Evocando a Caín (6)
- publicado el 05/03/2022
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Evocando a Caín (2)
PRIMERA PARTE
LA FORJA DE UN CUATRERO
CAPÍTULO 1
Henry McCarthy
Había nacido en un rancho próximo a Buffalo Gap, en el condado de Taylor, Texas, según le había dicho su tía. Él no lo recordaba; de hecho, hasta que no se lo contó, siempre creyó que Catherine era su madre.
Sus padres eran de Kentucky y habían emigrado a Texas buscando un lugar mejor. En aquel tiempo Buffalo Gap era poco más que un asentamiento de tres o cuatro familias, acudidero de los viajeros que atravesaban el territorio y se detenían allí para refrescarse en el rico manantial que poseía.
Catherine nunca entendió cómo su hermana se había unido a aquel hombre violento e infame, no teniendo ningún reparo de definirlo así ante su sobrino; si tenía derecho a conocer la verdad, que la supiera entera.
James Henry Roberts era temperamental, cruel, se dejaba llevar por una violencia innata, y no dudó en abandonar a su familia al estallar la guerra civil, para terminar formando parte de la banda de Quantrill, una pandilla de facinerosos, que se hacían pasar por soldados, pero que utilizaban la guerra como excusa para saquear y robar a sangre y fuego a supuestos simpatizantes de la Unión ¡Y cómo sería, que hasta sus propios compañeros lo apodaban Wild James por lo sádico!
Su madre, en cambio, era otra cosa – el tono de Catherine dejaba de destilar veneno para tornarse dulzura y nostalgia -. Mary Adeline Dunn había sido grácil, delgada, de una belleza etérea, que nunca se había repuesto del todo del parto del pequeño Billy ni de las palizas del marido.
Con un hijo recién nacido y sintiéndose débil fueron los vecinos quienes cuidaron de ella y escribieron a Catherine informándole de la gravedad de su estado. En aquel entonces estaba casada con Michael McCarthy y esperaba a su primer hijo, pero no dudó en reunirse con su hermana. Por otra parte, también su marido estaba en el frente y se sentía sola.
Hijas de una india cheroki, pero de distinto padre, Catherine se parecía poco a su hermana pequeña, con un rostro ovalado; nariz larga, ligeramente aquilina y el cabello con raya en medio recogido en un moño a la altura de la nuca.
Nunca esperó que Mary hubiera fallecido cuando llegó a Buffalo Gap. De nada sirvieron las explicaciones de los vecinos. Adeline estaba muerta por culpa del marido, ¡bien lo sabía ella! Él la había golpeado, él la había abandonado, él la había dejado morir. Por su hermana no había podido hacer nada, pero aquel miserable no le pondría la mano encima a su sobrino.
A los pocos días abandonó la población llevándose al niño a Territorio Indio con la clara intención de borrar sus huellas en caso de que Wild James intentara seguirles.
Al haber contraído matrimonio al poco de estallar la guerra tenía la ventaja de que el cuñado ignoraba su nombre de casada, así que no tuvo ningún reparo llamar a su sobrino con el apellido de su esposo haciéndole pasar como hijo propio. De esta forma William Henry Roberts se convirtió en William Henry McCarthy.
Para más seguridad, aprovechando descaradamente el fallecimiento de su consorte en la guerra, falsificó también la edad, haciéndolo dos años más viejo de lo que era realmente y dado que desconocía la fecha se inventó un 31 de diciembre, a última hora por más señas.
Billy, a quien llamó Henry tan pronto se fueron de Buffalo Gap, para ocultar mejor su rastro, creció creyendo que McCarthy era su verdadero nombre, Catherine su madre y el pequeño Joseph (Josie lo llamaban familiarmente) su hermano.
Sin embargo, a pesar de lograr hacer creer a todos que Henry era su hijo mayor, nacido en 1859, en lugar de 1861, Catherine no se sentía tranquila. Desconfiada, se detenían poco tiempo en las diversas localidades en que se asentaban, emigrando siempre antes de consolidar amistades.
Imposibilitados de ir al colegio con tanta peregrinación, ella misma se convirtió en la maestra de ambos infantes, enseñándoles las primeras letras, a cantar y bailar, demostrando Henry que lo último le encantaba al convertirse en un consumado bailarín.
Uno puede pensar que, al estar incesantemente de un lado para otro en un éxodo interminable, el temperamento de Henry pudo haberse resentido o al menos que fuera apartadizo. Al parecer no fue así. Su carácter era alegre, bromista. Testimonios de quienes lo conocieron en su infancia señalan que no era más problemático que cualquier niño de su edad, incluso sus travesuras eran escasas. Cuando se dirigía a una mujer, fuera mayor o joven, siempre lo vieron descubrirse la cabeza hablado educadamente. Nunca abusó de niños más pequeños o débiles que él sino que los defendía de los matones siendo él igualmente bajo de talla y peso cuando se comparaba con otros niños de su supuesta edad.
Era aplicado y rápido en el aprendizaje de todo aquello que le atraía con personal interés. Despierto, inteligente, preciso, pulcro y ordenado era al mismo tiempo optimista e intrépido y se podía vislumbrar ya que jamás alteraría el rumbo de sus acciones aunque le condenara el mundo entero. Fuerte, a pesar de su delgadez, y seguro de sí mismo, detestaba la hipocresía.
En 1868 estaban en Indiana, aquí Catherine conoció a un aventurero llamado William Antrim, quien, sin ser nada del otro mundo con su cráneo pequeño, frágil, calvicie casi completa excepto por unos cabellos ralos semitransparentes (sólo poseía de espeso el bigote en herradura) la sedujo de tal manera que la arrastró allí donde iba. Jugador, borracho y vividor, Henry pronto lo aborreció y si bien aprendió a jugar a las cartas con él, al alcohol le cogió tal asco que apenas llegó a probarlo alguna vez.
Al año de haberse conocido, mientras la nación celebraba el término del primer ferrocarril transcontinental, la pareja se trasladó a Kansas donde Catherine enfermó de tuberculosis, lo cual les obligó, por consejo médico, buscar un clima más benigno en Colorado, aunque un año más tarde estaban en Santa Fe, Nuevo México, ciudad en la que finalmente se casaban tras tres años de vivir amancebados. Fueron testigos del acto ambos niños que adquirían así el apellido Antrim.
Fue en la víspera de la boda cuando Catherine se sintió en la obligación de decirle la verdad a Henry y cómo éste descubrió que toda su vida era una mentira. A medida que escuchaba su expresión fue pasando del desconcierto a la incredulidad, a la rabia contenida y al dolor.
-¿Por qué? –musitó -, ¿por qué me apartaste de mi padre?
-Te lo he dicho, cariño, es un mal hombre, y muerta Adeline yo tenía que regresar con mi marido, que en paz descanse. No podía abandonarte.
La respuesta no le convenció.
