El portal de las brujas
- publicado el 29/10/2013
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En la noche más oscura
El doctor Thomas G. Pynn se esforzó por observar a la mujer que se sentaba frente a él con interés puramente profesional. Al veterano doctor le costaba abstraerse de aquel par de pechos que amenazaban con desbordar el ajustado traje de Armani, y sus ojos se desviaban como si tuviesen vida propia cada vez que aquellas piernas increíblemente largas se cruzaban y descruzaban. El hombre intentaba impresionarla con su conversación repleta de términos científicos, pero a veces su subconsciente lo traicionaba y no encontraba las palabras adecuadas, con lo que las frases quedaban inconclusas, atrapadas en un callejón sin salida, o el tono de voz perdía su cadencia de seguridad y oscilaba como el de un tímido adolescente. El doctor Pynn estaba seguro de que una mujer como aquella no necesitaba de sus bochornosos momentos de ridículo para crecerse, pero era consciente de que su posición se debilitaba cada vez que abría la boca y no podía evitar preguntarse qué pensaría Freud de todo eso.
—¿Acaso, doctor Pynn, no le parece suficiente la enorme cantidad de dinero que la fundación que presido destina a su institución de salud mental? —Vera pronunció la frase muy despacio, para que el hombre fuese capaz de captar la magnitud de su amenaza. Después apagó su cigarrillo en la barriga de un pequeño Buda de alabastro que el doctor tenía sobre el escritorio de caoba.
El hombre se apresuró a responder, y al hacerlo tartamudeó.
—No-no-no… No-no-no… –El doctor pensó que si volvía a decir otra vez «no» tendría que abofetearse, pero afortunadamente su lengua de desencasquilló—. No se trata de eso. En absoluto, señora Ratcliffe. Como usted bien sabe, ésta es la institución más seria del país y una de las diez más importantes del mundo. Los doctores que han tratado a su hija coinciden en que, si alguna vez sufrió algún tipo de ataque psicótico, ahora está perfectamente curada y…
—Johannsen —le dijo la mujer sin dejar que terminase.
—¿Co-co… cómo dice? —cacareó el doctor.
—He vuelto a adoptar mi apellido de soltera. Es Johannsen. Creo que a Henry, que en paz descanse, le gustaría que yo comenzase una nueva vida, lejos del dolor y el sufrimiento ocasionado por su pérdida. Y qué mejor cosa que empezar por cambiar el apellido, ¿no le parece, doctor?
Al doctor lo único que le parecía es que el mayor sufrimiento de aquella mujer, fría y calculadora debía de ser astillarse una uña al abrir la pitillera, pero, incapaz de resistirse a su caída de ojos, asintió una y otra y otra vez, como un corderillo.
—Y en lo que respecta a nuestra… a la hija de mi difunto marido —continuó Vera— es imposible que en tan corto periodo de tiempo, teniendo en cuenta la gravedad de su dolencia, haya podido recuperarse por completo. Preferiría que permaneciese un tiempo más bajo su cualificada observación, hasta que todos pudiésemos estar seguros de que jamás volverá a ser un peligro para la sociedad, pero sobre todo para ella misma. Nunca me perdonaría que algo malo le sucediese a la pequeña.
La mujer pronunció la última frase con un tono de pena excesivamente falso que no se molestó en disimular.
—Bueno, quizás podamos prolongar su estancia entre nosotros por un tiempo. Digamos, quizás… un par de semanas más.
El doctor tranquilizó su conciencia mientras hablaba, al pensar que quizás no fuese tan mala idea que la pequeña se quedase un tiempo lejos de aquella mujer.
—Esa es la actitud que me gusta, doctor. Pero que sean mejor un par de años.
El doctor pensó que tal vez no había procesado adecuadamente la frase debido a que su atención se había desviado de nuevo a aquellas piernas sin fin, pero cuando se dio cuenta de la proposición que le estaban haciendo, se removió molesto en el sillón de cuero. Su primer impulso fue el de protestar enérgicamente, pero la parte racional de su cerebro se impuso de inmediato y suavizó las palabras que salieron de su boca.
