, en el corazón del África. A estas horas no llueve, pero se puede intuir una visión borrosa del panorama. Parece limitado por la oscuridad, como una visión en túnel. Solo podemos distinguir una parte del edificio gracias a la luz cuadrada de neón que pretende llamar la atención sobre la construcción. No hay alumbrado público en esta parte de la ciudad. Un muchacho con capucha deja apoyada su bicicleta sobre el muro blanquecino, pero desgastado. Lo hace desganado, como si tuviera la certeza de que, en cuanto pierda de vista su medio de transporte, éste será tomado ilegalmente por alguna persona que lo necesite incluso más que él. Es una visión real, pero, al mismo tiempo, decadente. Casi distópica, un panorama pesimista del mundo. Dentro, dos personas recuerdan sus respectivas infancias, aquellos momentos en los que creían que el mundo podía ser un lugar alegre y hospitalario. Incluso aquellos momentos en los que ni siquiera pensaban en si el mundo era algo malo o bueno. Momentos de inconsciencia, de inocencia infantil en los que nada importaba salvo jugar y reír en el presente. Pero ninguno de los dos lo menciona.
Resulta curioso observarlos, sentados el uno frente al otro, a pesar de ser tan diferentes. El que se encuentra a la derecha nada más abrir la puerta es rubio y pálido, tiene el cabello corto, pero un tupé de pelo espeso y rebelde parece apuntar hacia el cielo reclamando algo. Tiene una nariz prominente y el mentón partido. Es alto, delgado y casi esbelto. Se acerca a los cuarenta años. El otro, que se ve a la izquierda de la escena, es más joven: apenas habrá cumplido los veinte años, su piel es tostada y oscura, suave, tersa. Su mirada despierta adivina unos ojos negros, aunque hinchados y enrojecidos, que han visto demasiado para su edad. Su pelo está ensortijado, no le presta atención. Su camiseta, una edición antigua de alguna imitación de marca deportiva de alta gama, está rasgada, rota. Su musculado brazo derecho asoma claramente entre los jirones de la manga. Tampoco se ha parado un solo instante a mirarla o comprobar su aspecto. Incluso su labio partido y su ojo morado parecen darle lo mismo. Su mirada se centra de forma intensa, rígida y fija en la barbilla de su interlocutor, mientras acaricia con los dedos la botella de cerveza a la que el otro le ha invitado.
—Mitch… —todas sus frases son vacilantes. No se fija más que el mentón de su compañero, no se enfrenta a la realidad que lo rodea. Su voz es desapasionada, hueca. Es la voz de alguien a quien nada le importa ya—, ¿cómo me has encontrado?
—Podrás desaparecer del mapa oficial —responde el hombre alto y rubio—, pero yo te conozco desde crío. Y sabía que te ocultarías aquí. ¿Cómo no imaginarlo? Shekhar, son muchos años.
Un sonido vago, indefinido, escapa de la garganta del muchacho. Podría ser una carcajada amarga o una tos al haber bebido la cerveza demasiado rápido. Shekhar se apresura a dar otro trago de la botella.
—¿Fuiste al funeral?
Mitch frunce los labios. Es la primera vez que el joven Shekhar lo mira directamente a los ojos desde que ha llegado.
—Claro que sí. Sabía que a ti te estaban buscando y que no podrías hacerlo. Casi parecía un señuelo para darte caza.
—De todas formas, no te voy a preguntar en qué estado se encontraban los cadáveres de mi familia.
—Los ataúdes estaba cerrados. No voy a decir más, no creo que ninguno debamos dejar volar nuestra imaginación. Pero alguien tenía que ir a rezar por ellos. Aunque fuera yo.