-¿Se lo has dicho a él? –no pudo evitar un tono de rencor. Quería a su mad… a su tía, pero todo lo que le había dicho… no lo asimilaba, no aceptaba que su vida fuera una quimera, que su padre fuera un granuja, que…
-No, William no lo sabe.
Aquello le reconfortó; no le gustaba su futuro padrastro. No entendía a su tía; despotricaba constantemente de su padre y se casaba con uno que era a todas luces igual.
CAPÍTULO 2
De la sartén al fuego
Tras la boda se establecieron en Silver City, ciudad de nuevo cuño, también en Nuevo México, a más de 300 millas de donde se casaron. Aquí es donde terminaron asentándose. La familia dio buena impresión a los vecinos. Catherine trabajaba de lavandera, ofreciendo cama y comida a nuevos inmigrantes y vendía pasteles recién horneados. Antrim se dedicaba, entre trago y trago, a la prospección de mineral y a los juegos de azar soñando con hacerse rico, pero como esto no ocurría no le quedaba más remedio que trabajar ocasionalmente en la carpintería o en la carnicería.
Silver City había sido fundada solo cuatro años antes y a pesar de la constante presencia y amenaza de los apaches floreció con rapidez; al año de fundarse ya se habían erigido un centenar de viviendas. Para la época en que la familia se instaló la población se había convertido en un hervidero de etnias humanas atraídas por sus minas de plata y plomo. Abundaban los anglosajones, tenía cierto número de chinos y muchos mexicanos. Con estos últimos Henry hizo muy buenas migas. Era un niño sociable, agradable en el trato y simpático; no tardó en tener buenos amigos entre los spicks, como los llamaban los gringos. Pronto chapurreaba el español de Nuevo México y antes de darse cuenta lo hablaba casi a la perfección. Aunque no todos sus amigos eran chicanos; su carácter abierto lo empujaba a llevarse bien con todos, encontrándose un poco a caballo entre las dos etnias. Rudyard Kipling lo habría definido como amigo de todo el mundo. De hecho Henry se encontraba más a gusto en la calle que en su casa, en donde sólo aparecía a las horas de comer y dormir, por los conflictos que el alcoholismo del padrastro comenzaba a originar.
Desde la boda, pero sobre todo desde que se afincaron en Silver City, la actitud de William Antrim había ido empeorando. Había pasado de estar en el monte con la prospección de mineral y en la taberna al regreso a pasarse horas y horas en la cantina olvidándose de prospectar. Allí bebía y jugaba invitando a todos para celebrar que había ganado y ahogándose en alcohol para lamentarse si perdía.
Llegaba a casa con un humor de mil demonios y si alguno se le enfrentaba era Henry; Joseph se escondía atemorizado y Catherine se sentía desbordada. William había dejado de ser el hombre risueño, expansivo y locuaz, del que se enamoró, para convertirse en un sujeto hosco, sombrío, taciturno, insultante y odioso.
Antrim no entendía a su mujer, ¿qué esperaba de él? Llevaba dinero a casa, la mantenía, mantenía a sus hijos, era un buen marido… ¿qué más quería? Empezó a creer que se había vuelto loca, estaba convencido, ante sus nervios alterados, sus tensiones y ansiedades.
No.
Catherine sólo se comportaba así con él, con sus hijos era distinta y con los vecinos y con cualquiera. No, no estaba loca, es que le odiaba, es que… ¿había otro? Quizá fuera eso. Su esposa se comportaba así porque había otro hombre. Sí, eso era; hasta se negaba a tener relaciones sexuales con él.
¡Estás loca!, esta frase había sido la típica en todas las discusiones antiguas, y en algún momento Catherine llegó a creérselo antes de que desapareciera ante los celos. ¿Quién es el otro?, era la frase actual. No había ninguno, simplemente no tenía ganas de acostarse con William después de discutir, de gritar, de disgustarse, de verse vejada, agobiada, anulada, amenazada, con su marido apestando a alcohol.
Entonces llegaron los golpes.
Si no quería decirlo por las buenas, él la haría confesar su adulterio por las malas.
Catherine terminó rindiéndose. Los malos tratos, las humillaciones, la impotencia acabaron eliminando su voluntad. Negaba a sus hijos que William bebiera en exceso cuando no se lo negaba a sí misma, después de todo era normal que un hombre se echara un par de tragos tras estar todo el día trabajando.
No conseguía engañar a sus hijos y menos a Henry que había terminando enfrentándose a William solo por defender a su tía. Su carácter risueño se transformaba y si no le pegaba una paliza a su padrastro era porque no resultaba rival para un adulto. Pronto aprendió cuándo abrir la boca y cuándo callarse, a no dejarse llevar por el impulso y conservar la sangre fría aguardando su momento, al tiempo que aborrecía más a Antrim. Comenzó a madurar la idea de irse de casa para buscar a su verdadero padre. Lo detenían su tía y Joseph; irse significaba dejarlos a merced de aquel hombre.
En aquel tiempo Silver City todavía no tenía escuela, con lo que la chiquillería se criaba en las calles jugando, vagabundeando y haciendo bribonadas, y aunque Henry no destacaba en nada tampoco era de los que se estuvieran quietos, lo que fue un motivo más para chocar con su padrastro, que se creyó en la obligación de meterlo en cintura a golpes si era necesario.
Fue la gota que derramó el vaso. Aquella madrugada se fue de casa tras dejar una nota a su tía informándole de su intención de reunirse con su padre.
-¿Se ha ido? Ya volverá –dijo William cuando Catherine le informó que el muchacho se había fugado -. Y no se te ocurra denunciar su desaparición. Cuando vea la realidad del mundo ya regresará con las orejas gachas; tiene demasiados pájaros en la cabeza ese hijo tuyo.
Catherine no respondió. No le dijo las intenciones de Henry ni que era en realidad su sobrino. Nunca se lo dijo. Existe una documentación de muchos años después en la que William Antrim decía que su esposa había tenido dos hijos, pero que el mayor había muerto joven a principios de los años ochenta.
En Buffalo Gap, tras algunas indagaciones preguntando por James Henry Roberts averiguó que hacía años que había abandonado la población.
Wild James había intentado localizarlos, pero al no hallar ninguna pista había desistido. No tardó en echarse otra novia y volver a casarse. A poco de nacerle el segundo hijo vendió el rancho y se fue.
-¿Por qué preguntas por él? –quiso saber el que le había dado la información.
-Soy su hijo.
-¿El pequeño Billy?
El otro lo estudió atentamente. Sí, pudiera ser, le recordaba vagamente a Adeline ahora que sabía quién era y se fijaba bien.
-Si no se ha vuelto a trasladar lo encontrarás en Carlton, a unas sesenta millas al sudeste de aquí.
El muchacho se lo agradeció con una sonrisa.
