Evocando a Caín (9)
- publicado el 15/04/2022
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Evocando a Caín (13)
CAPÍTULO 16
Emboscada
-¿Qué te ocurre?
La voz de Tom Folliard le sacó de su abstracción. Billy llevaba varios días mercurial, aunque únicamente lo dejaba entrever cuando creía estar solo, pero a Tom no le engañó en ningún momento. Su amigo había estado aguardando a que Kid se sincerara con él, pero en vista de que seguía sin abrir la boca terminó preguntando.
Billy miró a los ojos de Tom. Habían pasado unos veinte días de la muerte de Carlyle y en esas tres semanas la persecución se había multiplicado por mil.
La muerte de Carlyle fue la excusa perfecta para que Garrett se volcara en su captura con toda clase de medios, pero no fue el único. A los grupos que le acosaban se había añadido también Bob Olinger, el asesino de Bob Jones, e incluso el primo lejano de Tom, McKinney, se había unido a la persecución. Era preciso terminar de una vez con el asesino de policías que era Billy, porque, para no perder la costumbre, le habían acusado de asesinar a Carlyle. Nadie quiso ver que las balas le entraron de frente, no por la espalda. Billy, aunque sabía que era una pérdida de tiempo, escribió al Gobernador Lew Wallace diciendo que no había sido él sino los propios hombres de Carlyle quienes lo mataron.
Todos creían que había sido Kid, incluso sus propios amigos. Frank Coe fue uno de quienes no lo aprobaron y le preguntó por qué lo había hecho. Billy respondió que tenían una cuenta pendiente hacía muchos años, desde Silver City. No especificó más ni le desengañó de que no había sido él, porque su intención era matarlo; el que no lo hiciese fue debido al azar.
La situación llegó a tal extremo que el tío de Tom Folliard, el ranger Thalis Cook, se presentó en Nuevo México. Lo que no conseguía nadie lo consiguió el viejo ranger: hallar al que ya se conocía como Billy el Niño.
Cook no quería detener a Billy, tan solo llevarse a su sobrino a Texas antes de que fuera demasiado tarde. Pero fue con Billy con quien habló y éste le convenció de que no podía dejar marchar a Tom, porque lo necesitaba. Estuvieron hablando bastante rato hasta que Billy consiguió convencer a Cook de que Folliard no se iría. Derrotado, el tío de Tom regresó a Texas sin ni siquiera ver a su sobrino.
Desde aquel día Billy no era el mismo. Había sido un egoísta y se daba cuenta. Se sentía un miserable. Tom Folliard siempre había estado a su lado, ayudándole, apoyándole, dando lo mejor de sí ¿Y él cómo se lo pagaba? Reteniéndole, obligándole a llevar aquella vida de perros que no la quería ni para él.
Estaban a 19 de diciembre, Tom podría estar en Texas, en casa de su abuela, preparándose para pasar las navidades y no allí, en el rancho de Wilcox, rodeado de nieve y con la pandilla de Garrett esperándolos en Fort Sumner.
Aquella mañana había enviado al hijastro de Wilcox al pueblo para averiguar si el sheriff seguía allí.
No se había portado nada bien con su amigo y aquello le reconcomía, no la persecución de la que era objeto, puesto que ya estaba acostumbrado.
Seguían mirándose a los ojos. Tom leía en los de Billy la lucha interna que tenía, pero no decía nada esperando que Kid se decidiera a hablar.
Cuando lo hizo, se lo contó todo.
-Bueno –disculpó Tom -, sólo has retrasado el mensaje unos días.
-¿Quieres irte a Texas?
-Hace tiempo.
-¿Por qué no me lo dijiste?
-Porque me necesitabas.
-No utilices mis propias palabras contra mí.
-No lo hago, sólo digo la verdad. Yo estoy harto de esta vida y tú también. Pero tú no te vas por Celsa y yo no me he ido por ti, porque eres mi amigo.
-¿Amigo, con lo que te he hecho?
-Si no lo fueras no habrías tenido remordimientos ni me lo hubieras contado ahora.
Kid no respondió. Las últimas palabras de Folliard aún lo avergonzaban más.
-Charlie también quiere dejarlo –informó Tom -. Quiere ser un simple granjero, ya ni siquiera cowboy, dedicarse a su familia. Dave, Wilson y Pickett también quieren seguir su camino.
Habían estado hablando a sus espaldas, pensó mustio Billy.
-Nadie me ha dicho nada.
-Nadie quiere abandonarte.
-La situación se ha puesto muy difícil –reconoció Billy azorado; había pocos amigos como aquellos.
Se levantó y caminó mohíno hasta la ventana. Había ventisca. La contempló melancólico.
-¿Y tú? –oyó a Tom.
-¿Eh?
-¿Qué quieres hacer tú?
-Iré contigo a Texas.
-¿Qué hay de Celsa?
-Tal como están las cosas tengo que renunciar a ella. No tengo el indulto, nunca lo tendré, y todo ha ido a peor.
-Si te quiere te acompañará.
-No. Su madre está paralítica. Le dio algo a la cabeza hace unos días y tiene medio cuerpo paralizado. Está en la cama sin poderse mover. Su hermana vive en Roswell, Saval es un hombre; sólo está ella para cuidarla. No la abandonará… Y yo no puedo quedarme –añadió al cabo de unos segundos.