—Supongo que debería darte las gracias…
—Ni se te ocurra —Mitch corta el discurso de Shekhar—. Puede que nunca hubieras llegado a esto de no ser por mí. ¿Recuerdas cuando te llevé de pequeño a Europa? Lo hice para que conocieras cómo era el mundo allí, para que lo aprendieras y te concienciase. Te llevé al instituto y luego estudiaste informática. Resultaste ser el más brillante de tu promoción. Pero el objetivo siempre fue que, después, regresases aquí.
—En realidad, ibas a llevar a mi hermana pequeña. Pero murió de ébola antes de que pudieras siquiera conseguir el billete —le recuerda.
—Cierto —Mitch traga saliva—. Aún tengo pesadillas que me hacen revivir ese momento. Pensé que lo mejor, dadas las circunstancias, era darte a ti la oportunidad que le iba a brindar a tu hermana. Pero mira de lo que ha servido.
—No digas eso, Mitch. Lo hiciste con la mejor intención.
—Pero mira de lo que ha servido —repitió—. Tuviste que regresar aquí para intentar cambiar las cosas y descubrir que era imposible. Para ver cómo este mundo se sume en la miseria, todo para dar un poco más de bienestar a esos países del norte. En tu lucha, incluso tu familia ha caído. Y ya sabes a causa de quién.
—SALIF. Esa maldita e inmensa multinacional armamentística. De la que tu ONG de médicos es accionista ahora.
Mitch le arrebata a Shekhar la cerveza de las manos. Se puede oír el largo trago que le da, cómo su garganta se comprime sin recato para tragar el líquido ya recalentado. Luego, el hombre se pasa la mano por el denso pelo, baja los ojos y pestañea. Por un momento sus ojos se humedecen, brillan. El hombre vuelve a parpadear y consigue frenar el lagrimeo. Pero no se atreve a mirar a Shekhar.
—Han descubierto un yacimiento de coltan cerca de la ciudad. Esa debe de ser la razón que les faltaba para montar toda esta comedia contra ti y contra los tuyos.
—Si aún creyera en Dios o en el Diablo, pronunciaría una maldición contra ese mineral.
—Tal vez sea mejor que me maldigas a mí. Ha sido por mi culpa. Compré acciones de esa empresa intentando que nos escuchasen en las juntas de accionistas, que aprobasen políticas para que respetaran a la gente y dejasen de utilizar tan terribles armas. Que observaran algunos protocolos, un mínimo de humanidad. Pero hace ya tiempo que admití que mi ONG, a pesar de estar formada por médicos y enfermeras en su mayoría, ha sido contaminada por su mal. No sé cuántos de ellos pueden quedar que no hayan sido ya corrompidos por SALIF. Después de todo, es una empresa tan grande que, si hubiera querido, ya habría podido comprarse un estado propio para ejercer en él su voluntad sin miedo a aprobar las leyes que desease. Shekhar, no sabes cuánto lo lamento, cuánto me duele ver cómo y cuánto me he equivocado. Cómo me duele saber que fue un médico de nuestras misiones humanitarias quien dijo a los de la empresa de armas, a SALIF, que había aparecido ese yacimiento de coltan.
Shekhar se pone en pie y le quita la cerveza a Mitch. Sus ojos arden en furia mientras rompe la botella de un golpe contra la mesa. Los trozos más pequeños saltan, algunos chocan contra la ropa de luto que luce Mitch. Otros caen con un sonido ridículamente tímido al suelo. El joven no deja de contemplar al hombre que tiene enfrente mientras le acerca el cortante filo a la mejilla izquierda.
—Dame una sola razón para no destrozarte la cara – chilla con voz y mano temblonas.