Encontró a su padre reparando una valla. Lo contempló dudando que fuera él. Frente a su estilizada figura aquel hombre era fornido, con tendencia a la obesidad, cabeza redonda, barba mal arreglada…
James se giró al sentirse observado. Tenía una mirada dura y en aquellos momentos cruel, que no se suavizó, aunque sí brilló extrañada, al percatarse que quien lo espiaba era un niño que no aparentaba más de diez años.
-¿Se puede saber qué miras?
-¿Es usted, James Henry Roberts?
-¿Por qué quieres saberlo?
-Porque soy su hijo, Billy.
El asombro de la revelación no fue mayor que su desengaño. No solía pensar mucho en su primer hijo, pero cuando lo hacía lo imaginaba a su imagen y semejanza. En cambio era poco desarrollado, delgado, con un rostro grácil y delicado; el de Adeline, cayó en cuenta. Físicamente aquel crío había salido a su madre, sólo el color del cabello era suyo.
Se acercó a aquel mocoso escuchimizado de voz suave, que sostenía su mirada sin miedo. Billy tuvo la sensación de que lo sometía a prueba, pero estaba demasiado acostumbrado a William Antrim como para retroceder guardando las distancias.
-Hijo de Adeline, sin duda –el tono era despectivo – pero, ¿cómo sé que eres mío?
El corazón de Billy palpitó con fuerza, el rostro se tensó, sus ojos relampaguearon, pero cuando habló lo hizo pausadamente, marcando bien las palabras.
-¿Y cómo sabe que su hijo actual es suyo realmente?
Wild enrojeció, sus dientes amarillos rechinaron, por un instante pareció que iba a golpearle.
Billy no desviaba los ojos clavados en los de él.
-Te creo –dijo finalmente James conteniéndose a duras penas con una sonrisa que no lo era -. Esa respuesta nunca la habría dado tu madre, yo sí.
Dejó caer pesadamente la mano en el hombro del chico, que sintió como un mazazo.
-Vamos a casa, tienes mucho que contarme.
A medida que pasaron los días James se fue convenciendo de su paternidad. Billy, a quien los vecinos, una vez lo conocieron, comenzaron a llamar Kid Roberts, solo tenía de Adeline el físico. El carácter era más parecido al suyo. Su simpatía sería la de su primera esposa, pero bajo aquella cordialidad Billy poseía una dureza no menor que la su padre, solo que más modulada, más controlada, una sangre fría impropia de sus años, sabiendo contenerse en las provocaciones. James, a su edad, había sido más colérico, incluso ahora explotaba con facilidad.
La madrastra era distinta. Elizabeth era similar a tía Catherine, ¿acaso a su madre? ¿Había buscado su padre una segunda mujer que le recordara a la primera? Billy no lo sabía, pero se llevaba mejor con ella y con su medio hermano que con su padre. Tampoco es que se llevara mal con Wild, pero tenía un temperamento tempestuoso, que surgía al menor contratiempo, pasando de la quietud a la violencia desenfrenada en una fracción de segundo. Esto, unido a su corpulencia hacía que la gente se pensara dos veces importunar a Wild James Roberts.
Sin embargo, en contra de las palabras de Catherine, Billy descubrió una familia feliz, más por Elizabeth, que sabía manejar el pésimo humor de su marido, que por él mismo. Su madrastra era una mujer inteligente, tierna, una lengua afilada que sujetaba la irascibilidad de Wild con una lisonja, una broma, un despunte irónico, cínico, cariñoso… parecía saber qué tono emplear en cada situación sólo por la expresión del rostro de James, e invariablemente Wild se calmaba y al poco había olvidado el motivo del enfado.
Billy se adaptó rápidamente a su nueva familia y no tardó en admirar a Elizabeth. No era una gran belleza, pero tampoco fea; aparentemente delicada era fuerte para el trabajo e igual elaboraba una deliciosa tarta como se remangaba y se ponía a cortar leña con más pericia que su esposo.
Estaban a pocas millas de la población acudiendo a ella los domingos (Elizabeth les hacía asistir a misa, Wild incluido) o si tenían que comprar algo, pero tampoco estaban aislados. Los vecinos se detenían a charlar un momento si pasaban por allí o recibían la visita de algún amigo. Fue así como Billy conoció a Jesse James.
Tenía Jesse en aquel tiempo entre 23 y 24 años, de complexión delgada, pero firme. Los ojos eran azules, duros y penetrantes con un peculiar parpadeo. El rostro afeitado y en uno de los dedos de la mano izquierda le faltaba la última falange. Agradable en el trato era también un buen conversador.
En 1862, a los 15 años, se había alistado en la guerrilla sudista de William L. Quantrill, en donde conoció y se hizo amigo de Wild James.
Cuando terminó la guerra se rindió, pero un año más tarde, en 1866, retomó las armas creando, junto con su hermano Frank y los también hermanos Younger, lo que hoy se conoce como la banda de James – Younger, a la que se unieron simpatizantes de la causa sudista, que no terminaban de reintegrarse a la paz.
La banda pronto se hizo popular y tuvo un amplio apoyo en el territorio. No era extraño que algún granjero acompañara al grupo para realizar alguna que otra fechoría y ganar así dinero con el que pagar a los recaudadores de impuestos, pues no escaseaban los buitres que querían hacer leña del árbol caído que era el Sur.
Aunque no hubo un cabecilla inicialmente Jesse se convirtió al poco en el líder natural, siendo muy querido en el condado donde residía al ayudar a los vecinos con dinero, ropa, o defendía a quienes eran asediados por los terratenientes. En correspondencia, su entorno vecinal procuraba desviar o despistar a los investigadores que se allegaban para buscar información o detenerlo. Fue este comportamiento lo que dio popularidad a la pandilla y convirtieron a Jesse James en una especie de Robin Hood del Far West.
A mediados del año anterior la vigilancia de los bancos se había endurecido, por lo que la cuadrilla decidió tomarse un descanso mientras rumiaba el camino a seguir, debatiendo si asaltaba diligencias, trenes o continuaba con los bancos. Como no se ponían de acuerdo Jesse decidió aprovechar este período sabático para despejar la mente cambiando de escenario y se acercó a pasar unos días en el rancho de su amigo Wild en Texas.
Escuchaba Billy con la boca abierta las hazañas de Jesse y su padre durante la guerra en las veladas y su imaginación visualizaba las batallas sin preocuparse en discernir qué era verdad o simple exageración. Todavía era lo suficientemente niño para ver la guerra como una aventura y prestaba especial atención a cómo se escabullían y cómo conservaban la sangre fría en las peores refriegas. En ocasiones les interrumpía preguntando sobre algo que le había llamado la atención o no terminaba de ver claro y, halagados en su vanidad, respondían dando toda clase de detalles mientras Billy absorbía sus explicaciones como si fuera una esponja.
La vida proscrita le interesaba menos, excepto cuando Jesse James hablaba de cómo ayudaba a sus parroquianos frente a la voracidad yanqui. Aquello estaba bien, se decía el mozalbete mientras los párpados se le cerraban de sueño; ayudar a los débiles ante los abusones era algo que él mismo había practicado.
