La consciencia

La conciencia

 

No es exactamente perder la conciencia, aunque quizá no sea capaz de transmitirte exactamente la diferencia. Más bien es como lo contrario, ser absolutamente consciente de todo lo que te rodea, de forma, incluso, exagerada pero ser incapaz de controlar nada. Es como un viaje, un dejarse llevar. No me arrepiento, creo que tomé la decisión correcta. Pero, a veces, da miedo.

 

−<<Cuando me llegó el ejemplar estaba en mi laboratorio procesando muestras. Trabajaba con un virus que codificaba para la integración de su genoma en el nuestro. Al escindirse, arrastraba consigo ADN humano. Esto es relativamente frecuente, algunos virus poseen esta capacidad, pero el objetivo de mi laboratorio era transportar regiones enteras del genoma usando al patógeno como vector. Nuestra investigación estaba muy avanzada y aquello me dio la pista sobre la que trabajar. No necesité devanarme la cabeza.

El ejemplar que llegó al laboratorio era una cepa muy virulenta de un poxvirus, semejante al virus de la viruela, que infectaba a bonobos. El virus era semejante a la cepa humana en su estructura, pero tenía la particularidad de modificar el comportamiento con el fin de propagarse más rápidamente. El funcionamiento dependía del talante innato del propio primate: algunos se volvían pasivos y solicitaban la compañía y la atención de sus congéneres mientras que otros respondían agresivamente y contagiaban mediante mordiscos y violaciones la enfermedad a sus compañeros. Nos interesaban ambos comportamientos.

Creo que no lo he dicho, entonces trabajaba en un laboratorio militar. Con acceso a todo.

Obtuve un vial con el virus y, pedí en exclusiva el uso del laboratorio de bioseguridad nivel cuatro. Aunque la petición fue mirada con extrañeza, las muestras con que trabajaba normalmente sólo requerían un nivel tres, finalmente fue aceptada. El protocolo que llevé a cabo fue bastante básico y sólo me llevó tres días estandarizarlo para conseguir un resultado exitoso. Lo que conseguí fue un virus capaz de infectar bonobos, modificando su conducta, y, al tiempo, capaz de transportar incluso cromosomas completos. Comprobé en cultivos celulares que tras quince generaciones el virus seguía inserto en el genoma en más del 90% de las placas, lo que me pareció un resultado positivo.

Dejé aparcado el proyecto. Una vez que conseguí aislar el virus lo guardé a menos ochenta grados. El organismo podría resultar útil en un futuro no demasiado lejano: tenía utilidad en terapia génica, para la fabricación de genotecas (colecciones estables de genes), para tratamiento de problemas de personalidad y, razón por la que me permitieron trabajar ello, para uso militar. No lo olvidé, aunque lo pudo parecer, ya que el vial estuvo encerrado en el arcón congelador por seis meses. Pero me vi obligado a buscarlo de nuevo.

El centro militar fue asaltado por una organización terrorista que se llevó cuanto fue capaz de transportar, y eso, en un centro de investigaciones biológicas, es decir mucho. Se envió una nota a la prensa en la que se acusaba a un grupo de ecologistas y se pasaron unas imágenes en televisión en las que se liberaban animales cautivos. Pero la realidad era mucho más peligrosa. El robo incluía viales de la viruela (teóricamente desaparecida por la acción humana), una variante muy virulenta de bacilo carbunco e, incluso, todas las muestras salvo una de las que yo había procesado.

El ántrax no era peligroso, pues teníamos antídotos suficientes como para poder contravenir su efecto. La viruela, aunque impredecible, no suponía ningún peligro grave para nuestro país ya que teníamos las vacunas suficientes para contenerla. Pero mi virus tenía un potencial que difícilmente podía ser calculado. Si no se procesaba, probablemente no podría esparcirse entre humanos pero, si se conjugaba con el virus de la viruela humana con el que compartía una gran similitud, podría saltar la barrera entre especies.