-Te gustará mi abuela –cambió de tercio Tom intentando animarle -. Y tú a ella. Ya verás, pronto serás un nieto más.
Billy sonrió agradecido.
-Le escribiré diciéndole que vamos.
Pat Garrett dispuso a sus hombres. Había sido una suerte descubrir a Juan Gallegos, el joven hijastro de Wilcox, y atemorizarle lo suficiente como para que el muchachito traicionara a Billy diciendo el motivo por el que estaba en Fort Sumner. Lo demás había sido fácil: una carta de José Váldez, que escribió a punta de pistola, diciendo que Garrett había abandonado el pueblo, y otra a Wilcox obligándole a que le ayudara en su plan so pena de tomar represalias en su familia, y Billy picó el anzuelo, aunque esperó al anochecer para encaminarse a Fort Sumner. Garrett y sus hombres estaban esperándole en el antiguo hospital indio, dado que debía entrar por allí.
Hacía una noche del infierno entre la ventisca helada, la nieve que caía y las nubes cubriendo la luna, sumiendo al mundo en oscuridad. La situación perfecta para que Kid osara entrar en la población, sólo que no sabía que se encaminaba a una trampa.
Pat Garrett sonrió complacido bajo el sombrero calado hasta los ojos resguardándolos de la nieve. Al final podría vengarse.
Su primer encuentro con Billy no fue en absoluto agradable. Aquel día Pat había bebido en exceso y estaba disparando por las calles de Fort Sumner. Billy, que salía de una de las tiendas, viendo volar proyectiles en todas direcciones, se refugió detrás de una caja de embalaje, para evitar ser alcanzado por una bala perdida.
Garrett viéndolo refugiarse gritó:
-Sal, amigo; no tengas miedo. No te haré daño.
Kid asomó de detrás de la caja. La ciudad ya hablaba de aquel energúmeno y lo conocía de oídas.
-No estoy tan seguro. Sé que no hay peligro que hagas daño a nadie, a menos que sea por accidente. Lo malo es que dicen por ahí que todos tus muertos son accidentales.
La respuesta irritó a Pat. Se había salvado de la muerte de su socio alegando que fue accidental. Aún así tuvo que huir de Texas para no ser linchado por la multitud.
Borracho y todo supo contenerse. También él había oído hablar de Billy Bonney y por las descripciones podría ser aquel crío que no le llegaba ni al hombro. Lo miró con acritud.
-¿De dónde eres, amigo?
-De muchos sitios –respondió alejándose sin prestarle más atención.
Lo humillante vino al día siguiente. Pat continuaba con la borrachera sin haberla dejado. Estaba en el bar de una de las tiendas, bastante concurrido, cuando entró Billy dirigiéndose a la parte trasera.
-¿A dónde crees que vas, you little bastard? –comentó en voz alta Garrett.
Kid se dio la vuelta rápidamente y caminó hacia él llameándole los ojos. Tras lo ocurrido con el herrero Cahill se había convencido que no siempre era bueno esperar hasta perder la paciencia, que muchas veces enseñando los dientes en un principio podía evitarse un desenlace peor, puesto que el otro no llegaba a crecerse.
-¿Se dirige a mí, sir? –preguntó en voz baja.
Pat Garrett, que había querido tantear cuánto había de cierto en la fama que le atribuían, respondió:
-Estaba bromeando con este compañero.
Billy asintió con la cabeza seriamente.
-Ten cuidado cómo bromeas y con quien –advirtió -. Te habrás dado cuenta que soy el más pequeño de los dos y también soy demasiado estúpido como para entender ciertos chistes. Si alguna vez dices algo parecido cerca de mí, te romperé la cabeza. ¿Entendido?
Pat Garrett no respondió, tenía los ojos de Billy clavados en los suyos y el gris azulado de su iris le recordó el blanco nacarado de la calavera. Asombrado, se dio cuenta que aquel adolescente canijo le había intimidado, humillado delante de todos, y más porque, como el día anterior, Billy se giró con desprecio alejándose. Tuvo la tentación de dispararle por la espalda, pero había demasiados testigos y nadie creería en un accidente.
Fue entonces cuando Tom Folliard entró en la tienda.
-¡Pat! –exclamó el muchacho alegremente.
Folliard lo presentó a Billy añadiendo que eran amigos de cuando ambos vivían en Texas. Billy no hizo ningún comentario de lo ocurrido e incluso escotó dinero, para que Garrett pudiera casarse con Juanita Martínez.
Billy, aunque nunca dijo nada al respecto, lo toleraba por Tom, y sobre todo, desde que se convirtió en el cuñado de Celsa, al casarse en segundas nupcias con Apolinaria. No lo consideraba amigo, tan sólo un conocido con cierta confianza o como mucho un nivel básico de amistad por todas las veces que coincidieron después y en las que Garrett ocultaba su rencor detrás de sonrisas hipócritas y frases bonitas.
Ahora todo se había acabado, no necesitaba fingir más. Él era el sheriff y Billy un forajido. Aquella noche dejaría de existir. Mataría dos pájaros de un tiro: su venganza y la fama de haber terminado con Billy el Niño.