-Wild dice que te está enseñando a disparar –le dijo Jesse una mañana.
Billy, que estaba cargando el winchester, se detuvo un momento. Asintió.
-Padre dice que es necesario, que en esta tierra el peligro acecha en cada arbusto.
-¿Puedes hacerme una demostración?
Le sorprendió ver que, siendo Billy diestro en algunas cosas, era zurdo con el rifle: apuntaba con la derecha y disparaba el gatillo con la izquierda. Le sorprendió, pero no le extrañó, conocía a uno que también era diestro, pero que era zurdo para tocar el banjo. Con las pistolas vio que Billy, en cambio, era ambidiestro, capaz de disparar con ambas manos con una puntería similar. No obstante, debido a su corta edad, el muchacho se defendía mejor manejando el rifle y ya siempre sería así.
-Veo que utilizas pistolas pequeñas.
-Las otras son muy grandes para mí.
-Cierto, ya crecerás. Un consejo: utiliza rifles y seis tiros del mismo calibre.
Billy asintió pensativo. Jesse sonrió con picardía.
-¿Sabes por qué te lo digo?
-Para llevar un solo tipo de munición.
La sonrisa de Jesse James se acentuó, el chico era avispado.
-Exacto. Utilizar calibres distintos implica tener que llevar el doble de munición y el doble de peso.
-¿Cuál me aconsejas?
-El más cómodo para ti, no hay regla fija.
Billy valoró el consejo antes de decir:
-Gracias, Jesse.
-No hay de qué. Tu padre es un buen maestro, te ha enseñado bien.
Eso no lo negaba Billy. Tendría el carácter de Satanás, pero como profesor era realmente competente; no sólo le enseñaba a disparar, también a cabalgar, a domar potros y todo lo que conllevaba el trabajo en un rancho, algo que, por la vida errante y el tiempo que estuvo en Silver City, ignoraba y que, gracias a su padre, había descubierto que le encantaba.
De mayor quiero ser vaquero, se dijo la primera vez que acompañó a Wild James con el ganado por el viejo sendero de Chisholm al ver miles de reses en un momento en que confluyeron tres ganaderos. Contemplaba con la boca abierta aquel mar de cornamentas perdiéndose en el horizonte, algunas brillaban al sol, otras oscilaban como pequeños oleajes, mientras el polvo que levantaban las vacas era una patina que cubría el cielo.
La ruta de Chisholm, que su padre pronunciaba Chidam, era el camino que seguían los rancheros para conducir el ganado de Texas a Kansas. Nacía en San Antonio, seguía por el Río Rojo, en la frontera entre Texas y el Territorio Indio, que más tarde se llamaría Oklahoma, para terminar en el ferrocarril de Abilene, Kansas, en donde vendían las reses.
El camino era peligroso, duraba hasta dos meses, en un terreno hostil rico en dificultades. Tenían que cruzar grandes ríos como el Arkansas y el propio Río Rojo, e innumerables arroyos más pequeños, cañones, yermos, cordilleras… A esto había que añadir el mal tiempo y los forajidos; raro era el rebaño que no fuera atacado o el viaje en que se saliera ileso, habiendo de defenderlo a tiros. De ahí el interés de Wild de que su hijo aprendiera a disparar; era esencial para sobrevivir en el brutal Oeste. Los indios eran el menor de los problemas; las tribus locales se conformaban con cobrar 10 centavos por cabeza como peaje para cruzar sus tierras.
En los dos años que transcurrieron desde que Billy llegó a casa de su padre se endureció. Seguía siendo tan amante de la diversión, alborotapueblos, gentil y servicial como siempre, pero tan despiadado como Wild si la ocasión lo requería, disparando fríamente en las ocasiones en que atacaban el ganado, conservando la calma y la cabeza despejada en aquellos tiroteos como si hubiera sido un soldado más de la pandilla de Quantrill. En esto tuvo también un buen maestro en su padre, pues en la primera escaramuza en que se vio envuelto, disparó poco y observó mucho. A cubierto, superado el miedo inicial vio in situ lo que había oído a Jesse y Wild en sus batallitas, tomando buena nota de la forma de actuar de su padre antes de empezar a defenderse él mismo. Ahora, dos años después, se podía decir que era un pequeño veterano en aquellas contiendas.
Como jinete también había evolucionado, no tardó en atreverse a desbravar caballos de dos años, agarrándose como una lapa para no ser arrojado mientras el caballo daba coces y corcoveaba bajo la atenta mirada de su padre, quien estaba convencido de que el chico no tardaría a aprender a domar bravos si no se rompía el cuello antes.
Actualmente Billy se atrevía con cualquier potro y eso generó un grave problema.
A Billy le ocurrió lo mismo que les sucede a muchos hijos que trabajan en una empresa familiar: no tenía sueldo. A medida que crecía empezó a anhelar tener algún dinero que gastar, pero su padre consideraba que con cama y comida ya estaba bien pagado. Así que el muchacho decidió cobrarse en especies.
Ocurrió un domingo en que domó catorce caballos seguidos decidiendo quedarse para sí un hermoso bruto negro de cuatro años. Pero aquella noche James le dijo que el corcel ya tenía dueño, pues se lo había vendido al médico del pueblo.
-Y deja los otros trece en paz –advirtió al concluir.
Billy apretó los labios hasta convertirlos en una delgada línea.
-He domado catorce caballos hoy y he perdido la cuenta de los que he arrendado en estos dos años, ¿no tengo derecho a tener uno propio?
-No. El dueño soy yo. Puedes montar el que te apetezca, porque trabajas para mí, pero el amo soy yo.
El rostro de Billy se tensó.
-Usted es el dueño, es cierto –la voz le salió inusualmente ronca, brusca, lo suficiente para que James empezara a perder el poco control que solía tener -. ¡Quédese con sus caballos! Yo me iré a otro rancho, al menos me pagarán por mi trabajo.
No era Wild James hombre que tolerara insolencias y menos de su hijo.
-No irás a ningún sitio, no te he enseñado para seas un cowboy errante si no para emplearte en mi rancho. Tu hermano es muy niño aún para…
-¡Usted lo ha dicho! –interrumpió -. Su rancho, no el mío. Me tiene de sol a sol como un esclavo…
-¡Basta! –Wild había perdido ya toda paciencia -. ¡Harás lo que yo te diga! ¡Eres menor de edad! ¡Atrévete a abandonar este rancho y lanzaré a los rangers a por ti!
Tampoco era Billy quien se acobardara antes las amenazas. No pronunció palabra, pero la mirada que lanzó a su padre fue de por sí expresiva.
Abandonó la casa de un portazo con claras intenciones de ensillar un caballo y largarse cuando, a mitad de camino, un tremendo latigazo en la espalda lo derribó.
