Ángel. Capítulo 1 (de 8)
- publicado el 25/10/2008
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PODÍA ELEGIR
El hombre entró en la habitación y encendió la luz. La mujer se incorporó de la cama y lo miró expectante. Él llevaba la camisa fuera del pantalón, tenía los ojos enrojecidos y en su cara se dibujaba una gran sonrisa.
–Hoy estoy contento. Esta noche puedes pedirme lo que quieras.
La mujer se quedó callada.
–Vamos… te doy a elegir, como el viernes pasado.
–Pero no es necesario, yo me conformo con…
–Claro que es necesario. Hoy estoy muy excitado. No me hagas perder el tiempo porque no voy a poder aguantarme. Dime.
La mujer volvió a callar, preguntándose sus posibilidades y sopesando las ventajas y desventajas de cada una. Quizás sólo sopesaba las desventajas.
–Venga… que te estoy dando a elegir… Deberías agradecérmelo, no todos los hombres son tan generosos con sus mujeres. ¿No crees que deberías darme las gracias?
–Sí — susurró ella.
–Pues vamos, dime qué quieres, porque empiezo a cansarme.
–¿Cuáles son mis opciones?
–Yo qué sé mujer… ¿es que no sabes qué me gusta? Puedes innovar con algo, si quieres… Pero ya, o improviso.
–Es que hay tantas cosas que no sé decir ninguna.
–¿Te ayudo?
–Bueno.
–Vale… Pues… ¿por dónde empiezo?, ¿por la espalda?
–Mejor por las piernas — recomendó ella, sabedora de la fragilidad que habían adquirido sus costillas los últimos meses.
–¿Y los mordiscos?, ¿dónde?, ¿o prefieres el cinturón?
–El cinturón — concretó después de dudarlo un instante, tras recordar que el dolor se pasaba más rápido.
–Vale… y… ¿lo hago antes o después?
–Antes mejor.
–Puedes escoger: el palo por delante, o yo por detrás.
–Tú.
–Así me gusta. ¿Ya puedo empezar?
–Sí — concedió ella con la mirada baja y ardiente.
–Allá voy cariño.
El hombre cumplió las peticiones de la mujer, y golpeó sus piernas con los puños cerrados, y la azotó con el cinturón en los brazos, en la espalda, en los muslos y en los pechos. Se tomó la libertad de añadir algún que otro detalle fuera de guión, como un guantazo en la cara o un mordisco en el costado, disfrutando con el chillido de sorpresa y dolor que ella dio al recibirlo. El condescendiente marido accedió a la preferencia de su mujer, muy a su pesar, y esa noche no la violó con el palo. Se limitó a penetrarla con toda la fuerza de la que era capaz, pero sus quejas le resultaron pocas, así que golpeó su espalda para acrecentar sus gritos.
Cuando el hombre terminó se tumbó en la cama y encendió un cigarrillo. Ella fue al baño y se lavó algunas heridas producidas por los latigazos del caro cinturón de cuero de su importante y ejecutivo esposo. Volvió al dormitorio cuando el hombre estaba apagando el cigarro. Le hizo un gesto con la mano para que fuera a la cama, y ella obedeció sintiendo que cada paso era una cuchilla que la rajaba por dentro.
Se tumbó dándole la espalda, encogida en la postura fetal del vulnerable.
–Te quiero. Ya sabes cuánto te quiero, preciosa — dijo él con una suavidad y calidez que pocas veces poseían sus manos.
–Lo sé — dijo ella, y pensó que no lo había hecho tan mal. Debería sentirse orgulloso de ella, que había aguantado tan bien aquella noche. Él había sido paciente y le había dado a elegir. Eso no lo hacían todos los hombres. Decía tanto a su favor… — Yo también te quiero, cariño — respondió la mujer, y se volvió para abrazar al hombre con el que llevaba doce años casada.
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