—¡Por Dios, señora Johannsen! ¡Lo que me pide es absolutamente imposible!
Thomas G. Pynn se levantó y comenzó a pasear nervioso por la habitación mientras intentaba que Vera comprendiese, de la forma más educada posible, lo inmoral de la propuesta, pero su discurso sobre la ética terminó cuando cayó en la cuenta de que la mujer sabía muy bien con quién estaba hablando. En la cara de Vera se dibujó la sonrisa de la Mona Lisa. Había esperado con paciencia a que el hombre enfundado en su impecable traje de tweed rebajase su tono de profesional ofendido y ahora era su turno. Lentamente y con la seguridad de alguien que está acostumbrada a que las cosas se hagan según disponga, extrajo de su Vuitton una chequera, la apoyó sobre la mesa y se dedicó a cubrir con trazo firme uno de los documentos.
—El mes que viene mi fundación tiene que tomar la decisión de valorar entre varios proyectos, todos ellos muy interesantes. Nuestros recursos no son ilimitados, doctor Pynn, y nos han presentado un proyecto bastante interesante de National Geographic. Claro que, al final, todo depende de mi voto, y por mi parte encuentro que su institución está realizando unos avances muy significativos en el terreno de la salud mental. Estoy convencida de que, a pesar de los difíciles momentos económicos, todos debemos esforzarnos para aportar nuestro granito de arena y que las cosas puedan funcionar como hasta ahora. ¿Con dos millones de dólares adicionales tendría suficiente para continuar con su encomiable labor?
Vera arrancó el documento de la chequera y lo deslizó sobre la mesa hacia el hombre, después volvió a reclinarse en el sillón. La parálisis del doctor hizo que la mujer continuase hablando.
—No quiero ni imaginarme lo costoso que debe de ser mantener esta institución sin la desinteresada ayuda de personas como yo.
Thomas Gordon sabía que personas como aquella eran las que movían los hilos del mundo. Si él decía «no» a la propuesta, habría ganado una batalla, pero no la guerra. Con su influencia, aquella mujer podría cambiarlo por alguien más proclive a aceptar sus proposiciones o, como tutora de la pequeña, podría llevársela de su instituto a otro más manipulable, así que se convenció de que lo mejor para todos, incluida la niña, era que permaneciese bajo su custodia antes de que cayese en las garras de alguien con menos escrúpulos. Además también sería fácil contar con la ayuda de los doctores que la estaban tratando. Robert acababa de comprarse una casita en el lago y Brian… bueno, a Brian eran mujeres como Vera las que hacían que precisase ingentes cantidades de dinero continuamente.
No fue necesario que Gordon dijese una palabra. Quien calla, otorga. Vera se levantó, estiró y ajustó el vestido en torno a sus caderas, se dio la vuelta y salió del despacho después de despedirse del doctor sin volver la vista atrás.
Thomas Gordon Pynn sintió como si acabase de vender su alma al diablo, pero como estaba seguro de que todo el mundo tenía un precio, recogió el cheque y lo guardó en su pequeña caja fuerte, detrás de un cuadro que representaba una escena de caza.
***
La habitación estaba decorada para intentar esconder la realidad, pero a sus trece años Alexandra sabía que no era más que una celda lujosa. La puerta no se abriría si intentase girar el pomo, y tampoco la ventana, por la que se colaban los últimos rayos del sol del día. La niña estaba segura de que, si las fuerzas volvían a su menudo cuerpo algún día e intentaba arrojar una de aquellas sillas tapizadas de flores contra el cristal, éste ni siquiera se astillaría. Los ojos de la niña se movieron con pesadez en sus órbitas. Estaba tan cansada. Las pastillas que la había obligado a tomar aquel hombre de bata blanca y cara de bombilla la empujaban con suavidad hacia el sueño, pero no quería dormirse. No quería hacer nada a lo que la obligasen. Nunca más.
