Vacaciones.

Pronto. Demasiado pronto todavía. Aquellos ojos de piedra, fijos en los tuyos, removían las oscuras e impenetrables sendas del miedo. Cada crujir de la ajada madera, cada rechinar de los hierros oxidados retumbaba como si fuese el aullido penitente de algún desgraciado ardiendo en el infierno. La vasta negrura que se alzaba sobre tus cabellos, sostenida por columnas de trazos imposibles, en nada tenía que ver con la apacible serenidad de la noche ahí fuera. En fin, una espera interminable, como un canto gregoriano de los de antaño, que pronto había de dar sus compases finales.

Pero obró el milagro. Un rayo de luz alcanzó las baldosas, abriendo un reguero de motitas de polvo en la asfixiante atmósfera que sabía a antiquísimos tiempos, que olía a la fe de cuanto peregrino hubiese quedado prendado de aquella maravilla de cristal, que recordaba noches y días de tramas imposibles y órdenes tajantes. Por fin, el primer rayo de luz que había de iluminar Septima Legionis hizo justicia con la íncreíble belleza de las vidrieras.

Mereció la pena esperar para ver aquel acontecimiento, te dijiste.

Sin embargo, conforme iba inundándose la catedral de luz, de color, de vida, también lo hacía de turistas y peregrinos, obsesos por conseguir una foto de aquella maravilla para enseñarsela a sus conocidos a la vuelta. Lástima que la mayoría de ellos no supiesen apreciar lo verdaderamente importante de aquella grácil odisea arquitectónica, a cuyos encantos quedaste rendida nada más entrar por una de sus naves y encontrar aquel edén de la imaginación humana.

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