-Irá a la cabeza, como siempre. Tan pronto lo veáis, disparad.
-¿Sin darle el alto, primero?-preguntó Thomas Mckinney, el primo de Folliard.
-Si quieres que se escape, hazlo –respondió con desagrado.
Pat Garrett era un ladrón de ganado, diría muchos años después la señora McSween al Gobernador de Nuevo México, Miguel Antonio Otero, y robó muchas cabezas de ganado mientras vivió en Fort Sumner. Fue el capitán J. C. Lea quien hizo que Garrett se convirtiera en el traidor de Billy el Niño. Por ese motivo, Garrett fue nombrado sheriff del condado de Lincoln, y la única condición que le pidieron fue que capturara a Billy, lo que finalmente consiguió en su forma habitual. Pat Garrett está muy sobrevalorado en cuanto a la valentía, pero era un completo cobarde, que sólo disparaba cuando tenía toda la ventaja. Se decía de Garrett que a todos los hombres que mató les disparó sin previo aviso.
No fue la única en afirmarlo, también Yginio Salazar diría que Pat Garrett sólo disparaba cuando sus oponentes estaban en desventaja.
La tormenta de nieve arreciaba, el viento soplaba con fuerza llevando y trayendo los copos, metiéndolos entre las rendijas de las ropas.
Doblaban la cabeza, con los sombreros bien atados para que no volaran, bailándoles las faldas.
Billy detuvo el caballo con el rostro azotado por el vendaval, que furioso parecía alma en pena aullando.
-Tengo un mal presentimiento –dijo a Tom que iba a su lado. Tenía que forzar la voz para hacerse oír -. Creo que deberíamos tomar otro camino.
-El más corto es este.
-Y el más lógico viniendo de donde venimos.
-¿Qué quieres decir?
-Que quizá nos estén esperando a la entrada del pueblo. Deberíamos ir a casa de Charlie por otro sitio.
-Su esposa nos está esperando, se preocupará, ten en cuenta que Charlie viene con nosotros. ¿Qué problema hay? Pat se ha ido.
-¿Y si no es cierto? Juanito tenía una expresión extraña cuando nos entregó la nota de Váldez.
-Estaría cansado. Ten en cuenta el tiempo que hace y todavía es un niño.
-No lo sé. No estoy tranquilo. Entremos por otro camino.
-Daremos un rodeo enorme con esta tormenta.
-Lo prefiero.
-Pues yo no. Te has vuelto demasiado suspicaz, Billy. No te escribió uno cualquiera, fue Váldez y sabes que es de toda confianza.
Billy volvió grupas, obstinado.
-Preguntaré a algún otro si quiere venir conmigo.
-Como quieras. Nos vemos en casa de Charlie.
¿Todavía no venían?
Era imposible saberlo con el viento en contra. Pat Garrett había ordenado silencio por si las voces le llegaban a Billy, pero por el mismo motivo era imposible oír si se aproximaban.
Tenía a todos sus hombres armados con rifles, escondidos en las sombras alrededor del edificio, mientras él y Chambers permanecían en el porche.
Su acompañante extendió el brazo señalando con el dedo.
Se escondieron.
Los forajidos iban en fila de a dos.
Al llegar a la distancia de ser todos alcanzados a tiro de pistola dispararon sus winchesters sin previo aviso ahogando la voz de McKinney que ordenaba que se rindieran.
A pesar de la lluvia de balas, los bandoleros consiguieron huir y Garrett no dio orden de perseguirlos temeroso de ser él ahora el emboscado.
El caballo de Folliard se había desbocado y le costó lo suyo detenerlo. Lo puso al paso y lo dirigió hacia el hospital indio, hacia Garrett. Era estúpido intentar huir o seguir a Billy, tenía un balazo en el vientre que le había atravesado los intestinos y perforado el estómago. Conocía aquel tipo de heridas, eran mortales de necesidad. Se maldijo por no haber hecho caso de la intuición de Billy.
Garrett y su gente vieron aparecer un caballo solitario entre las tinieblas de la ventisca.
¿Una trampa?
Prepararon las armas.
Vieron la sombra de un jinete doblado sobre sí mismo.
Tom Folliard iba caído sobre la silla de montar sin poder evitar los gemidos. Alzó la cabeza. No veía a nadie, pero estaban allí. Allí le habían baleado.
-No dispares más, Pat. Me estoy muriendo.
-Tira las armas y acércate.
Le costó desabrochar el cinturón que cayó al suelo. Cuando intentó lo mismo con el rifle, cayó él del caballo.
Lo recogieron y entraron al edificio tendiéndolo en una manta.
Garrett se sentía desengañado; le había disparado creyendo que era Billy.
La herida le había provocado una peritonitis fulminante; Tom Folliard ni siquiera se movía por el dolor.
-¿Dónde está Billy? –preguntó Pat a pesar de saber que no hablaría.
-Agua –fue su respuesta -. Agua, por favor.
-Dime dónde está o te dejaremos morir.
Tom apretó los dientes ahogando un quejido.
-Ya estoy muerto.
Su voz sonó como un lloriqueo.
Le dejaron solo, sin asistencia, mientras jugaban a las cartas en un extremo de la habitación. En el exterior McKinney montaba guardia ignorando que el hombre que habían recogido era su primo.