Tic, tac; tic, tac.
—¡Alexandra, despierta!
—¿Papá?
¿Alguien la había llamado?
Alexandra hizo un esfuerzo y abrió los ojos. Se había dormido. ¿Cuánto había dormido? Las sombras se habían hecho espesas en la habitación, al igual que en su vida. Era muy doloroso recordar cómo era todo cuando su padre vivía. Apenas había transcurrido un mes desde su muerte, pero parecía que hubiese pasado una eternidad. Se había visto a sí misma en los periódicos, y en las portadas de las revistas de sociedad. Pobre niña rica, decían los titulares; pero aquella no era ella. Tan grande como el golpe de la muerte repentina de su padre fue descubrir que Vera, la mujer que había considerado su amiga y que había llegado a llenar el enorme hueco dejado por la temprana muerte de su madre, la había traicionado. ¿Cómo podían haber estado todos tan ciegos?
La niña intentó levantar un brazo y descubrió con sorpresa que podía hacerlo. Su cabeza, aún entumecida, empezaba a funcionar con normalidad. Mientras pensaba en cómo salir de allí para poder contarle al mundo la traición de aquella mujer que se hacía llamar madre, instintivamente llevó su mano al bolsillo del vaquero y sacó un pañuelo, el único recuerdo que tenía de su padre. Olía a su colonia, olía a él. Como había hecho en varias ocasiones durante el último mes, Alexandra se anudó el pañuelo sobre los ojos. Había descubierto que sin la vista le resultaba mucho más fácil huir de la realidad y volver al pasado, a los momentos de felicidad.
La niña apenas tenía recuerdos de su madre, que los había dejado cuando ella era casi un bebé, pero los de su padre eran tan intensos que hasta podía oler la brisa, que acariciaba su cara, despeinaba su pelo escarlata y le traía la dulce fragancia de los galanes de noche.
Alexandra se incorporó muy despacio, porque sentía que sus miembros todavía no respondían como debían a sus órdenes, extendió las manos delante de ella para no tropezar con el mobiliario de la habitación y se arrodilló en el suelo de madera. Debía ser muy cuidadosa. En el silencio de la noche el más mínimo ruido podría hacer que la oyesen. En un rato el celador la despertaría sin contemplaciones para darle sus pastillas, que la llevarían de nuevo a un estado de letargo hasta la mañana siguiente, así que se dispuso a disfrutar de aquel momento que era sólo suyo y que nadie podía robarle. Gracias a haberse privado del sentido de la vista todo era tan real que a sus oídos llegaba el sonido de la brisa soplando entre los arces. Incluso creyó distinguir el cristalino transcurrir de las aguas del arroyo, donde solía jugar con su padre a que la corriente se llevase pequeños barcos de cáscara de nuez. La niña ahuecó las manos, se las llevó a los labios y bebió agua que refrescó su garganta seca y se llevó el sabor de las medicinas. Después se inclinó y tocó el suelo delante de ella, y no se sorprendió cuando sus manos acariciaron una hierba que no podía estar allí. Alexandra levantó la cara al cielo oscuro de la noche que su imaginación había creado para huir de la realidad.
—Muy bien, Alex, sigue así. Si te esfuerzas —escuchó la voz de su padre en la distancia—, podrás conseguir cualquier cosa que desees.
—Si me esfuerzo, seré capaz de ver en la noche más oscura —continuó ella en voz baja, mientras acariciaba la hierba a su alrededor y ésta, obedeciendo sus órdenes, se mecía formando extrañas ondas que dibujaban un laberinto en forma de espiral sin fin.
Y entonces fue cuando empezaron a brillar. Primero lo hizo una, con timidez, sólo una mota de luz en una oscuridad perfecta. A la primera se le sumó otra, y otra más, hasta que el brillo de las estrellas hizo que la pequeña sonriese, como cada noche.
—Si me esfuerzo, si me esfuerzo de verdad… Yo sólo quiero estar contigo, papá.