—No tengo ni una sola, la verdad —en contra de lo que podríamos esperar, no se aprecia ningún cambio en el tono de voz de Mitch al hacer esta concesión—. Estoy tan decepcionado como tú, muchacho. Yo también he pasado por cosas así. He visto morir a tres niñas en mis brazos en las tres últimas décadas y todas esas muertes fueron fruto de lo mismo: un inútil sacrificio para asegurar el bienestar de personas que no merecían, en realidad, nada. La primera estaba en coma en el hospital. La segunda fue tu hermana, víctima del ébola. La tercera fue hace una semana. Era una chica a la que habían violado repetidamente tras saquear su pueblo. Fue cerca del Índico. Estaba destrozada. Había perdido mucha sangre y ya ni siquiera era capaz de centrar su mirada en un punto fijo. Tardó horas en morir y a nosotros no nos quedaba morfina. Yo me quedé con ella, acunándola. Te juro que sentí la necesidad de asfixiarla. De acabar de una vez con aquella incomprensible tortura. Era evidente que ya no se podía hacer nada para salvarla y que esa pobre niña solo había sido una víctima más, consecuencia de uno de tantos conflictos territoriales que nada tenía que ver con ella.
—Debiste haberlo hecho. Darle una muerte más digna.
—Puede ser. Aunque también sentí ganas de encontrar a los violadores. De matarlos con mis propias manos.
Shekhar deja la botella sobre la mesa. Baja la vista y roza con el dedo índice el afilado borde, contemplando cómo su dedo comienza a sangrar.
—Yo también siento a veces ganas de esto. El cuerpo me hierve de rabia, Mitch. Pero es que ya no puedo más. Ya no me quedan fuerzas. Y lo peor es que sé que da igual lo que haga: en mi país y en tantos otros seguirá habiendo tanta gente que sufre para que unos pocos puedan disfrutar de una vida de lujo…
Mitch aparta con cautela la botella, teniendo cuidado de no cortarse. Vuelve a mesarse el pelo. Se rasca el puente de la gran nariz. Toma entre sus dedos su mentón partido y lo pellizca suavemente una y otra vez.
—¿Y si te dijera que podemos evitarlo?
La mirada de Mitch se vuelve temerosa, llena de ansia. Mira fijamente a Shekhar, pero con la cabeza baja, como si se tratase de un niño asustado. El muchacho se lleva a la boca el dedo y chupa la sangre que brota de él. Luego, comienza a morderse las uñas.
—¿Qué quieres decir?
—Ni tú ni yo creemos que la gente tenga derecho a vivir una existencia de comodidades mientras existen otras personas obligadas a sufrir tanto para lograr esto. Me aventuraría a decir que, incluso, piensas, como yo, que sería mejor que esa gente egoísta muriese y que también lo hicieran los que sufren. La humanidad es un error lleno de dolor y sufrimiento. De abuso y egoísmo. El ser humano es una especie a extinguir. Pero es necesario contar con mucho valor y muchas agallas para coger el testigo que Dios nos ofrece y ser su brazo ejecutor.
Los ojos negros del muchacho se iluminan con un anhelo de venganza y resarcimiento. Pero con un destello de temor.
—¿Hablas en serio?
Mitch asiente sin dejar de mantenerle la mirada a Shekhar.
—SALIF —pronuncia muy lentamente el nombre de la compañía. Reprime una arcada al hacerlo—: esa empresa armamentística tiene suficiente arsenal destruir a la humanidad varias veces. ¿Por qué no usarlo? ¿Por qué no pulsar algo parecido al botón rojo del fin del mundo? ¿Sería realmente tan malo? En mi opinión, solo perjudicaría a los parásitos de los países desarrollados que chupan la sangre de los agonizantes países pobres.
Shekhar deja de morderse las uñas para comenzar a mordisquear sus nudillos. Miedo e ilusión se alternan en sus gestos de nerviosismo.
—Me da miedo lo que dices, pero a la vez me impresiona. Hoy estoy muy furioso y tengo demasiadas ganas de vengarme.
— Mi ONG es una gran accionista de la empresa. Yo soy el presidente de la ONG. Tengo acceso a SALIF, a toda su estructura y organización. Pero no a sus armas. No sé cómo utilizarlas. Todo está informatizado hasta un nivel que escapa a mi percepción. Para poder emplearlas como deberíamos, necesito a alguien que sea capaz de burlar sus sistemas de seguridad y que enseñe a los míos a utilizar esas armas de forma coordinada y conjunta. A atacar al unísono. Ya somos más de ciento cincuenta por todo el mundo, Shekhar. Pero no seremos nada sin alguien como tú, que nos ayude a utilizarlo.