Media hora más tarde, Pat Garrett descansó del póquer y regresó junto al herido. Seguía vivo. En la crispación de su rostro se veía el sufrimiento que padecía debido al intenso dolor, pálido, sudoroso, con escalofríos, los ojos hundidos, febril. Había conseguido ponerse un poco de lado con las piernas encogidas en un intento de calmar el dolor y en aquella posición permanecía inmóvil.
Elevó los ojos al oír los pasos, vio a Pat junto a él.
-Si eres un amigo, mátame, no aguanto este dolor –consiguió articular. Mejor una muerte rápida que no aquella lenta.
Tenía la boca entreabierta, con los labios y lengua secos.
-Yo no soy amigo de gente como tú, que quiere matarme porque cumplo con mi deber –escupió.
Volvió a dejarlo solo.
-Pat…
La agonizante voz de Tom lo detuvo. Se miraron a los ojos.
-¿Cómo murió realmente Juanita? ¿También por accidente?
La mano de Garrett viajó al revólver, pero consiguió contenerse y no sacarlo.
-¡Púdrete! –rugió entre dientes.
Nuevamente solo, Tom cerró los ojos. Los abrió varios minutos después. El soplón de Barney Mason estaba a su lado.
-Por favor –imploró -, dile a mi primo Kip…
-¿Quién?
-Thomas McKinney. Dile que escriba a mi abuela en Texas, que le informe de mi muerte.
A pesar de ser el confidente de Garrett no tenía ninguna animadversión por Folliard.
-Lo haré, descuida.
Pocos segundos después Tom Folliard moría. Había estado cerca de una hora agonizando. Tenía 19 años.
Cuando McKinney supo de su muerte y cómo lo habían abandonado sin prestarle asistencia, no pudo evitar las lágrimas, aunque culpó a Billy. Su tío le había escrito diciéndole cómo Billy había evitado que se llevara a Tom a Texas.
Registrando las alforjas de Tom encontró la carta que su primo había escrito a su abuela aquella tarde. Los dos amigos lo dejaban todo, los dos iban a ir a verla. Billy finalmente había hecho algo decente, pero ¡a buenas horas!, se dijo. Aquel pequeño gesto no significaba nada; su primo Tom había muerto por su culpa, si no lo hubiera retenido, Tom estaría vivo.
CAPÍTULO 17
Stinking Springs
Llevaban dos días huyendo a través de la nieve cuando llegaron a un antiguo caseto de piedra abandonado en Stinking Springs. No poseía puerta que lo cerrara y el suelo era de tierra prensada, pero tenía el tamaño suficiente para guarecerlos. Había anochecido y el tiempo volvía a empeorar.
Siguiendo su costumbre, Billy introdujo su yegua en el interior del edificio; Wilson le copió la idea. Al resto de caballos los ataron en el exterior al hastial del techo. Luego cenaron y se dispusieron a dormir.
Billy tardó en conciliar el sueño. En aquellas cuarenta y ocho horas sólo había hablado lo necesario. Apenas se había alejado cuando oyó el tiroteo; regresó y se unió a sus compañeros en la huida, para comprobar más tarde que faltaba Tom. Pickett comentó que debió recibir varios impactos, porque estaba entre él y los que disparaban. Todos se temieron lo peor; Billy además se sintió culpable. Si no hubiera sido tan egoísta…
Deseó levantarse, salir y pasear un poco, pero hacía muy mala noche y seguramente despertaría a los demás; estaban demasiado agotados para molestarlos. Así que no se movió y continuó sumido en sus negros pensamientos.
No culpaba a Garrett por la muerte de su amigo en aquella encerrona, se culpaba a él, a su egoísmo. Los remordimientos le habían quitado el sueño y la sonrisa de la boca en las últimas horas. Sabía que ambos regresarían, que el tiempo nada cura, pero sí lo mitiga, mas de momento era imposible. No luchó contra sus pensamientos, no buscó justificación, dejó que vinieran y se fueran de su mente libremente, sin retenerlos, porque agua pasada no mueve molino y Tom no iba a resucitar por mucho que se martirizara.
Eres tonto, Billy.
Le pareció escuchar su voz, incluso lo veía ante él con su cálida sonrisa.
¿En serio crees que nos vamos a hacer viejos con la vida que llevamos?
Estaban en el bar de San Patricio, donde se conocieron. Billy abrió los ojos al darse cuenta. Estaba soñando.
Pat Garrett detuvo el caballo e hizo desmontar a sus hombres. Estaban a algo más de 300 metros de Stinking Springs, un manantial de filtraciones, que tenía en sus proximidades una vieja casa de piedra de seis por nueve metros. Si Billy se había detenido, sólo podía estar en ella; no quería arriesgarse a que lo descubriera.
Kid y su gente se había vuelto a refugiar primeramente en el rancho de Wilcox y enviado, al amanecer, al socio de éste, Brazil, a Fort Sumner a averiguar las actividades de Garrett. Brazil, comprendiendo que Billy estaba acabado, lo traicionó y denunció al sheriff. Pat le dijo que regresara al rancho e informara al muchacho que seguía en el pueblo, que no se atrevía a salir.