Entonces una silueta con forma humana que sólo ella podía ver comenzó a tomar forma mientras se aproximaba. Alexandra no sentía miedo, sólo felicidad. La silueta extendió una mano hacia la niña.
***
Mario encontraba su trabajo muy aburrido, pero no estaban las cosas como para andar despreciando los trabajos. Además era muy sencillo. Llegaba cada noche al loquero, estudiaba la hoja del parte y administraba las pastillas a cada enfermo. A cada uno lo suyo, sin errores ni olvidos. Por la mañana entregaba las llaves y ya estaba, hasta la noche siguiente. En los cuatro años que llevaba trabajando de celador jamás había sucedido una crisis, como las denominaba el estirado doctor Pynn. Allí todo el mundo dormía a pierna suelta. A Mario no le extrañaba, porque todas las noches robaba algunas de las pastillas azules de la vieja señora Sullivan y se las llevaba a su casa para poder descansar hasta la siguiente guardia, y por los clavos de la cruz de nuestro Señor que eran mejores que la mierda que le vendía Billy Ray a dos pavos la pastilla. Pero aquella noche, cuando introducía la llave en la puerta de la habitación de la niña para darle su medicación, escuchó algo que no dejaría de repetir una y otra vez a los incrédulos doctores. Algo que no tenía sentido alguno. Como tampoco lo tenía lo que vio a continuación, cuando pulsó el interruptor de la luz.
***
Cuando Vera accionó el contacto de su Lamborghini, la oscuridad le estaba ganando la partida a la luz del día. Estaba satisfecha. Podría haber dejado todo el asunto de la niña en manos de sus abogados, pero había cosas que era mejor hacer en persona, como lo de ayudar a Henry a encontrar la paz eterna, y cuanta menos gente supiese de ese tipo de negocios, pues mejor. Las luces perforaron la noche hasta encontrarse con la muralla de árboles del bosque que rodeaba Serenity, el simpático nombre que aquellos petulantes le habían puesto a la institución de salud mental. La mujer dedicó un instante a recrearse con su reflejo en el espejo y sonrió. ¡Qué previsibles y fácilmente manejables eran los hombres si se contaba con las herramientas adecuadas! Genética y dinero, y ella disponía de ambas cosas a raudales. Cualquier puerta que no pudiese abrir con sus pechos las derribaría con un jugoso cheque.
Vera introdujo en el GPS la posición de su hotel y se relajó escuchando las notas de Panic Open String. Después, como firma de despedida, aceleró el coche para que dejase una profunda marca en la gravilla del camino y se adentró en la profundidad del bosque. Era un camino tortuoso, pero conduciendo con cuidado en una hora saldría al asfalto de la carretera general, y en media hora más estaría dándose un baño de sales en el hotel. Luego pediría una ensalada y un mojito de Jaggermaister y, antes de darse cuenta, sería de día otra vez y estaría de camino a casa, con tiempo suficiente para prepararse para el cóctel de la embajada. Y asunto cerrado. Nadie, ni siquiera ella, podría tener a la niña encerrada para siempre, pero ahora disponía de tiempo más que suficiente para arreglar todos los temas de la herencia, y encargarse de esconder la fortuna de la familia de tal forma que aquella mocosa nunca pudiese encontrar un dólar.
