Sinfonía

Es de noche. Creo. La luz de la luna pasa a través de una pequeña ranura en la lona, pero no llego a ver el cielo estrellado, si es que en el cielo se ven las estrellas. Lo primero que siento es dolor, solo dolor, y aunque no parezca, es mi cuerpo el que grita, no mi voz. Contraigo y relajo mis músculos en el intento de relajarlos, pero es inútil. Mi estómago gruñe a causa del hambre que padezco hace días y para el frío que siento no hay descripción ni palabra que alcance porque decir que es como millones de agujas clavándose en cada parte de mi cuerpo, es quedarse corto. No quiero estar aquí y aunque el frío, el hambre, el dolor y la textura del pasto y la tierra irregular en mi espalda parecen no querer alejarse de mí, lo intento, intento olvidar este horrible lugar y escapar, aunque sea por unos segundos, con ellos. Sus rostros inundan mi mente y una ola de calor lucha por instalarse dentro de mí, porque con ellos soy feliz, con ellos estoy seguro.
Sus rostros aniñados por la infancia y los hoyuelos provocados por una sonrisa me transmiten felicidad, esperanza, ganas de seguir adelante, de combatir, de seguir intentándolo y sé con certeza que padecería millones de veces este calvario con tal de tenerlos una vez más, unos segundos más, entre mis brazos, seguros, a salvo de todo mal. Sus ojos brillan, en el recuerdo, más que ninguna otra vez y sus cabellos alborotados por el viento deslumbran. Un viento que a su vez trae a mí el destello de sus últimas risas. Sé que me esperan, creen que lo lograré y su fuerte creencia en mí, me hace fuerte, capaz, y si no fuera por el hecho de que soy humano, me convertiría en invencible, haría o sería cualquier cosa por ellos. Sus manitas regordetas se aferran a unas manos firmes, dulces, suaves, las dueñas de mi mundo, de nuestro mundo, un mundo que creamos los dos hace mucho tiempo, hace ya muchos años. Su rostro hermoso, ese rostro que al verme, transmite siempre ternura, los dueños de mi paz, la única que me queda, la única a la que puedo aferrarme. Su cabello negro al viento y aquellos ojos claros, su encantadora silueta que me promete cariño y calor, que me da acceso a un mar de emociones tan diversas, pero siempre buenas, siempre llenas de luz. Quiero creer que piensa en mí, que pide al cielo y a todos los santos por mí, que me espera ansiosa junto a los niños en casa, en el hogar que pudimos construir.
Unos gritos fuera de la carpa me sacan de mi ensoñación y me traen bruscamente a la realidad, me arrebatan caprichosos y con fuerza, insensibles, el último momento de felicidad. El jefe nos grita que hay que levantarnos, pero no siento que sea la hora, lo que significa que algo en los cálculos de nuestros mayores falló, que hay problemas.
Me visto lo más rápido que puedo junto con mis compañeros, al tiempo que nuestros sueños de sobrevivir se nos escurren de las manos, se escapan entre nuestros dedos. Al salir afuera nos alistan para salir y nos colocan en filas. El general va a hablarnos, todos mis sentidos están alertas, mi mente en el presente pero mi espíritu está ya muy lejos, con ellos, a su lado, donde todo es mejor.
Quedan quinientos sesenta y tres de nosotros pero nos informan que hoy lucharemos contra tres mil hombres porque descifraron nuestros trucos y no cayeron en las numerosas trampas que habíamos colocado, en ninguna de ellas, ni siquiera en las que habíamos puesto en caso de emergencia. Toda la suerte se había dado vuelta ahora y venían por nosotros. Ya podía ver el instinto asesino en sus ojos. Sabía que moriría, lo supe en el instante aquel, lo supe antes de que sucediera. Una lágrima rodó por mi mejilla pero la sequé con rapidez.
Nos mandaron a equiparnos con todas las armas que encontráramos y allí fuimos, con las almas literalmente por el piso, la tristeza reflejándose en los rostros de todos.
Decidí quedarme último en la fila y cuando todos estaban formando filas y dándome la espalda me alejé del lugar donde estaban las armas. Fui directamente al compartimiento de objetos personales que estaba lleno de baratijas a los ojos pero que eran tesoros para nosotros, pedazos de nuestras historias, representaban momentos específicos, a nuestras familias o hasta a nosotros mismos.
Busqué entre las cosas hasta encontrarla, acaricié sus cuerdas, esas que nos habían dado tantas alegrías, acaricié la madera, la suave madera de caoba, ya vieja después del pasar de los años. Toqué una conocida melodía y más lágrimas brotaron de mis ojos.
Dejé de tocar, no disponía de mucho tiempo antes de que me descubrieran por lo que corrí hacia las filas de hombres que se alejaban a toda velocidad. Pasando por mi carpa tomé mi mochila y mi gorro y me los puse.
Sabía que, probablemente, esa sería la última vez que pisara ese lugar, ese lugar que olía a muerte y putrefacción, pero que tal vez me estuviera dirigiendo a un lugar peor.
Logré avanzar al tiempo que estallaban los primeros cañonazos. Corrí por mí, por ellos, por mis amigos y mis compañeros. Ayudé a un hombre, del cual no sabía el nombre, a cargar el arma con balas, después de todo eran ellos o nosotros.
Al tiempo que sentía trabajar a mis músculos algunas preguntas quedaron grabadas en mi mente. ¿Quién inventó la guerra? ¿De qué sirve? ¿Vale más lo que se gana que la vida de cientos, tal vez miles de personas? Ellos no sabían la respuesta, o tal vez sí, pero no podían estar más equivocados. Yo sabía la respuesta correcta. No, no lo vale, nada en el mundo vale más que las vidas de cientos de seres humanos. Es una pena que nos dejemos mandar, que le demos el control de nuestras vidas a aquellos que tienen la respuesta equivocada.
Sentí algo impactar contra mi pecho y atravesarlo, salí despedido hacia atrás con una fuerza inimaginable. Otra vez dolor, un dolor agudo y penetrante, un dolor que absorbía mi vida.
Estiré el brazo y alcancé las cuerdas de la guitarra que había salido despedida junto conmigo. Su maravilloso sonido me tranquilizó en el medio del caos, y sus rostros volvieron a mí. Luego de eso solo hubo oscuridad, una oscuridad imposible de atravesar pero también teñida de felicidad, una felicidad que no era mía, era de ellos.

Martina
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