Billy olió a chamusquina.
Cuando Pat Garrett llegó al rancho, hacía unas horas que se había marchado. Por suerte para Garrett había dejado de nevar y helado lo suficiente para que las huellas de los caballos quedaran bien marcadas, sólo tuvo que seguirlas. Cuando la falta de luz lo imposibilitó sabía ya la dirección que había tomado.
Pat dejó las monturas allí, dividió a sus hombres en dos grupos y se acercaron, armados con sus rifles, por ambos lados de la casa. Eran las tres de la mañana.
Tres potros estaban atados fuera del edificio, ensillados.
-Sólo hay tres caballos –dijo McKinney -, perseguimos a cinco.
-Los otros estarán dentro, con ellos –respondió Garrett e inmediatamente ordenó que entraran sigilosamente y cayeran sobre los bandidos. Pero se negaron; se ve que no les pareció bien entrar ellos mientras él se quedaba fuera, a salvo. Prefirieron quedarse a la intemperie, pasando frío, y esperar las tres horas y media que faltaban para que amaneciera.
A Pat Garrett no le quedó otra que someterse al motín e ideó una nueva táctica.
-Nuestro objetivo es Billy –les dijo -, si lo matamos el resto se rendirá.
-Cuando salgan habrá todavía poca luz, ¿cómo sabremos quién es a esta distancia?
-Por el sombrero –respondió y les describió el que Kid se compró en Lincoln cuando esperaba para firmar la paz.
McKinney escuchaba en silencio comprendiendo que nuevamente iban a disparar sin avisar, como habían hecho con su primo, pero esta vez no hizo ningún comentario.
Colocaron mantas sobre la nieve al pie de la colina y se tumbaron en ellas. Con sólo levantar un poco la cabeza podían ver el hueco de la puerta.
Charlie Bowdre fue el primero en despertar. Encendió un pequeño fuego y se puso el sombrero. Se lo quitó murmurando; se había vuelto a confundir y cogido el de Billy, que estaba al lado. Eran tan similares que si no se fijaban bien los cogían cambiados. Se daban cuenta al ponérselos, porque el tamaño de la cabeza era distinto.
Cogió su sombrero y un morral. Salió a alimentar al caballo.
El ruido de los disparos despertó a todos, que desenfundaron instintivamente, pero el único que apareció por el hueco de la puerta fue Charlie, que no se derrumbó al suelo, porque lo cogieron en brazos al desplomarse.
Pat Garrett sonrió triunfal. ¡Al fin! Luego diría que le dieron el alto, que desenfundó y tuvieron que matarlo. ¿Quién dudaría de su palabra?
-¡Garrett! –gritó una voz -. ¿Me oye usted?
-¿Quién eres?
-Soy William Wilson. Han herido mortalmente a Charlie Bowdre y quiere salir.
¿Charlie Bowdre?
¿Qué hacía él con el sombrero de Billy?
Maldijo su suerte.
–Ok –respondió tragando bilis -, que salga con las manos en alto.
Tenía una bala en la pierna y dos en el cuerpo. La primera debía haber afectado alguna arteria, porque sangraba profusamente. Billy le hizo un torniquete, aunque tenía sus dudas de que sirviera de algo. Las otras dos heridas eran graves y una bala debía haber tocado el pulmón por su manera de respirar.
-Lo comprendes, ¿verdad, Billy? –murmuró apenas sin voz Bowdre. Se refería a que quería salir.
-Claro, Charlie, y fuera te atenderá un médico. Pronto verás a tu mujer.
Bowdre sonrió tristemente.
-No está bien mentirle a los amigos, chico.
Billy no estuvo seguro de lo que dijo al mezclarse su voz con un acceso de tos que expulsaba sangre; se estaba ahogando con ella. Le quitó el cinturón desarmándolo. Tal como estaba, si bajaba los brazos, temió que terminaran acribillándolo.
-Viene desarmado.
-Tendrá un arma oculta –respondió Garrett -. Billy le habrá dicho que, puesto que ya está muerto, se vengue matando a tantos como pueda de nosotros. Vosotros no lo conocéis como yo.
Desde el hueco de la puerta Billy no lo perdía de vista. La fatalidad había dispuesto que mataran a sus dos mejores amigos con cuatro días de diferencia. Lo veía caminar difícilmente, renqueando con visibles esfuerzos. Cuando dobló las rodillas y se desplomó, supo que había muerto.
Se quedó unos segundos contemplándolo con ojos graves. Uno de los hombres de Garrett se acercaba al fallecido.
Cuando se giraba hacia el interior sonó un disparo. Uno de los caballos cayó muerto obstruyendo parcialmente la puerta. No tuvo ninguna duda de que había sido Pat Garrett quien disparó; el sheriff sabía cómo se escapó de los militares cabalgando ladeado cuando salió de la casa en ruinas el año anterior. Obstaculizando la salida de aquella manera le imposibilitaba incluso el intento.
Estaban atrapados.
-¡Billy! –gritó Garrett.
-¡Dime!
-Será mejor que te rindas.
-Déjame pensarlo.
-Tienes la casa rodeada ¿Cuánto tienes de comida y agua? ¿Cuánto crees que podrás resistir?