Desde el suelo, con ojos llorosos de dolor, vio a su padre con el arreador de pellejo de mula, que empleaba con las reses, abatiéndolo nuevamente contra él; no tuvo tiempo a esquivarlo. Todavía intentó Billy luchar para arrebatarle la zurriaga, pero los latigazos expertos de James terminaron por someterle y durante unos interminables minutos Wild fue azotando con el flagelo a su hijo mayor, incluso después que Billy hubiera dejado de defenderse y perdido el conocimiento.
El muchacho tardó algo más de un mes en recuperarse y durante los primeros días la alta fiebre hizo temer lo peor a Elizabeth, pero Billy tenía más fortaleza interna de lo que hacía aparentar su arguellada figura y los desvelos de su madrastra acabaron recompensados. Lentamente el chico fue mejorando.
Si alguna vez, en aquellos dos años, había llegado a tener afecto a su padre, desapareció reconociendo a las malas que su tía había tenido razón siempre. Había huido de Silver City para encontrar a su padre y ahora, dos años después de conocerlo, lo había encontrado realmente.
CAPÍTULO 3
Belle Reed
En la madrugada del 2 de mayo de 1874, apenas repuesto de la paliza paterna, Billy huyó del rancho sin tener muy claro el camino a seguir. De aquel país lo único que conocía era la ruta Chisholm y fue la que eligió con intención de adentrarse en Territorio Indio. Después de todo, pensó, si su tía había tenido éxito allí para borrar sus huellas también podía tenerlo él.
Wild le había amenazado con lanzarle a los rangers si se fugaba de casa para obligarle a regresar y no dudaba de que lo haría, incluso podía acusarle de haberle robado un caballo del rancho, lo cual era cierto. Así que el muchacho no estaba tranquilo. Tenía la sensación de que todos con los que se encontraba conocían el potro y que no tardarían en informar a su padre. Debía desembarazarse del animal tan pronto pudiera y quizá no estuviera de más utilizar también un nombre falso.
Hacia el mediodía se cruzó con un rebaño. Saludó a los vaqueros mientras dejaba que se alejaran. Como en toda trashumancia llevaban un par de carromatos con las provisiones. Con un brillo de pillín en los ojos siguió un rato una dirección distinta antes de dar media vuelta y seguir sus huellas a distancia. Al anochecer, cuando todos dormían, dejó suelta la montura y entró furtivamente en el campamento. Con precaución para no despertar a nadie, refugiándose en las sombras, se introdujo en una de las carretas y se escondió.
Repasó las provisiones que había cogido de casa junto con un cuchillo, la única arma que llevaba. Tendría que alargar los víveres lo más posible, acaso quedarse algún día sin comer, lo que fuera con tal de no robar comida; sin duda el cocinero se daría cuenta e investigaría buscando al ladrón, no tenía malditas las ganas de que lo descubrieran.
Permaneció dentro del carro mientras atravesaban las poblaciones. Mentalmente las iba repasando, calculando la distancia hasta el rancho de su padre. Cuando estimó que estaba suficientemente lejos aprovechó para abandonar la galera. Iba en aquel momento la última y no se veía ningún cowboy por las inmediaciones. Pero primero se cambió de ropas. Había descubierto algunas prendas abalumbadas en el carro y tuvo la idea, para dificultar más su identificación por los rangers, de disfrazarse. Eran de adulto y le venían grandes, pero el cuchillo demostró que igual servía para cortar carne que ropa y pronto los pantalones terminaban en sus tobillos con dedo y medio de desnivel en las perneras. Hasta las botas cambió por albarcas.
Descendió, cayó al suelo y se levantó murmurando un improperio. No espolvoreó la ropa tras el revolcón, pensando que ambos hacían juego. Miró hacia atrás. En la lejanía se veía la última ciudad que habían atravesado, Briartown si no estaba equivocado. Un poco más adelante había una bifurcación hacia el norte. Se encaminó cara allí.
Llevaría entre una hora u hora y media andando cuando oyó el trote de una alfana. Se pasó la lengua por los labios resecos preguntándose si sería un ranger; se hizo a un lado del camino esperando que pasara de largo, pero el hombre se detuvo a su lado. Tan alto como ancho, de facciones renegridas, nariz chata, boca grande, carnosa; barba cana y pelambrera aborrascada asomando por la camisa abierta, contempló al chamaco con curiosidad. Ante él tenía un chicuelo que no debía pasar de los doce años, rostro enjuto con una palidez insana bajo el polvo de sus facciones. Blusa apolillada, bisunta, tirando a negra, sudada bajo aquel sol primaveral, enorme, que llevaba arremangada y ceñida a la cintura con un nudo; sombrero corto de copa y ancho de falda al estilo mexicano; pantalones avejentados con más rotos que descosidos, sujetos con una cuerda, y albarcas desconchadas tan traídas como llevadas. Al cinto un cuchillo que llaman de cabritero.
-¿Adónde vas, hijo?
Lo preguntó en español, acaso porque lo confundió con un mexicano. Billy evaluó rápidamente la situación antes de responder, llegando a la conclusión de que sacaría más partido diciendo la verdad.
–Sorry? –preguntó en inglés considerando prudente que el otro no supiera que sabía el idioma.
El hombrón repitió la pregunta.
-Me he escapado de casa.
-Ya, ¿y consideras eso inteligente?
-En mi caso, sí.
Se levantó la ropa y le mostró la espalda. Aún tenía heridas sin terminar de curar.
-Entiendo –musitó el desconocido recorriendo con los ojos los vergazos -. No puedes ir a pie por esta tierra, es muy peligroso. Sube a mi caballo, tengo el rancho cerca, puedes pasar la noche allí.
Sentado detrás del hombre, que dijo llamarse Basil Stone, Billy fue respondiendo a sus preguntas cada vez más desmoralizado. ¿Quién era? ¿Dónde estaba el rancho de su padre?… A todo contestó con la verdad, un tanto exageradilla. Había recurrido a ella para justificar su fuga, pero también quería dar lástima para que Basil no avisara a las autoridades.
Stone se calló al entrar en el rancho. Una de las cosas que le había sorprendido de aquel muchacho es que había comentado tener cierta experiencia como vaquero, parecía demasiado crío para tales menesteres. Bueno, antes se cogía a un mentiroso que a un cojo.
-Ve a ese corral, ensilla un caballo y tráemelo.
Billy saltó de la montura y cumplió la orden bajo la atenta mirada de Basil, que asintió con la cabeza. El arrapiezo había dicho la verdad, al menos en lo básico. A ver en lo demás.
-Acompáñame –dijo cuando Billy estuvo a su altura.
Cabalgaron hasta la pradera y condujeron cuatro vacas lecheras hasta el rancho. Basil dejó que fuera Billy quien las guiara sin cesar de estudiarlo mientras las arredilaba.
-Guarda los caballos –dijo satisfecho -. Hablaremos mañana.
El zagal obedeció temiéndose lo peor y si bien cenó, porque su edad no perdonaba la comida, apenas durmió. La aventura no podía haber resultado más corta. Aquel hombre parecía que respetaba la Ley, con lo cual sin duda lo llevaría hasta el sheriff y éste a su padre. Tenía que huir, pero el trajín que oía indicaba que Basil aún no se había acostado, como si lo vigilara.