Algo llamó su atención en el borde de la carretera. Era extraño, pero juraría haber pasado por delante de aquel árbol caído antes. No sin cierto fastidio, pues eso retrasaba el momento del baño de sales, Vera disminuyó la velocidad y fijó su vista en el GPS, que permanecía en silencio. La posición del coche era una flecha en un mar verde, y la carretera, si es que a aquello se le podía llamar carretera, era una senda estrecha que se curvaba ligeramente a la derecha. Vera detuvo el coche. No recordaba muy bien el trayecto que la había llevado hasta el sanatorio, pero estaba segura de que no había cruces de caminos en los que poder perderse. Además, el GPS no le había dicho que estuviese equivocada en ningún momento. Quizás la noche lo cambiase todo tanto como para que resultase tan extraño. Amplió la imagen de la zona en la pantalla del GPS y se quedó helada al descubrir que la carretera se cerraba sobre sí misma en una espiral que terminaba en el medio del bosque, justo en ninguna parte. Eso era ridículo, pensó. Absolutamente imposible. Ante las luces del coche una sombra cruzó rauda y la asustó. Vera tomó su teléfono Prada del bolso de mano y, al hacerlo, vertió su contenido sobre el asiento del acompañante. Estaba nerviosa y asustada. No estaba acostumbrada a verse envuelta en situaciones que no pudiese controlar. Todo esto no podía pasar en el siglo veintiuno, con tantos satélites y tanta tecnología, pero sobre todo no podía pasarle a ella. Sus ojos buscaron con desesperación el nivel de señal en la pantalla del teléfono.
—Gracias a Dios —se oyó a sí misma susurrar— hay señal.
Se prometió a sí misma no arriesgarse nunca más allá de la luces de la civilización y marcó el número de emergencias. Un pitido un tanto extraño sonó un par de veces y luego escuchó una voz serena y muy parecida a la de su difunto Henry.
—Lo siento, señora Ratcliffe, pero me temo que usted no tiene cobertura aquí, en el laberinto.
Y después el teléfono se apagó.
Vera se quedó mirando el pequeño aparato muerto, incapaz de creer lo que estaba sucediendo. El pánico se apoderó de ella, y pensó que lo mejor sería salir de allí por el mismo sitio por el que había venido. A la mierda el baño de sales, a la mierda el mojito. Volvería al hospital y pediría una cama para pasar la noche. Como si tenía que follarse al melindroso doctor Nosequépynn para conseguirlo. En su vida se había visto obligada a hacer cosas peores para llegar hasta su posición.
Vera arrancó de nuevo el poderoso motor de su coche e intentó desplazarlo hacia atrás para girar, pero chocó con un grueso tronco de árbol sin apenas haberse movido. El árbol había aparecido en el camino mientras hacía la llamada. Sus ojos se movieron hasta el GPS y descubrió que la carretera continuaba siendo un laberinto, sólo que ahora su posición aparecía marcada el centro de la espiral. Entonces fue cuando los faros del coche se apagaron. La aterrorizada cara de Vera, iluminada por las luces rojas del cuadro de mando, mostró unos ojos desorbitados cuando leyeron el mensaje intermitente que destellaba en la pantalla del GPS.
«Abandone toda esperanza de regresar al hotel, señora Ratcliffe. No saldrá jamás del laberinto».
Una explosión sorda la sobresaltó y sacudió el coche, inclinándolo bruscamente en la dirección del sonido. A la primera la siguieron otras tres, hasta que el coche se quedó de nuevo nivelado. Algo había reventado las ruedas. La oscuridad se movía afuera. A la débil luz del interior del coche le pareció ver zarcillos arrastrándose por encima del capó, chirriando al arañarlo con espinas duras como el acero, mientras abrazaban con fuerza la carrocería y la comprimían. El esqueleto del coche se quejaba por el esfuerzo que estaba soportando. La estructura no aguantaría la presión.
Vera decidió entonces arriesgarse a salir. Cualquier cosa sería mejor que morir aplastada. Abrió la guantera, tomó el pequeño revólver y comprobó que estuviese cargado. Se sorprendió de la facilidad con la que pudo abrir la puerta y salir al exterior. Los tacones de los zapatos se hundieron en la espesura, así que se los quitó y los arrojó lejos. Apenas se veía y una cacofonía de ruidos amenazantes la rodearon de inmediato. A ciegas, Vera giraba sobre sí misma mientras apuntaba con el revólver a la oscuridad, y entonces fue cuando vio la senda iluminada por una luz espectral, como producida por luciérnagas. La nube luminosa comenzó a alejarse entre la espesura y Vera decidió correr para seguirla. Por nada del mundo se quedaría sola, envuelta por aquella oscuridad viva. Vera incrementó el ritmo de carrera, porque sentía que el bosque se cerraba a su paso y la empujaba a seguir adelante. Sus largas piernas se despellejaban en cada zancada, y en un par de ocasiones tropezó y cayó entre la maleza, pero no se detuvo. Aquello se había convertido en una lucha por la supervivencia y ella estaba en buena forma. Incluso llegó a sonreír cuando pensó que lo primero que haría al día siguiente sería contratar a alguien para que incinerase cada puto árbol y ardilla de aquel bosque. No sabían con quién estaban jugando. La venganza se servía fría, y ella se la comería con un buen Chianti.