-Hoy es Nochebuena, ¿por qué no nos dejas marchar? Ya sabes, como un obsequio navideño.
La risa de Pat Garrett le llegó muy clara.
-Entrégate y tendrás una buena cena. No te prometo más.
-¿No prometes más? ¿Significa que me dispararás al salir?
-¡Diablos, no! ¡Sabes que no! –mintió -. No os haremos nada si te rindes.
-Te creo –mintió a su vez -. Merry Christmas, Pat!
–Merry Christmas, Billy!
La conversación le había dicho algo a Kid y es que Garrett no iba a atacar, esperaría a que se rindieran por hambre.
-No podemos entregarnos –dijo Wilson.
-¿Hay otra alternativa? –quiso saber Billy.
-Tengo las alforjas llenas de dinero falso.
El chico frunció el ceño. Se acercó al caballo de Wilson. Buscó en los talegos.
-Por eso lo metiste.
-No pueden atraparnos con este dinero. La condena sería…
-Tenemos que rendirnos –dijo Pickett -. Hacer una salida es un suicidio y no entregarnos es morir por hambre.
-Hay otra solución –comentó Billy pensando rápidamente -. Enterraremos el dinero.
-Quemémoslo mejor.
-Si lo quemamos nos quedamos sin él. Si lo enterramos quizá algún día lo podamos recuperar.
-Descubrirán que hemos cavado –dijo Rudabaugh.
-No, no lo descubrirán, yo me encargo de eso.
La seguridad de Billy volvía a ser abrumadora. Ninguno dudó de sus palabras.
En el exterior se oía el ruido de la excavación.
-¿Qué intentan hacer?
-Ojos de buey, ¿qué sino? La casa sólo tiene una ventana al norte y otra al oeste. Ninguna está en nuestra dirección.
-¿Troneras en la roca? ¿Es que son estúpidos?
-Están desesperados.
-Es idea de Billy –aseguró Pat Garrett -. Con él puede esperarse cualquier cosa. Aunque sea piedra, si se le mete en la cabeza lo conseguirá y desde ellas nos disparará. Alejémonos antes de que terminen esos ojos de buey.
Y cumpliendo órdenes del arrojado sheriff retrocedieron más allá del alcance de sus rifles.
-¡Pat! –gritó Billy a última hora de la tarde.
Tres gritos dio sin que le oyera nadie. Al final sacó un trapo blanco agitándolo. Uno de los que hacían la guardia avisó a Garrett que se acercó lo suficiente para hablar.
-¿Qué quieres?
-¿Sigue en pie la cena?
Pat había enviado un jinete al rancho de Wilcox a por provisiones y prepararse para un asedio largo. En cierto modo se sintió decepcionado por lo rápido que había cedido Kid.
-Desde luego. Ríndete y tendrás una gran cena de Nochebuena.
-Te tomo la palabra.
Asomó Tom Pickett ondeando la tela blanca en su mano derecha. Tras él salieron William Wilson y Dave Rudabaugh. Iban desarmados.
Billy no salió.
-¿Qué estará tramando? –murmuró Garrett.
Sólo, Billy hizo andar a los caballos para camuflar mejor la excavación. Luego apiló en la misma todos los rifles, las pistolas y los cinturones de las armas. Echó encima el estiércol que habían expulsado desde que se cobijaron en el caseto e incluso consiguió, manipulándolo que uno se meara en las armas. No satisfecho, también se orinó él.
Era muy tarde cuando se decidió a salir.
Tan pronto lo vio ante él, desarmado, indefenso, con los brazos en alto, Garrett se dijo que la mejor solución era dispararle descaradamente, pero no se atrevió; entre sus hombres estaba Paco Anaya, que era simpatizante del muchacho y le acusaría del asesinato. De todas formas, tampoco necesitaba matarlo; el chico ya estaba acabado, sólo tenía que encontrar el dinero falso que, según Azariah Wild, Kid tenía en su poder y los federales se encargarían de él. Se pudriría en la cárcel si no lo ahorcaban antes.
Quien sí levantó el rifle para dispararle a sangre fría fue Barney Mason. Estaba a punto de apretar el gatillo cuando se lo impidió Jim East, otro de los amigos de Billy que estaba en el grupo de Garrett.
Lo encadenaron con grilletes por los tobillos a Dave Rudabaugh y lo esposaron. Sólo entonces entró Garrett raudo en la casa, pero no halló nada del supuesto dinero, únicamente los caballos y las armas. Azariah estaba mal informado.
-¿A qué viene esta chiquillada, Billy? –preguntó malhumorado al salir – ¿Por qué has hecho eso a las armas?
Kid rió travieso.
-Como son buenas y las has conseguido gratis, al menos entretente limpiándolas.
Mientras los hacían subir en el mismo carro con el que transportaban a Charlie Bowdre, para llevarlos a Fort Sumner, Billy oyó a uno llamar a otro Kip. Así llamaba Tom a su primo.
-¿Eres Kip McKinney? –preguntó.
El aludido lo miró con ojos llameantes. Asintió.
-¿Cómo…? –carraspeó, le dolía preguntarlo – ¿Cómo murió Tom?
-Como se merecía por acompañarte…
La frase hirió a Billy, pero no replicó.
