A título póstumo.

Rugoso. Polvoriento. Desamparado. Mis manos ya no sólo eran sentido, sino sentimiento. Notaba cómo alguna parte de mi ser se escapaba por los dedos, buscando libertad antes de ser corroída por la oscuridad. Pero seguía anclada al suelo, desvelada en el intento de restar angustia a ese momento. Por eso acariciaba las piedras, por el simple hecho de encontrar sustento en algo que ni siquiera podía ayudarme; tal era mi desconsuelo.

Sin embargo, en un alarde de valentía, abrí los ojos; quise perderme por última vez en aquel sendero nocturno que tantas otras madrugadas me había guiado hacia el destino correcto. Me sentía inútil utilizando mi cerebro para algo que ni siquiera necesitaba. Tenía –siempre había tenido- una memoria prodigiosa, hasta el punto de recordar cada minuto de mi historia desde que tuve consciencia.

Recordaba tardes en el río, buscando renacuajos en la badina que se formaba debajo del puente, cazando fugaces rayos de luz con un colador y metiéndolos en un tarro para llevárselos a mi abuela, mojados y atrapados, y así que ella los liberase de nuevo, los liberásemos juntas.

Recordaba también días enteros, entre el agobio de los exámenes, colgada de las vías del tren, con una cerveza en la mano, un amigo al lado, y una palabra en la boca que desencadenase un interminable debate acerca del sentido de la vida. Claro está que eso duraba hasta que el sol se escondía tras las montañas y empezaba a refrescar; era momento de volver a casa.

Más adelante veía noches de desenfreno, de música y alcohol, cuerdas vocales desgarradas en mi menor, miles de ojos, nublados de humo, entonando la misma canción. Los puños levantados repetían incansablemente el omnipotente lema que nos movía, “resistir ye benzer” gritaban, y afuera, en la calle, sólo el eco era testigo de nuestra furia.

Relacionaba esos momentos con miles de lenguas, con susurros al oído y manos perdidas en lo más profundo de mi soledad. Podía incluso revivir el momento, notar cómo el aire inundaba mis pulmones, una y otra vez, se aceleraba mi pulso, el del mundo, me elevaba al tiempo que me rompía por dentro. Después aullaba la luna y las estrellas se escondían debajo del edredón.

Recordaba los domingos, solitarios y vacíos, saboreando la resaca, tirada en la cama viendo por enésima vez cualquier película de Kubrick o escribiendo al son de los acordes de aquel músico irlandés que descubrí en una calle de Dublín. No podía escribir sin música, necesitaba una melodía para que fluyesen las palabras, y me perdía en mis adentros cuando piano y violín desglosaban la naturaleza inhóspita de mis pensamientos.

Incluso quedaba en mi memoria aquel poema que alguien me hizo llegar, acompañado por una insignia y una rosa roja, con espinas:

Reescribía su vida en la basura,

y se ahogaba, lentamente, en mis pupilas.

Un día decidió que ya era suficiente,

que la muerte no sería su estandarte,

que sus gritos no serían sino de victoria.

Aunque te acusaron de demente

(les hería la llama de tus ojos al mirarte),

estabas decidida a cambiar la historia.

Recuperaste la voz en un suspiro,

y las horas se aferraron al destino.

Jamás podría olvidar el instante en que todas las bocas se alzaron a la vez para derrotar al enemigo. Llevaba tanto tiempo esperando ese momento, tantos intentos de abrir las conciencias, tantas esperanzas depositadas en un ideal, que cuando el sueño se hizo realidad no pude sino respirar y contemplar aquello que nunca me habría visto en aras de presenciar.

Recordaba todo eso y más, pero no era capaz de retornar al momento exacto en el que empecé a recordar, en el que empecé a ser.

Ahora estaba llorándole al cielo. La mirada, ojos quietos, vidriosa supongo, se había fijado en un punto. Bajo la nitidez de la bóveda nocturna, formando constelaciones de recuerdos, mi vida entera se plasmaba en apenas un leve segundo, mis venas se llenaban lenta y dolorosamente de melancolía; melancolía que invadía de nuevo mis ojos, y se desbordaba buscando el precipicio de mis labios, agrietados por el frío cortante que empezaba a congelar hasta la última gota de sangre.