Finalmente el cansancio pudo más y Billy terminó durmiéndose, poco, tarde y mal. Despertó muy temprano. Ahora oía voces. ¿Es que aquel hombre no dormía nunca?
Se levantó de mal humor.
Bajando las escaleras encontró a Basil hablando animadamente con una mujer. Atractiva sin ser hermosa, de estatura media, recia. Vestía de amazona con coquetería y su voz tenía un timbre que podía pasar de la dulzura a la dureza en un pestañeo, pero lo que más le aturdió fue su aroma a azahar. Se detuvo en seco, respirando entrecortadamente consciente de aquella fragancia que parecía hechizarle.
-¡Ah, Billy! ¿Ya despierto? Te presento a Belle Reed.
El muchacho entreabrió la boca, asombrado dejando ver los incisivos.
–Hi, Bunny –saludó Belle -. Veo que has oído hablar de mí.
-¿Conejito? –musitó molesto por la alusión a sus palas.
-Es que lo pareces, tan tierno y jovencito. Pero veo que no te gusta.
-Pues no, señora –intentando ser educado pese a su enfado por el mote.
-Tendremos que pensar en otro apodo. Ninguno de mis hombres utiliza el nombre real. Quizá Bonny, ya que pareces muy agradable; o Bonnie, que es más familiar.
-¿Sus hombres? –interrumpió mirando al ranchero intrigado.
-Verás, no puedes volver a casa de tu padre y tampoco es solución que te quedes aquí, es seguro que los rangers darán batidas por los ranchos por si hubieras pensado refugiarte en alguno. Belle está dispuesta a recogerte.
-El tiempo que tú quieras –puntualizó la mujer -. No voy a obligarte.
Myra Maybelle Shirley tenía en aquel tiempo 26 años y ya era una famosa forajida. Viuda desde hacía unas semanas al morir su marido Jim Reed, tras ser acorralado después de un atraco, había tomado la dirección de la banda.
Billy solo sabía lo que se decía de aquella temperamental mujer, implicada desde hacía años, junto a su esposo, en el robo de ganado, la venta ilegal de whisky, dinero falso…
Bueno, ¿por qué no? Su padre nunca pensaría buscarlo entre bandoleros.
–We have a deal? –preguntó Belle extendiendo el brazo tras escupir en su palma.
-Hay trato –respondió escupiendo en la suya y estrechando la mano de quien años después pasaría a la leyenda con el nombre de Belle Starr.
Al salir del rancho Billy vio una carreta preparada. Por la hora en que Basil y él habían llegado al rancho, la hora en que se había levantado y la presencia de Belle conjeturó que el campamento de los bandidos no debía estar muy lejos.
-Conduce tú –le dijo Belle entregándole las riendas.
Durante un trecho ambos permanecieron callados; el chico preguntándose qué pasaría ahora.
-¿Qué te parece Texas Kid?
-¿Quién, el ranchero? Se ha portado bien conmigo.
-No. Tu apodo. ¿Te gusta Texas Kid?
-Porque soy de Texas y un crío.
-No se te escapa una, ¿eh? –bromeó Belle.
Billy rió, le caía bien aquella mujer.
Al final ni Bunny, ni Bonny, ni Bonnie, Texas Kid.
-Lo prefiero a conejito.
-Pero lo seguirás siendo, dear. Al menos entre nosotros.
El campamento de los bandoleros era enorme. Billy no esperaba que la banda de Belle Reed fuera tan numerosa.
-Es que no lo es –respondió la mujer con una alegre carcajada.
En realidad su campamento servía de refugio para los bandoleros de la zona. Ella se limitaba a cobrarles un tanto por el hospedaje y en ocasiones su propia tienda era utilizada en el reparto del botín.
-En estos momentos están con nosotros Joe Shaw y su gente, pero también suelen venir Jesse James, los Younger, Rube y Jim Burrow… -comentó descendiendo de la carreta y llamando a todos para que se aproximaran.
Billy permaneció a su lado sin saber muy bien qué actitud tomar.
-Muchachos, este es Texas Kid. Estará con nosotros un tiempo.
-Eso es bueno. Necesito un mocoso que me ensille el caballo –dijo uno.
-¡Ensíllatelo tú! –Billy se sobresaltó por el tono gélido de Belle tan distinto al del viaje -. Blackie, mantente alejado de este chico o te volaré los sesos. Es mi niño y yo le protejo.
Hasta unos cuantos días después el muchacho no entendió la brusca reacción de Belle ante lo que a él le pareció una broma. Blackie era el tipo de persona al que un marido podía dejar a su mujer con total seguridad, pero nunca a su hija pequeña y menos si era niño.
En las semanas que siguieron Billy se acomodó al campamento. Poseía una serie de casas de adobe diseminadas, una antigua iglesia en ruinas, una cocina, una despensa y lo que debió ser un jardín ahora convertido en patio. Alrededor algunas tiendas de lona, siendo la mayor la de Belle. El agua se recogía en un balsete que, con lo que costaba llenarlo, parecía más de sangre que de agua y del que bebían tanto personas como animales.
Una de las primeras cosas que advirtió Billy es que allí no había nadie ocioso. Su tarea consistía en subir a la colina que daba al campo circundante con unos prismáticos de campaña y una corneta. Allí hacía de centinela con la orden de dar tantos toques como hombres se aproximaran.
Cuando no era el vigía era el chico de los recados o se acercaba a la población más cercana con la carreta a buscar provisiones.
Aprovechaba las veces que se iba toda la banda dejándolos solos en el campamento a la cocinera, negra, obesa, con cabeza redonda y pómulos prominentes cuando sonreía, y a él, para practicar con las armas, lo que le obligaba a comprar municiones para reponerlas con la paga que le daba Belle. Esta es tu parte, dijo la primera vez que le dio el dinero considerándolo un miembro más del grupo.
Procuraba siempre haber terminado antes de que regresaran por la duda de cómo se lo tomarían, pero en una ocasión Belle lo sorprendió.
-Y te tengo de vigía, ¡qué desperdicio!
Kid interrumpió el entrenamiento.
-Tendré que ascenderte, bunny, necesito hombres que sepan disparar.
El muchacho carraspeó.
-Dijiste que sólo estaría un tiempo.
-¿Quieres irte? Podrías llegar a ser mi mano derecha.
-Belle, no te lo tomes a mal, pero no me gusta esta vida. Me lo paso bien aquí, es cierto, pero una cosa es lo que hago y otra atracar bancos. Y supongo… -se interrumpió un instante; la expresión de Belle no le decía nada. Inspiró hondo -, supongo que de continuar contigo al final tendría que participar. Así que sí, quisiera irme. Llevo aquí tres meses y…
-No sigas. Te dije que estarías el tiempo que quisieras y siempre mantengo mi palabra.