-… solo y abandonado –sentenció McKinney.
Ahí Billy lo atravesó con la mirada.
-Lástima –dijo -. Era el mejor de los tres.
Ahora fue McKinney quien calló sintiéndose avergonzado, no tanto por la frase como por la mirada, que no pudo sostener. No había sido culpa suya, no le habían avisado, pero ¿cómo iba a entender la abuela de Tom, que su nieto había muerto solo y abandonado estando su primo allí?
CAPÍTULO 18
Viaje a Santa Fe
Al día siguiente enterraron a Charlie Bowdre en el cementerio militar al lado de Tom Folliard.
Era el día de Navidad, la señora Maxwell envió un sirviente indio a Pat Garrett preguntándole si permitirían a Billy visitar su domicilio antes de trasladarlo a Las Vegas. El sheriff consintió y Billy visitó a la matriarca de los Maxwell.
A Luz se le cayó el alma a los pies al ver a Kid tratado como una fiera sanguinaria, encadenado por los tobillos a un hombre de barba oscura y aspecto feroz, con las muñecas esposadas y custodiado por dos carceleros armados hasta los dientes.
Billy elevó ambas manos y se quitó el sombrero al verla. Siempre le había parecido con sus arrugas, su cabello níveo, su blanca piel, su elegancia, su educación, su llaneza, una verdadera dama.
-Mrs. Maxwell –saludó con una tierna sonrisa.
Ante el asombro de todos Luz lo abrazó como si hubiera sido un sobrino. Siempre había mantenido las distancias, porque el aprecio que sentía por él no eliminaba la barrera social, pero verlo así… Aquel joven había salvado la vida de su yerno, se había portado bien con ellos, con todos los del pueblo. Ella misma lo había visto trabajar el huerto de un anciano pobre, que se rompió una pierna, sin pedir nada a cambio.
Cuando se separaron sus ojos se encontraron con los de Billy, había gratitud en ellos.
Pete le estrechó la mano sin saber qué decir. Tenía dudas para considerarlo un amigo, pero no podía negarse a sí mismo que había llegado a apreciarlo. En realidad el único punto de desavenencia era la relación de Kid con su hermana, aunque no era culpa de Billy sino de la propia Paulita, que no se resignaba a que prefiriese a Celsa y hacía todo lo posible para ganárselo.
-… sí, el matrimonio es lo mejor que hay –decía Billy.
Pete prestó atención; se había despistado perdido en sus pensamientos.
-Sólo hay que ver que a los presos nos meten en la cárcel con las esposas.
Alzó las muñecas riéndose de su propia broma.
Su risa era contagiosa. La señora Maxwell no pudo menos que sonreír ante la fortaleza de ánimo de Billy; la velada estaba funcionando gracias a él.
La idea de invitarlo había sido para que comprobara que seguía teniendo amigos que lo apoyaban en su infortunio, pero su propia reacción al verlo podía haber derivado a algo demasiado sentimental y triste. Fue Billy quien lo evitó con su buen humor y alegría. Él consoló a Deluvina, la criada apache, que lloró en sus brazos por su niño Folliard. Luego la india le dio un beso en la mejilla y le regaló una bufanda hecha por ella, para que lo protegiera del frío.
Billy se emocionó con aquel acto sencillo y le regaló a su vez lo único que poseía, el daguerrotipo, contándoles una historia inventada y graciosa de cómo se hizo aquella foto, que les levantó el ánimo.
Pasaban las horas. La única que no estaba presente era Paulita. Billy no preguntó por ella pensando que tendría sus razones para no estar. Lo cierto es que la muchacha se sentía incapaz de mantener la entereza ante su amor cargado de hierros.
Luz la vio asomar por la puerta de una habitación. Paulita movió los labios diciendo algo en silencio. Su madre tuvo que leerlos. Asintió con la cabeza.
-¿Podría soltar a Billy de este señor…? –comenzó
-Dave, señora –dijo Rudabaugh.
-¿Podrían soltarlo? Mi hija desearía hablar a solas con Billy.
-No, ma’am. No podemos. Órdenes estrictas del sheriff, que teme alguna treta que le permita escapar.
-¿Está insinuando, caballero, que yo…?
-No insinúo nada. Todos sabemos cómo es Kid.
-No se preocupe, Mrs. Maxwell –terció Billy anudándose la bufanda al cuello; ya era hora de marchar -. Salude en mi nombre a Paulita. Entiendo que no quiera salir con estos hombres tan rudos –los señaló con un ladeo de cabeza y entonces su expresión cambió. Sonrió con picardía como un ladino -. A mí también me dan miedo. ¿Sabía usted que disparan…?
-Basta, Billy –interrumpió Jim East. No había por qué dar detalles de la detención.
-No avisan, no –insistía, sordo.
-¡Ya basta! –le dolían las palabras de Kid. Eran ciertas, pero cumplían órdenes, se justificó así mismo sin saber que, 60 años más tarde, también se escudarían en las órdenes los nazis durante sus juicios por crímenes de guerra.
Dos días más tarde entraban en Las Vegas fuertemente encadenados y una escolta de diputados armados a caballo a cada lado de la carreta despojada de su lona, para que pudieran verse los reos a la perfección.