Después de lo que le pareció una eternidad, y cuando sus piernas estaban a punto de rendirse por el esfuerzo, la luz se detuvo en un claro del bosque. Vera estaba exhausta. Una vez que sus pulmones recibieron todo el aire que necesitaban, se dio cuenta de que la extraña luminosidad descubría formas que no encajaban en la escena. Vera se acercó más a la luz y comprobó aturdida que se trataba de los restos aplastados de su coche. El bosque se había movido. No dejarían que saliese jamás de aquel laberinto. En su desesperación giró la cabeza a su alrededor tratando de buscar una salida, pero lo único que sus ojos asustados vieron fueron dos siluetas que se acercaban hacia ella despacio y sin hacer ruido. El silencio en ese momento era espeso, irreal, como si el bosque entero aguardase algo importante.
–Hola, Vera.
Las voces de Henry y Alexandra salieron de todas partes y de ninguna. Los árboles, el viento, la tierra, los animales escondidos en la espesura, todos ellos habían pronunciado su nombre.
Eso fue más de lo que el cerebro de Vera pudo soportar y acabó por empujarla más allá del límite de la cordura. Un estampido seco siguió a un breve destello de luz. El eco del disparo se quedó para siempre enterrado entre los árboles. Después, el bosque comenzó a recuperar la calma mientras cerraba para siempre el laberinto.
***
En el cuarto se respiraba ese tipo de olor acre que producía el miedo. Mario, sin embargo, estaba muy tranquilo. Esta vez no serían capaces de endosarle el marrón. Había visto muchas películas y sabía que los hombres estaban detrás del cristal, observándolo. Esperando a que se derrumbase. Los inspectores lo habían interrogado día y noche, y no habían sido muy amables. Nadie se creía que no tuviese que ver con la desaparición de la niña, sobre todo después de descubrir lo de sus problemas económicos con las apuestas deportivas. Pero esta vez tan sólo se trataba de un caso de mala suerte. El lugar y el momento equivocados, algo que estaba empezando a convertirse en una desgraciada constante en su vida. No ayudó mucho que don Oportuno Pynn hubiese elegido precisamente aquella noche para morirse de una forma un tanto extraña, porque no se podía definir de otra manera el que hubiese aparecido sentado en su despacho, con los pulmones encharcados y la ropa totalmente seca, o que hubiesen encontrado un cheque de dos millones de machacantes en su caja fuerte. Tampoco le hizo ningún bien el que no apareciese por ningún lado la zorra de la madre de la niña.
En principio sólo le acusaban de secuestro, aunque alguno de los inspectores había insinuado cosas de mayor calado, pero, aunque quisiera, no podía responder a preguntas como «Dóndelatienesescondidachicanodemierda» y otras lindezas por el estilo porque, por increíble que pareciese, les había dicho lo único que sabía. Aquella noche, al abrir la puerta de la habitación, tan sólo oyó a la niña decir «Hola, papá», y luego a una voz masculina que le respondía «Ven, Alex. Es hora de que nos vayamos».
Y nada más.
Bueno, nada no, porque cuando encendió las luces de la habitación, allí estaban aquellas malditas hojas de arce y el extraño olor a flores, como si alguien se hubiese fumado el mayor peta del mundo, pero ni rastro de la niña.
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