Una semana más tarde la propia Belle lo acompañaba en carretón hasta una milla de la ciudad. Billy se sentía desconocido con la ropa nueva con que Belle le había vestido y cincuenta dólares en el bolsillo.
-Cógelos, te los has ganado –dijo cuando vio que Kid los rechazaba.
Luego lo había hecho subir al carro y se habían ido los dos solos, igual a como llegaron.
-Texas Kid –le decía ahora -, si algún día quieres regresar tienes un hogar conmigo.
-Gracias, Belle –respondió con una sonrisa.
-¿Qué harás ahora?
-Había pensado regresar a Silver City, con mi tía.
-Buena elección. Cuídate, bunny.
Un casto beso.
Billy la vio alejarse. La echaría de menos.
CAPÍTULO 4
Primer robo
Había habido cambios durante su ausencia en Silver City, que había crecido y poseía ahora un sheriff y una cárcel recién construida de adobe con puertas de hierro. Había también una escuela que se había inaugurado aquel invierno, el peor que se había conocido en la ciudad. Pero el principal cambio lo halló en casa: su tía se estaba muriendo de consunción. Finalmente la tuberculosis había ganado la batalla.
-Henry –sonrió en un susurro Catherine cuando lo vio.
El muchacho se había detenido en el umbral del dormitorio. Josie le había comentado algo cuando entró en la casa, pero aún así no estaba preparado para aquello. Su tía estaba consumida, con grandes ojeras grises y piel translúcida, respirando en un gañido que no auguraba nada bueno. Tuvo que obligarse a entrar en la habitación, porque sus piernas se negaban a dar un paso. Musitó un torpe saludo sin saber si sentarse o salir corriendo.
-¡Cuánto has crecido!
La voz de Catherine llegaba deformada a su cerebro por la sencilla razón de que no la escuchaba perdido en el impacto causado por aquel espectro que había sido su tía. De pronto hasta la imagen se volvió turbia antes de que las lágrimas rebosaran sus ojos y se deslizaran por sus mejillas. En ese instante Billy se derrumbó y cayó abrazándola llorando, después de todo sólo tenía doce años.
Catherine le acariciaba el cabello.
-Mi niño, mi dulce niño –murmuraba con voz disfónica.
En los meses que siguieron Billy no le dijo la verdad de lo que había vivido, no quería entristecerla. Sólo le comentó que su padre era duro, pero que había aprendido mucho con él y siempre le había tratado bien. Si Catherine llegó a creerle o no nunca lo supo, porque se lo guardó para ella.
Otro cambio que nunca esperó lo halló en William Antrim. Hacía poco menos de un año que su supuesto padrastro, tras una descomunal intoxicación alcohólica, creyó que iba a morir y prometió a Dios que si le perdonaba la vida nunca más bebería. Puesto que el Altísimo había cumplido él debía hacer otro tanto. Llevaba diez meses que ni bebía ni jugaba, entreteniendo sus veladas con lecturas de la Biblia. En ella buscaba consuelo, ya que si bien el Señor le había repuesto no lo había curado del todo. Existían episodios de su vida, en aquellos dos últimos años, que se habían perdido para siempre, no los recordaba, pero sí le venían a la memoria la rabia destructora que le dominaba tras la ingesta de alcohol, sus gritos roncos, sus blasfemias, sus rugidos mal articulados antes de caer desvanecido, los ojos vidriosos, la piel fría bañada en un sudor viscoso, las pupilas dilatadas, la respiración estertorosa y los latidos apenas perceptibles.
La última vez había consumido grandes cantidades de vino mezclado con aguardiente, que le provocó una embriaguez apoplética con una hipotermia tan fría como la de un cadáver. Sólo la rápida actuación del médico logró salvarle la vida, aunque para William había sido Dios. ¡Ah, pero no había sido gratis! Durante su convalecencia el Señor le había mostrado cómo serían las penas del Infierno si incumplía su palabra, eran visiones terroríficas. Fieras inexistentes en la Tierra, pero exuberantes en el Averno, él las veía claramente, amenazantes, con las fauces abiertas y las garras intentando hacerle presa y William aullaba confundiendo un mueble con una persona, un objeto con un animal, una ventana con una puerta.
Cuando el delirio remitió William Antrim se refugió en la religión. Ella le daba fuerzas para no tomar nunca más una gota del veneno alcohol.
Era otro hombre.
Era el mismo cafre sólo que antes bebido y ahora en seco, pensó Billy a la semana de regresar.
No le faltaba razón al muchacho. El cruel carácter, los malos modos, las maneras ofensivas, bruscas y egoístas que había adquirido cuando el alcohol se apoderó de su alma perduraban, no se habían extinguido. En la calle acaso fuera un santo, pero de puertas adentro seguía siendo el tipejo injuriante, bacín, despectivo y rencoroso de siempre, que encima alardeaba por la hombrada que hacía conteniéndose para no beber.
Fanatizado tras haber visto la luz y las pesadillas de la Gehena, le leía a su mujer el Libro Sagrado con la esperanza que confesara su pecado mortal de infidelidad. Hacía énfasis en el pasaje reservado a los adúlteros, la muerte, ¡LAPIDACIÓN! ¡PERDICIÓN DEL ALMA! Chillaba entre bramidos como un profeta histérico del fin de los tiempos amargándola y empeorándola con su verbo santificado.
-¿Quién es el otro? –berreaba en baladros escupiendo babas antes de ponerse a rezar como un bendito por la salud de su esposa.
Pocos días antes de que llegara el otoño Catherine fallecía de tisis echando a perder los esfuerzos santurrones de William, que vio desesperado cómo su esposa prefería a Belcebú antes que confesar con quién le puso los cuernos.
Antrim quizá hubiera amado a su mujer, pero no estaba dispuesto a cargar con sus hijos. A los pocos días del entierro emigraba a Arizona dejando a los chiquillos a cargo de la familia Truesdell, con la que había hecho amistad Catherine, ya que al poseer un hotel les lavaba las sábanas y otras prendas.
El joven Billy tenía demasiado pundonor como para aceptar caridad, así que a cambio les ayudaba preparando mesas y lavando los platos.
Sin embargo, con casi trece años y ningún adulto que lo supervisara Billy comenzó a callejear.
Había comenzado a ir a la escuela a petición de su tía sólo para darle alguna alegría de las que le privaba su marido y continuaba en ella por respeto a su memoria. Era la primera vez que asistía, pero pronto quedó constancia de que las enseñanzas de Catherine habían caído en terreno abonado; no sólo tenía una letra medianamente aceptable, también sabía leer, aunque con lentitud por la falta de práctica, y se defendía con las cuentas. En fin, la enseñanza primaria de aquel tiempo.
Tras las clases las horas libres las ocupaba uniéndose a otros arrapiezos tan desocupados como él y que terminaban ideando trastadas cuando no gamberradas sólo para divertirse.