»Imagina cuánta gente se libraría de sus penurias, imagina a cuánta gente castigarías por su egoísmo y maldad. ¿Nunca has pensado que, tal vez, todas estas desgracias nos hayan sucedido por una razón más grande que nosotros mismos? ¿Que el hecho de tener los ojos tan dolorosamente abiertos a la terrible realidad de nuestro mundo puede formar parte del plan divino? ¿Que tal vez sea nuestra responsabilidad acabar de una maldita vez con todo esto?
Shekhar mira a Mitch mientras posa de nuevo la mano sobre la mesa. Se mantienen la mirada en un careo demasiado prolongado, que obliga a ambos a comenzar a pestañear. El muchacho es el primero en desviar la mirada, fruncir los labios y asentir.
—Mitch, yo ya no tengo nada por lo que vivir. Si me debo quitar de en medio, puede que tal vez lo mejor sea hacerlo a lo grande. Como un mártir. Al menos, habré ejecutado mi venganza. Y lo habré hecho como mejor sé hacer: poniendo en práctica las habilidades que esos malditos ricos me enseñaron. Y te devolveré todo lo que has hecho por mí en estos años con mi participación. Será mi agradecimiento y mi última muestra de devoción hacia ti.
—Hoy en día todo plan necesita un hacker —dice, muy lentamente mientras coge de las manos a Shekhar. Tuerce el gesto en algo parecido a una sonrisa—. Gracias, amigo. Sabía que podría contar contigo. Mañana a esta hora vendré a buscarte y te sacaré del país.
El hombre se levanta para marcharse, no sin antes pasarse la mano otra vez por el pelo.
—Pero Mitch…
El hombre se detiene.
—Dime.
—¿No te importa lo que piensen de ti? ¿Quedar como el Anticristo ante la raza humana?
Mitch se vuelve. Ya no parece taciturno ni humilde ni solemne: se ríe con un deje de descaro y arrogancia.
—Lo cierto es que no, pero, de todas formas, ya no quedará nadie para juzgarme. Y, además, como te digo, en mi corazón siento que esto forma parte del plan de Dios. Y alguien tiene que ejecutarlo. ¿Quién soy yo para negarme ante algo así?
»Dios no va a venir a enviarnos un diluvio. Dios no va a hacer caer un meteorito sobre nosotros. Dios solo puede actuar a través de alguien. A través de mí. No he nacido en una fecha señalada y nadie ha previsto mi llegada. No aparezco en ninguna de esas famosas profecías. Pero aquí estoy. Yo soy el Anticristo.
Sin dejar de lado su pose digna y orgullosa, Mitch abandona la estancia y la deja sumida en un silencio solo interrumpido por el ruido del ahora insistente aguacero en el exterior del bar, que cae sobre la ciudad de Las Colinas de los Impala. Nuestra cámara se gira y se posa en los ojos llenos de admiración del joven Shekhar.
Una vez más, la cámara no nos deja ver lo que es realmente importante. No nos deja ver que Mitch se siente eufórico por el avance de su descabellado plan. Y no nos deja ver lo que va a suceder después: las personas cometen errores, aunque sean los seguidores de una mente calculadora y hábil como la de Mitch. Es en esos errores donde reside su humanidad. La conspiración saldrá adelante, pero sus fallos impedirán que el Homo sapiens se extinga. Dejarán a su paso un mundo terrible, lleno de frío, dolor, y sufrimiento. Un mundo gris con una raza humana diezmada, agonizante y destruida. Incluso los planes del mismísimo Anticristo pueden salir mal.
- Yo soy el Anticristo - 12/12/2013