Fue tan efímero...
- publicado el 04/12/2013
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Las joyas de una vida: penúltimo capítulo (II)
Beatrice no podía dormir. Había olido las llamas y los gritos. También se había percatado de los gemidos de dolor y del sonido de las espadas. Algo ocurría fuera. Estaba preocupada, pero no tenía miedo, porque sabía que en Ranstings estaba William, y de una manera u otra él cuidaría de ella.
Las vacas mugían de manera extraña. Algo había fuera. Beatrice empezó a inquietarse. ¿Y si alguno de los que siempre se hallan haciendo maldades por esas tierras trataba de entrar en su cabaña? No podía ser. A ella no podía ocurrirle semejante injusticia, no después de perder a sus padres, de no tener familia y de estar viviendo la mejor etapa de su vida. Además estaba William, por supuesto. Nada le iba a ocurrir en Ranstings. Pero llamaron con fuerza a la puerta, y Beatrice empezó a dudar de todo.
Saltó de su lecho y bloqueó la puerta con una silla haciendo el mínimo ruido posible. Siguió insistiendo un tiempo, pero pronto escuchó una voz que la tranquilizó.
–¡Beatrice! ¡Soy William, ábreme!
La joven abrió la puerta corriendo y abrazó a su amor.
–¿Te ha pasado algo? ¿Estás bien? –preguntó inquieto William–. Señor Bendito, he padecido tanto por ti, mi amor.
Siguieron abrazados, sin soltarse el uno del otro.
–¿Qué está pasando, William?
–Lo de siempre, han venido a hacer el mal… Nunca pararán hasta que este pedazo de tierra sea suyo…
–Ya sabía que vendrías –le interrumpió Beatrice–, siempre has cuidado de mí –dijo acariciando el mentón de su hombre y besándole con fuerza.
De los besos pasaron a las caricias, y de ahí al lecho. Su pasión era desenfrenada, nada podía con ellos. Parecía que todo lo malo había pasado ya.
–Me siento tan feliz a tu lado –dijo Beatrice abrazándole–, no quiero que este momento termine nunca…
–Trata de descansar un poco, mi amor –dijo William, sonriendo complacido y sintiéndose protegido con la mujer que amaba–. Duérmete ya, princesita…
El corazón de Beatrice se estremeció. Sus recuerdos conformaron un rompecabezas perfecto del que no podía dar crédito. Revivió con toda claridad la muerte de sus padres, aquella trágica noche y al hombre que le había dicho aquellas exactas palabras hacía años atrás: <duérmete ya, princesita>. Ese encapuchado se había presentado en condiciones semejantes a las de William. Era su misma voz, nunca antes la había reconocido de los labios de su hombre, pero no dudaba de que fuera la misma, pues no había escuchado nada más que esas palabras de los labios de su agresor. Después pasó por su mente todos los momentos con William, todas sus palabras y todas sus inquietudes. Pensó en el Conde Elliot, en Ranstings. Pensó que aquel al que consideraba su bien más preciado era el que causaba el mal para todos los demás.
<Me gustaría poder dártelo todo>, había dicho su amado. <Te prometo que algún día tendré mis propias tierras, mis propios siervos y, al contrario que mi padre, conseguiré en ellas paz>. Su amado había ayudado a crear la guerra para conseguir la paz, pero eso no era válido para Beatrice. William, su amado, había matado a sus padres.
–¿Qué te ocurre? Estás temblando.
Beatrice no sabía qué decir, no tenía nada qué decir. No sabía qué decir a ese hombre. Habían sido tantas mentiras y tan grandes… Ése era un extraño. William de Sutter nunca existió, sólo en su mente.
Golpearon a la puerta con fuerza varias veces, y luego se erigió una voz.
–¡Abre la puerta o entraré a la fuerza!
William se incorporó. Su rostro reflejaba preocupación. Entonces a Beatrice se le llenaron los ojos de lágrimas, pero de felicidad. Puede que William fuera realmente quien fuera: una persona que la amaba y que hacía el bien para todos. Se le pasó por la cabeza que aquellas palabras sólo eran una coincidencia, algo que se dice paternalmente para propiciar el sueño a un ser querido: <duérmete ya, princesita>. La persona que estaba fuera debía ser el verdadero causante del mal del condado.
–¡Han venido! –advirtió William–. Beatrice, has de esconderte, ¡a prisa!
–¿Y qué voy a hacer? No hay ventanas, esto es demasiado pequeño.
Seguían golpeando a la puerta con fuerza, y William actuó con rapidez. Cogió varias vasijas y muebles de la vivienda y los colocó en un rincón de la cabaña. Beatrice quedaba perfectamente guarecida bajo la estructura formada por esos elementos. Luego William agarró una manta y se dispuso a echarla encima para que no vieran a su amada.
–Cuidarás de mí, ¿verdad? –dijo entre sollozos Beatrice.
–Siempre. Te amaré siempre… –concluyó, ocultando a su amada con rapidez.
La puerta se abrió, y la habitación se empezó a llenar de individuos.
–No puedo creerlo, William de Sutter, el hijo del Conde. ¿Vos sois el traidor?
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