La melancolía sabía a sal, había sido necesario morir para descubrirlo.

Entre todo ese amasijo de sentimientos, mi mente bullía por descubrir quién era, cuándo había empezado a ser lo que ahora estaba muriendo, y me maldije a mí misma por haber dejado siempre las cosas para el último momento. Siempre la misma canción, el mismo argumento y, al final, siempre puntos suspensivos. Sin embargo…

Sin embargo ahí estaba, tirada en el suelo, víctima del salvajismo humano, derrotada por una bala, herida de muerte por una guerra que se veía venir. Pero era mi deber, me había jurado a mí misma dar la vida por la causa, y, aunque intentaron (con)vencerme con falsas palabras e hipocresía barata, las promesas son inquebrantables. Pero al fin y al cabo una vida es una vida, no cambiaría el curso de la guerra, simplemente crearía un icono para aquellos que creyeron en mi misma causa. Todos somos humanos, y todos hemos de acabar nuestra desaventurada andanza por el mundo.

Nunca me había planteado cómo sería la sensación de morir, y, realmente, me sorprendió. Sí, el dolor físico, en otras condiciones, me habría resultado insoportable, pero el hecho de tener asegurada la muerte me hacía estar pendiente de todas las sensaciones, al menos por última vez.

Sentía que el inmenso agujero que había perforado mis entrañas ardía en llamas, me condenaba a un infierno real que desguazaba la cuenta atrás de mi existencia; el plomo abrazaba el corazón y era la imagen más aterradora del amor que jamás se había presenciado ante mis ojos, invadía cada latido haciéndolo sufrir, desafiando el tic tac de aquella bomba de relojería que hacía que siguiese viva; mis pulmones luchaban a duras penas por y contra aquel aire que al mismo tiempo los ahogaba y me daba fuerza para seguir consciente; cada movimiento resultaba prácticamente imposible, me deshacía de dolor el simple hecho de mover un dedo.

Eso era la muerte, sobrevivir un poco más.

Y ahí seguía, alejada ya de cualquier intento de burlar el final, consciente de mi propia desgracia y sumida en la última lucha: descubrir quién fui. La tarea no era fácil, pues por mucho que buscase en mi memoria siempre llegaba a la misma imagen: yo sentada en el suelo, mirando mi mano, asombrada de lo que había encontrado en mi cuerpo.

Empecé a sacar la conclusión de que mi memoria se remontaba al momento en que tomé consciencia de mi condición de ser humano. Fueron a juntarse el raciocinio y el recuerdo en el instante en que alejé de mí la primera forma de vida, el primer instinto animal que impulsa a las crías a ocuparse de sobrevivir en un mundo que aún les es ajeno.

Cuando comprendí eso concluí que la memoria, al ser algo propiamente humano, empieza a tomar forma en cuanto se toma consciencia de uno mismo.

Había perdido demasiado tiempo y esfuerzo sacando esa conclusión, aunque me ayudó a saber quién era realmente. Sin embargo, era ya demasiado tarde. Notaba cómo el aire se perdía entre el ambiente y mis pulmones, odiaba el oxígeno por desaparecer cuando más lo necesitaba; sentía cómo la sangre desgranaba en mis oídos, y odiaba mis venas por no resistir el embate del reloj; me ardía el enorme agujero que la bala había provocado en mis entrañas, y odiaba al hombre por haber creado las armas.

Recordé por última vez toda mi vida, mas cuán difícil es priorizar la existencia en cortes de tres segundos.

De repente las estrellas desaparecieron, y con ellas mi memoria; también me abandonó el dolor, y con él mi historia; se fue la melancolía, y la vida me supo a vacío; me perdí yo misma, y un último punto de lucidez permitió a mis ojos cerrarse en paz.

enclavenublada
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