Oculté la última muestra a la policía, aunque dejé patente mi intención en la bitácora del laboratorio. Y si estás aquí te imaginarás qué fue lo que hice. Supuse qué harían los terroristas y desarrollé el virus que todos conocemos ahora. Tenía los medios y un conocimiento mucho más avanzado sobre el virus que quienes lo robaron por lo que no me llevó más que unos pocos días de trabajo. Antes de que se expandiera el virus hice mis cábalas. Realicé una comprobación en la variante de bonobos y obtuve el resultado que deseaba. El simio tenía, tras la infección y desarrollo de la enfermedad, un registro normal de sus ondas beta cerebrales: mantenía su conciencia. Creo que comprendes lo que eso significó para mí: era la puerta abierta.

Me adherí a una concepción genetista de la vida: mi objetivo era transmitir mis genes a la siguiente generación de la forma más eficiente. El organismo que era infectado una vez no volvía a serlo posteriormente y resultaba mucho más adecuado ser un foco inicial que un contagiado tardío. Infecté un cultivo de mis células y lo instalé en un aerosol. Además, tomé la única muestra del virus híbrido que había creado. Esperé a que se conociera la primera noticia de un foco de infección; fue controlado en un centro comercial. Ya habían conseguido su objetivo y no podía perder el tiempo. Escaparme del laboratorio con la cepa fue complicado, pero no entraré en detalles. Sólo diré que conseguí llegar al aeropuerto y dejar el aerosol con mi sangre infectada oculto en un conducto de ventilación. Después, me inyecté el virus virgen en el hombro, en un músculo, para que tardara lo más posible en hacer su efecto, y crucé el océano.

La variante que me había inoculado necesitó un día entero para estar activa por completo, aunque no tardé en percibir sus efectos. Me comencé a sentir agresivo en el avión y llegué a arañar a un pasajero por robarme mi turno para el aseo. Cuando aterrizamos tuve un arrebato irreprimible y mi olfato me guió a una zona de la ciudad que hedía a sexo. Mis sentidos se iban agudizando y me costaba reprimir mis impulsos. Follé con aquella puta durante una hora, convirtiendo el servicio en una violación. Los efectos del virus fueron más rápidos en ella y pronto se sometió al sexo violento sin oponer resistencia. Cuando me di por satisfecho, salí otra vez a la calle y ahí comencé a perder el control de mis movimientos. Me giré y la prostituta ya embaucaba al siguiente cliente, buscando satisfacer su instinto de sumisión. Mis piernas me llevaron en dirección contraria y comencé a vagar por la calle. Era de noche y podía confundírseme fácilmente con un borracho pendenciero. Y eso fue lo que hice: pasé hasta la madrugada caminando entre la fauna nocturna: mordiendo, golpeando, arañando y desgarrando todo lo que encontraba delante de mí.

Pronto tuve una turba alrededor; una manada violenta que no temía enfrentarse con nada. Salvo con la luz del Sol. Noté cómo los primeros rayos abrasaban mis retinas y mi cuerpo reaccionó frente al dolor buscando un refugio oscuro. Permanecí allí, quieto, reconociendo todo cuanto sucedía sin poder realizar un gesto voluntario, encerrado y consciente en mi propio cuerpo. Toda aquella manada enfurecida y estática era igualmente consciente e impotente. Y todos llevaban en sí una importante carga genética mía.

Cuando mi ritmo circadiano determinó que la puesta de Sol era inminente, salí del refugio. Fue un error de cálculo, ya que había cambiado de meridiano en mi vuelo transoceánico y permanecí en la puerta, impávido, mientras pasaba una última hora. La masa que me había acompañado la noche anterior salió al unísono, repleta de una violencia sensible. El número era mucho mayor de lo que me había percatado, quizá cercano a cinco centenares, y en un movimiento más propio de un fluido que de una horda humana, nos dispersamos por la ciudad. La violencia no se recluyó a la zona roja de la ciudad. Supongo que eso inició la alarma para la policía.