Silver City no era una ciudad pacífica. En sus pocos años de existencia habían acudido a ella mineros, colonos, aventureros, vividores y buscavidas. Unos para explotar la tierra; otros, los minerales, y los avispados, al personal. Hasta el nombre de la población, ‹‹Silver››, significaba ‹‹Plata››. A esto hay que añadir que los pieles rojas seguían recorriendo aquel territorio que antaño había sido suyo, que la guerra con los apaches se desarrollaba en el vecino Territorio de Arizona, a pocas millas de allí, y que aunque aquel año había muerto el jefe Cochise la paz seguía sin llegar.
Sin tener la fama de otras ciudades fronterizas la tasa de delitos violentos en Silver City era bastante alta, con algunas familias que se dedicaban al crimen como los Evans (en aquellas fechas, se hacían llamar Davis), que abandonaron la ciudad por aquel tiempo, no sin que antes Billy hiciera algo de relación con uno de sus hijos, Jesse, aunque los amigos lo llamaban Jessie. Cuando se fueron ambos chavales lo lamentaron, se llevaban bastante bien, quién sabe si no hubieran terminado haciéndose amigos.
No es de extrañar que habiendo familias hubiera también bandas juveniles, que se habían originado en el período en que Silver City no tenía escuela y habían terminado evolucionando a la delincuencia.
Fue en una de éstas que se integró Billy tras la marcha de Jessie. Pronto se hizo amigo del cabecilla, George Schaefer, un belitre apodado Sombrero Jack.
La intimidad con sus nuevos amigos le originó conflictos con la familia de acogida. Por desgracia Billy tenía una edad en la que la influencia de los amigos pesa más que la de los adultos. Su tía había muerto, de su padre mejor no hablar, William Antrim lo había abandonado, la familia de acogida… reconocía que eran buenas personas, pero no se sentía identificado con ella. Estaba más a gusto en la cuadrilla, más próximos a su edad y que le entendían.
No obstante seguía asistiendo al colegio, no le desagradaba estudiar y la señorita Richards, la maestra, era muy simpática. Estaba tan implicado que no dudó en aparecer con otros niños aquel diciembre en un espectáculo de trovadores para recaudar dinero para la escuela.
Dicen que por aquel entonces alguien le regaló un cuchillo y la leyenda negra posterior que con él mató al gato del vecino; otros, que fue a un hombre por insultar a su madre.
Todo mentira.
Quienes lo trataron negaron siempre que fuera un sádico o un asesino. El propio sheriff de Silver City negó el homicidio cuando se lo preguntó un periodista en 1882 durante las elecciones al cargo. Curiosamente competía contra él Pat Garrett, el hombre que había asesinado a Billy el Niño un año antes.
El elemento se presentaba como el agente de la Ley que había acabado con el sanguinario forajido, convencido que esta fama le abriría las puertas a sus ambiciones políticas, pero sólo se ganó el desprecio de cuantos conocieron al muchacho y fue derrotado en la elección a sheriff.
En 1874 Billy, o Henry como se le conocía en Silver City, sólo era un crío al inicio de la adolescencia, donde la relación con los amigos es primordial, esencial si te sientes solo. A nadie debería extrañar que se fuera integrando cada vez más en la pandilla, aunque ésta pasara de tirar piedras a los chinos locales, a robar.
Fueron varios kilos de mantequilla y queso los que hurtaron al ganadero Abel L. Webb.
En una comunidad pequeña como Silver City, entre 1.500 y 2.000 habitantes, el sheriff Harvey Whitehill tenía a todos fichados en su cabeza, lo cual ayudaba a controlar los problemas de la ciudad. No tardó, por tanto, en descubrir la culpabilidad de Billy.
Solos en la oficina el muchacho tenía la boca seca; aquel hombre tenía fama de duro. Por su parte el sheriff tampoco apartaba la vista del chaval. Lo conocía bien, de la forma como en un pueblo se conocen todos. El chico se había escapado de casa dos años antes, era un secreto a voces aunque sus padres no hubieran denunciado su desaparición, sólo para regresar meses antes del fallecimiento de su madre. No se había metido en ningún lío desde entonces (tampoco le constaba que lo hubiera hecho durante la fuga) asistiendo al colegio y trabajando en el hotel de los Truesdell. En definitiva, un buen zagal que había hecho una tontería.
Billy se sentía incómodo ante la mirada del sheriff, que parecía diseccionarlo para ver en su interior.
-¿Cuánto hace que murió tu madre, Henry? –preguntó al final Harvey.
El chico parpadeó extrañado, ¿a qué venía esa pregunta?
-Ocho meses.
-Estarás orgulloso.
Billy respiró entrecortadamente. Aquello era un golpe bajo. Desvió la vista al suelo.
-¿No dices nada?
El adolescente elevó los ojos hasta los del sheriff. Eran serios, pero no severos. Se sintió avergonzado ante lo que leyó en ellos.
-No hay nada que decir –respondió resignado -. He robado, me ha cogido. ¿Qué hay que decir?
No rehuía la culpa ni buscaba excusas. Aquello le gustó a Whitehill, el mozalbete tenía buena madera. Vio como volvía a agachar la cabeza.
-Mírame.
Sus ojos se encontraron de nuevo. Los de Billy eran una rara mezcla de gris claro y azul bajo la luz de la estancia. Honestos. Eso fue lo que leyó Whitehill. El chico no era un delincuente, aquel robo era más debido a las malas compañías y a la necesidad, que a la criminalidad. Además le caía bien, siempre le había parecido muy agradable y simpático.
También Billy lo estudiaba ahora. Nunca había hablado con él, aunque lo conocía de vista naturalmente, de antes incluso de huir de casa. Como sheriff solo sabía de su fama, íntegro, recto, con una notoria habilidad para mantener el orden en la ciudad dentro de sus posibilidades. Debía rondar los 40 años, calculó el chico, bigote espeso que cubría el labio superior, nariz aguileña, grande, mirada franca, seria, que no toleraba tonterías.
-¿Volverás a hacerlo?
Billy interrumpió su examen. Entreabrió la boca, asombrado.
-¿Me va a soltar?
-Responde, ¿volverás a hacerlo?
-No –parecía aliviado -. Le doy mi palabra.
El sheriff enarcó una ceja con un significado que se le escapó a Billy.
-Espero que sepas el alcance de lo que has dicho –le oyó decir.
-No le entiendo.
-Hijo, la valía de un hombre reside en su palabra no en su dinero. Puedes poseer las mayores riquezas, que si no tienes palabra te despreciarán a tu espalda. Pero hazle honor y hasta tus enemigos te respetarán.
Calló un instante dejando que lo dicho madurara en la mente del muchacho.
-¿Cuál de ellos eres tú?
-No lo sé –respondió sinceramente -. Es la primera vez que la doy.
Harvey Whitehill se encogió de hombros.
-Entonces tendré que confiar en ti. No me falles.
-No lo haré, se lo prometo.
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