CARTA AL PAPA FRANCISCO
- publicado el 23/12/2018
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UN ANTES Y UN DESPUÉS.
Vivo con gran horror y terror la pandemia que ataca a todo el mundo, un virus asesino que no tiene piedad de nadie. Estamos todos con iguales sensaciones, solamente los inconscientes se salvan de ellas…
Vivo angustiada, no por mí, sino por los que me rodean, de un país y de los muchos que forman la tierra… no hago más que pensar en aquellas personas que lo padecen y de tanta que no ha podido superarla, de sus familias que no pueden velarlas. Sufro por ellos como hace tiempo no sufría, no lo puedo remediar por muchas tareas que me imponga y por mucho que quiera distraerme, no lo consigo, aún en los momentos que, supuestamente, tendría que tener la mente en otro lado. Soy incapaz, no puedo contenerme no tengo las fuerzas de las que antes me ayudaban a salir de algún problema…
Esto es tan serio que en ningún momento podríamos imaginarnos que nos ocurriera.
Todos hacemos planes para un futuro, el mucho o poco que nos quede, así lo hemos hecho desde que tenemos uso de razón e ilusiones desde niños y aunque no se cumplan tenemos esperanzas de que se consigan. La esperanza nunca se pierda por muy negativos que seamos en algún momento. Los sueños son libres y aunque estemos dormidos los vivimos como reales y, de los que despiertos hacemos, quizá sean los más deseados por la fuerza en que los deseamos.
Vivo pensando que, cuando esto acabe, porque tiene que acabar… no se puede apagar la vida de esta manera ni de otra, hay a quien hemos creado y cada uno que les queda mucho por vivir, por soñar, por cumplir o intentarlo sus ilusiones, todavía tienen que tener la oportunidad que nosotros tuvimos.
Vivo con la certeza de que esta calamidad nos sirva para ser mejores, con amor, y dejar los odios en el pasado. No creo que podamos cambiar el mundo pero sí tratar de mejorar y arreglar lo que todavía queda pendiente. Se me antoja crear un sueño que se haga realidad, que seamos más humanos, comprensivos, ayudarnos mutuamente y en definitiva, pensar en los demás.
Vivo con una pequeña gran ilusión, quizá un sueño no realizable, imposible de cumplir. Que todos fuéramos libres, dependientes de sí mismos para darnos al prójimo en los momentos que nos necesiten. Ser todos iguales, tener los mismos derechos al igual que obligaciones, que no existiesen los gobiernos, que fuésemos como una tribu aunque volvíesemos a los «taparrabos», ( eso sí, sin comernos unos a otros). Ser comprensibles, solidarios abrazar los ideales y posturas por igual, o aunque no se coincida con las ideas, tratar de dialogar sin llegar al enfrentamiento. Olvidar el pasado y comenzar desde cero, habrá que hacerlo para sufragar con nuestros errores el daño que hemos hecho, aunque a veces, por muy increíble que fuese, «sin querer».
Vivo con esa esperanza, aunque llevo días llorando porque me falta eso mismo que tanto deseo, porque dudo de que pueda pasar, porque tengo un miedo inmenso, porque me cuesta creer que esto nos esté pasando. Porque me dá una congoja extrema tanto sufrimiento y porque todavía no comprendo que hoy en día se tenga que escoger entre una u otra vida… que se esté estrenando una eutanasia forzada por unas circunstancias que nunca han debido de llegar. Cambiemos lo que nos tiene que hacer cambiar, que el DESPUES sea bueno para todos, y ese ANTES quede de recuerdo de todo lo bueno que anteriormente hemos disfrutado, que este horror pase como una pesadilla de la que despiertas aliviado pensando que ha sido sólo eso.
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Siento como mías tus palabras, Victoria.
La generación de nuestros abuelos y de nuestros padres tuvieron que enfrentarse a una guerra fratricida, fue algo detestable, pero fue una acción producto de los hombres y sus desvaríos. Ahora nos enfrentamos a un enemigo invisible, a la crueldad de no saber dónde se encuentra, qué es lo que lo puede eliminar, y eso nos hace débiles ante el virus.
Desgraciadamente nadie ha podido predecir las consecuencias que el covid19 tendría en nuestras vidas, actuamos unidos de la única forma que podemos hacerlo, confinados en nuestras casas y rogando que no nos alcance, que los científicos de todo el mundo encuentren rápidamente la vacuna que nos inmunice.
Pero mientras todo esto ocurre, la vida va pasando, los días se hacen semanas y las semanas meses, nos sentimos abrumados y asustados porque no sabemos cuando esta pandemia se va a detener.
El Apocalipsis de San Juan, el último libro del Nuevo Testamento y de la Biblia cristiana, narra el fin de los tiempos. Pudiera parecer que Dios ha abierto cuatro de los siete sellos que tiene el pergamino y libera a los cuatro jinetes.
El que monta el caballo blanco es un arquero, significa la extensión triunfante por todo el orbe del Evangelio.
El caballo rojo lo monta jinete con una gran espada, significa la guerra.
El hambre la reparte el jinete del caballo negro con una báscula en su mano.
El caballo bayo lo monta un jinete provisto de una guadaña, es la muerte.
La ciencia nos aleja de esta visión, el ser humano ha evolucionado y elije su destino, pero no siempre es posible gozar de esa libertad y libre albedrío. Quizás la pandemia, los grandes incendios, la deforestación, las guerras que siguen existiendo en buena parte del mundo, el hambre que asola a millones de seres humanos, las sequías, la soberbia de algunos gobernantes que se creen por encima del bien y del mal, sean nuestros cuatro jinetes del apocalipsis.
A lo mejor no solo es una metáfora, a lo peor, la tierra, nuestro maltratado planeta, quiere decirnos algo de lo que nadie parece acordarse, sin nuestro planeta, si seguimos destruyéndolo, la raza humana desaparecerá para siempre.
Es el momento de dar la talla, todos, no solamente los que se enfrentan a este enemigo en primera línea, quedarnos en casa es nuestra obligación y hacer todo cuanto nos aconsejan los expertos sanitarios.
Todos tenemos que ser solidarios y mostrarnos unidos ante la adversidad. Tiempo habrá de otras disquisiciones, ahora toca sufrir y aguantar. Entre todos venceremos al virus.