La noticia de que traían presos a los Rustlers reunió a gran número de curiosos que deseaban verlos. El periodista Albert E. Hyde, que se alojaba en el Grand View Hotel, escribiría en el periódico:
Fue una tarde hermosa, la elevación del hotel ofrece una visión amplia de la llanura. A medida que pasaban las horas esperando su llegada, las multitudes se impacientaron y se mostraron escépticas cuando, desde nuestro punto de vista, de repente distinguimos una nube de polvo en el suroeste. Cuando avanzó hasta estar lo suficientemente cerca y la gente vio la carreta acompañada de hombres montados, se escuchó un poderoso grito ¡La noticia era verdad! Billy el Niño estaba preso y Pat Garrett era un héroe.
Iban sentados los cuatro, dos a cada lado, uno enfrente de otro. A diferencia de Dave Rudabaugh, que iba con el sombrero calado hasta los ojos y la cabeza hundida contemplando sus pies, intentando ocultar su rostro para no ser reconocido, Billy estaba con el torso erguido, moviendo la cabeza como una peonza, estirando el cuello, mirando en todas direcciones con curiosidad chafardera. De pronto sonrió pícaro.
-¡Eh, Pat! –gritó alegremente – ¡Deberías ir a pie!
-¿Puedo saber por qué?
-Para que descanse el pobre animal. Lo vas a descoyuntar con lo que has engordado de vanidad.
Pat Garrett gruñó por toda respuesta. Se mordió la lengua cuando oyó la divertida carcajada de Billy como respuesta a su bufido. Son of a bitch!, pensó. Mataba a sus amigos, lo capturaba, lo sometía a escarnio paseándolo delante de todos, ¡y se pitorreaba!
Albert E. Hyde tomaba notas para el artículo. Le llamó la atención que Billy era barbilampiño, que sonreía mostrando los incisivos y que llevaba el sombrero hacia atrás saludando jovialmente a la multitud, llamando por su nombre a cuantos conocía, dedicándoles unas palabras.
Y Pat Garrett, que sólo le había faltado levantar el brazo y saludar con la manita como los monarcas a la muchedumbre que jaleaba su victoria, vio que aquel chiquillo lo anulaba completamente; la horda se olvidaba del paladín y coreaba al villano. Azuzó a su caballo adelantándose obviamente molesto y sorprendido por la reacción de la desagradecida plebe, dejando a la carreta y sus ayudantes rezagados, maldiciendo a Kid, que estaba disfrutando, como un arrapiezo, al amargarle su gran triunfo. Salvo que la motivación de Billy era más profunda que la simpleza de dar por culo a su captor. No iba a permitir que nadie lo viera hundido por muy desanimado que se sintiera por dentro. No, no les daría la satisfacción. A mal tiempo, buena cara.
Garrett se detuvo, se volvió y ordenó a gritos al conductor de la carreta que cruzara ligero la plaza hacia la cárcel.
La sacudida, por el cambio de ritmo, hizo que Dave levantara la cabeza.
-¡Es Rudabaugh! –aulló una voz.
Pronto se corrió, entre los mexicanos, que Dave Rudabaugh estaba entre los presos. Había matado a uno de ellos en los días en que trabajó como ayudante del sheriff en Las Vegas.
A lo largo de la madrugada fue aumentando el número de nativos de Nuevo México frente a la cárcel. Era un secreto a voces que querían lincharlo. Pat Garrett tuvo que aumentar rápidamente su fuerza a treinta hombres para proteger la prisión.
Ninguno atacó, esperaron al amanecer, cuando Garrett sacó a los detenidos para trasladarlos a Santa Fe. El sheriff los extrajo de la cárcel manteniéndolos en medio de sus ayudantes, que hacían corro, para que pudieran subir a la carreta cerrada que los conduciría a la estación.
Mientras Pat Garrett alzaba la voz para hacerse oír intentando calmar a la jauría sin éxito, Billy le pedía guasón un revólver para ayudarle.
Para decepción del muchacho un terrateniente mexicano, con gran ascendencia entre los suyos y respetado por los gringos, intervino a favor de la Ley. El señor Otero consiguió tranquilizar lo suficiente a los linchadores para que les permitieran llegar al tren.
Garrett suspiró aliviado convencido de que, los mismos que habrían linchado a Rudabaugh, habrían ayudado a escapar a Billy.
Los dos hijos del señor Otero estaban interesados en conocer a Kid y su padre les permitió que les acompañaran en el viaje. Billy no tuvo inconveniente en charlar con ellos. Uno de los hermanos, el futuro Gobernador Antonio Otero, tenía su edad.
Antonio sentía verdadera curiosidad por el forajido, porque lo que oía de Kid estaba lleno de contradicciones. Su gente lo alababa, incluido su padre, y también muchos gringos pobres. Pero los grandes ganaderos, los que ostentaban el poder y quienes defendían sus privilegios lo detestaban. Le habían dicho que Billy era un botafuego con un temperamento ingobernable, pero él no vio en todo el viaje nada de esto. Al contrario, siempre estaba de buen humor, risueño, alegre y afable.
Antes de que llegaran a Santa Fe, Kid se los había ganado y a ninguno de los dos hermanos les hubiera importado nada que consiguiera escapar.
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