Los faros de los coches funcionaban como una llamada para nuestros cuerpos, que se abalanzaban como masas desesperadas sobre ellos para frenarlos. Era consciente de que no convenía estar en el frente del ataque, pues los primeros que eran impactados salían despedazados incompasivamente y eran sus miembros desarticulados los que retenían finalmente el vehículo, pero sólo la virtud de encontrarme impedido por la turba impedía que fuera a la vanguardia. La sangre de mis compañeros me salpicaba el rostro, me impregnaba con su olor y me hacía removerme dentro de mi carcasa. No podía evitar la náusea, pero era incapaz de hacer reaccionar al estómago para vomitar. Mi impulso violento no impedía que percibiera el sufrimiento de la gente cuando nos arrojábamos sobre ellos. Pronto creamos más matanza que nuevos infectados, liberados los impulsos de todos nuestros cuerpos. Otra vez al amanecer tuvimos que buscar un refugio, aunque sería la última noche en que eso fuera necesario.

Al siguiente anochecer, la policía había acordonado las calles. Intuían dónde nos encontrábamos, pero no habían podido precisarlo al ser incapaces de acercarse a nosotros. Sus retenes impedían que avanzáramos en otra dirección que la que ellos disponían. Yo traté de luchar contra mi cuerpo, llevándolo contra uno de aquellos provisionales muros de hormigón para encontrar una ruta alternativa a la emboscada. Durante un instante creí que funcionaba, pues mi cuerpo se apretó contra la fría superficie y la arañó hasta que mis uñas se quebraron dolorosamente. Después, otros cuerpos trataron de trepar sobre el mío. Sus dedos se clavaban en mis hombros y sus pies encontraban apoyo sobre cualquier parte de mí. Caí de rodillas, apabullado bajo la avalancha, con la boca apretada contra el asfalto, llena de mi propia sangre. Aplastado por la miríada, mi torso no podía hincharse con normalidad y la ausencia de aire me obligaba a boquear rápidamente. Comencé a sudar, incapaz de hacer nada más que esperar que todo pasara rápido. La presión hizo que mi brazo derecho se quebrara. Y pocos minutos después, la turba desistió de su intentona y siguió la ruta marcada.

Habría deseado quedarme allí y descansar hasta que llegara mi momento, pero mis piernas me irguieron y comencé a caminar detrás de mis compañeros. Mi brazo bamboleante me hacía sufrir más a cada momento, pero mi cuerpo no valoraba la opción de sujetarlo para reducir mi dolor. Avanzaba y avanzaba, hundiéndome de nuevo en el grupo, tratando de buscar una nueva víctima en la que descargar mi furor.

Una luz intermitente azul me alertó. A la vuelta de la esquina siguiente se encontraba la línea armada de la policía, esperándonos a cubierto. Otro intento infructuoso de detener mi cuerpo. Mi pierna derecha siguió a la izquierda sin frenar lo más mínimo ante las órdenes de mi mente. Como un grupo de militares mal comandados íbamos directos al matadero y era incapaz de evitarlo.

La primera ráfaga fue de gas lacrimógeno. No consiguió detenernos, pero mi primer impulso, llevarme las manos a los ojos, me hizo ser más consciente del dolor de mi brazo. Durante un segundo no reaccioné, pero había sido capaz de desplazar ligeramente la musculatura de mi hombro, lo que suponía que podía recuperar parte del control. Zarandeado y arrastrado por la  horda, aquello tampoco tenía demasiada importancia, aunque conseguí asir mi brazo con el otro. La segunda ráfaga fue de bolas de goma. El impacto de uno de esos proyectiles hizo que se me saltaran dos dientes. Grité de dolor y hubiera caído al suelo si hubiera tenido espacio suficiente. La sangre manaba a borbotones de mis mellas y, mientras tanto, brazos y costillas eran reventados por doquier mientras nos acercábamos a la barricada de coches patrulla. La tercera ráfaga, tras un corto aviso por megafonía, fue con intención asesina. Las balas silbaban y la sangre me hizo resbalar. Empujado, caí al suelo y el resto pasaron por encima de mí sin otro fin que el de acercarse a la policía y convertirla en su víctima. Cerré los ojos, un instante, y disfruté de mi inconsciencia.

