El asesinato de Rasputín (1ª Parte)
- publicado el 23/09/2012
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La estación
Mientras ascendía por las escaleras mecánicas que le conducían a la salida de la estación, Juan comenzó a ser consciente del silencio que le rodeaba. Fue entonces cuando se percató de la presencia de aquel anciano que descendía por las escaleras adyacentes. Ambos se mantenían inmóviles, en posturas idénticas, dejándose llevar hacia su destino.
Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando sus ojos se cruzaron con los del anciano. Tratando de huir de aquella mirada pudo percibir que una sonrisa se dibujaba en aquel rostro arrugado. No pudo evitar que aquella sonrisa le helara la sangre.
Cuando se encontró en lo alto de las escaleras y se sintió lejos del hechizo de aquella estación, Juan dirigió la mirada hacia atrás en busca del inquietante anciano. En aquel largo pasillo que descendía hasta el andén de la estación de Recoletos sólo estaba él.
El gélido viento nocturno de Madrid acarició su rostro, ayudándole a salir del trance en el que se había sumergido. En lugar de tomar el metro, comenzó a andar hacia su casa. Necesitaba despejar la mente y respirar aire fresco.
Cuando se encontraba a medio camino ya se había convencido de que todo había sido producto de su imaginación y de la sugestión creada por su mente. Sin duda era poco habitual encontrar una estación de tren totalmente vacía en aquella concurrida ciudad, pero tampoco era algo imposible un domingo cualquiera cercana ya la medianoche.
Reflexionando sobre aquel encuentro alcanzó su portal. En casa ya debía de estar esperándole Silvia, su mujer. Seguía intentando saber por qué aquel anciano le inquietaba tanto, ¿se habían visto antes? Su rostro le resultaba familiar.
Entró en casa, encendió la luz y dejó las llaves debajo del espejo del recibidor. Vio su rostro reflejado y en ese momento lo entendió. Aquel anciano era él, acababa de conocer la imagen de sí mismo dentro de unos cincuenta años… No era raro que tuviera visiones, ya le había sucedido antes y todas habían terminado por cumplirse, pero esta era imposible, él no podía envejecer, ya no. Había entregado su vida a cambio de…
El silbido hizo que se le parase el corazón. Aquel sonido procedente de la cocina sólo podía significar una cosa, la pesadilla se había hecho realidad. Recordaba perfectamente que así comenzaba su última visión, aquella por la que había sacrificado su alma y su vida intentando evitarla.
Sabiendo lo que iba a ocurrir a continuación, Juan dejó la mente en blanco y se condujo mecánicamente hasta la cocina.
El diablo le había engañado.
Recogió del suelo el hacha manchada de sangre.
Una vida a cambio de la otra, la suya por la de Silvia, ese había sido el trato.
Las risas de aquel maníaco, que se encontraba sobre el cuerpo inerte de su mujer, solo cesaron cuando Juan le clavó el hacha por primera vez.
¿No era acaso un precio justo? El diablo se llevaba su alma a cambio de evitar el brutal asesinato de su mujer. Si al menos aquella visión no hubiera sido tan explícita, con tantos detalles macabros…
No supo cuanto tiempo había pasado ni recordaba cómo había movido el cuerpo del asesino hasta la bañera. Sólo era consciente del pinchazo sordo que recorría su brazo derecho y del vacío que sentía en el fondo de su alma.
Con la sangre que cubría su ropa todavía caliente, Juan subió a la azotea del edificio y saltó. No soportaba vivir ni un solo día con el recuerdo del sufrimiento que Silvia había padecido antes de morir. Demasiado dolor, demasiados detalles, demasiados sonidos…
Fue después de impactar con el suelo cuando Juan pudo comprender el significado del encuentro con el anciano. Muchos años pasarían aún hasta que su rostro se convirtiera en aquel que había visto en la estación.
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