Evocando a Caín (7)
- publicado el 18/03/2022
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Las joyas de una vida: capítulo 4
Oscuridad. Latente en las pupilas de los hombres la preocupación y la intriga. El que se hacía el jefe del grupo portaba una antorcha que iluminaba la noche. Debían de ser por lo menos seis, contando al mencionado cabecilla, el cual caminaba de un lado a otro, apoyándose de vez en cuando sobre un tronco viejo, haciendo bailar a su antojo las sombras de sus compañeros.
Estaba muy nervioso, aunque no era la primera vez que asaltaba las tierras de Ranstings junto con otros soldados. Incendiarían casas, violarían a mujeres y niñas y arrasarían todo lo que pudieran. Así cedería el Conde, que no dejaba un pedazo de tierra condenado a caer a manos de sus enemigos.
Las montañas son un buen refugio, y mucho mejor lo es cuando la noche es tan densa. Esperaban a que se acercara alguien, y así fue. Aparecieron de entre el fulgor nocturno tres jinetes. Primero bajaron los dos que flanqueaban al central y, tras ello, el de en medio descendió del caballo con algo envuelto bajo el brazo.
–Mi Señor, mil gracias una vez más por vuestra ayuda –saludó el hombre de la antorcha al recién llegado, haciendo una leve referencia.
El hombre era viejo, de rostro enjuto y mirada altiva. Sus andares mostraban poderío y capacidad de mando, pero su inquietud revelaba que se hallaba lejos de su hogar, realizando acciones poco legales.
–Aquí salimos todos ganando, no hay nada que agradecer –respondió–. Si el viejo Elliot no cede por las buenas, lo hará por las malas. El Señor nos perdonará si hacemos esto por él, y no solamente por nosotros. Por eso rezo mucho últimamente. Si todo sale bien, haré aquí mismo un monasterio para los cistercienses. He oído que tienen mucho porvenir y gracia del Señor.
–Y muchos sueldos, también… –murmuro el hombre, en tono nervioso–; ¿procedemos?
El jinete dejó encima de una roca su carga. Eran espadas, antorchas y demás armas.
–Muchas gracias por vuestra ayuda, Mi Señor. No podemos usar nuestras propias armas, seríamos descubiertos tarde o temprano.
El jinete se montó en su caballo. Parecía preocupado, pero muchísimo menos que el hombre de la antorcha.
–Te repito: todos salimos ganando –dijo quitándose un anillo de la mano y lanzándoselo al hombre de la antorcha–. Aquí tienes tu pago por esta ocasión. Procura venderlo cuanto antes, pues posee el blasón de Sussox: una cruz latina dorada.
–Así lo haré. Hasta la vista.
Y tras ello los tres jinetes partieron hacia sus tierras. Los allí congregados tomaron armas y subieron a sus propios caballos.
Cabalgaron cada uno con sus espadas envainadas y con una antorcha en la diestra. Las colinas de Ranstings temblaban a su paso, a sabiendas de que iban a arder de dolor. Comenzaron quemando las cosechas de trigo, y luego las de centeno y avena. En pleno verano, habían condenado a los campesinos a la hambruna más dura y, con ello, a su Señor, Elliot de Sutter. Quemaron más de una cabaña y asesinaron a varias familias. Era la presión constante que los Sutter recibirían por defender lo que era suyo. La cosa no había hecho más que comenzar.
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Hageg
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