Ahora me he despertado aquí. Supongo que estas ligas son por tu seguridad. Sin embargo, te puedo asegurar que ya no tengo ningún impulso violento que te obligue a retenerme así. Parece que el sistema inmune humano es capaz de combatir los efectos del virus a las setenta y dos horas de la infección.

Esta es toda la historia, desde el principio, toda la que soy capaz de recordar sin mis notas. Sí, soy culpable de la pandemia y era consciente de lo que hacía cuando decidí propagarla>>.

−¿Se reconoce en esta grabación? −pregunta la fiscal.

Es su última oportunidad. La prueba ha sido obtenida sin ninguna orden judicial y no pueden demostrar que no haya habido coacción. Pero se me juzga por el delito de atentado contra la nación y la ilegalidad podría no ser suficiente para invalidar la prueba. Aunque yo estoy tranquilo, porque sé que las pruebas están de mi parte. Y, de todas formas, la libertad o el cautiverio me dan exactamente igual.

−Esa es mi voz –afirmo sin dudar un instante.

−No hay más preguntas, señoría –dice la letrada y se retira.

No quiere cometer errores; este juicio puede encumbrarla, pero perderlo por un fallo suyo supondría olvidarse de cualquier tipo de trabajo de valor en un futuro. Mi abogado tiene la manga llena de trucos para anular el juicio, aunque cree que no hará falta. Las pruebas realizadas a los cadáveres muestran que no existe rastro de mi ADN, lo que resulta una prueba contundente para el jurado.

−¿Fuiste coaccionado para realizar la grabación? –pregunta mi abogado.

−Me obligaron a leer el texto mientras estaba postrado en la cama del hospital.

−¡Protesto, señoría! –grita la fiscal.

−Denegada –responde el juez.

No hay más preguntas en el juicio y, finalmente, soy puesto en libertad. Cuando llego al hotel, lo primero que hago es encender el televisor. Me tumbo en la cama, cierro los ojos y abro los oídos.  Existen focos de violencia en Swazilandia, en Croacia, en Bangladesh, en Argentina… Nuevos casos a diario. Con un origen impredecible; un día aquí, otro día allá. Sonrío, pueden ser como mis hijos.

Aseguré mi virus con una trampa molecular. Si el individuo portador moría, el virus condensaría sus genes de forma que fueran indetectables por los métodos moleculares. De esta forma, no podría identificarse en un laboratorio con facilidad y no podría ser combatido con vacunas tradicionales. Al parecer, este mecanismo había ocultado también los genes que había transportado el virus consigo, aunque no había considerado esa posibilidad.

Sonrío, ahora mismo mis genes se expanden sin que haya una barrera que los detenga. La violencia es un gran reclamo y atrae toda la atención, todos los gobiernos están actuando con contundencia ante el menor asomo de conflictividad. Y esa era mi intención. Es en la transmisión de los sumisos en la que deposité desde un principio toda mi confianza.

Con mis genes asegurados, puedo cerrar los ojos y dormir; y disfrutar tranquilamente de mi inconsciencia.

khajine
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2 Comentarios

  1. Alberto dice:

    ¿Saben tus jefes mexicanos las fantasías genocidas que tienes, biólogo?

  2. khajine dice:

    Espero que no. De todas formas, mi laboratorio tiene un nivel de bioseguridad 1… No creo que me dejen jugar con esas cosas. 🙂

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