Amar con miedo
- publicado el 22/01/2014
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La máquina del olvido
La máquina de olvido
Creemos que el tiempo tiene las respuestas de todo, cuando en realidad lo único que hace es hacernos olvidar de la pregunta. La soledad nos ha enseñado a sufrir, a vivir en la más pura y tersa de las verdades y en el más negro de los escatimados silencios, pero el amor, nuestra única respuesta, también se forja como el único fin, cuando este no debe ser entendido como tal pues estaríamos afirmando que comprendemos el amor de manera fatídica y tanática (fin) y de tal manera este no sería crucial para una sociedad que huye de sí misma porque el amor significaría la ausencia. ¿Acaso lo mejor del olvido no es recordar, saber que olvidamos? Toda finalidad puede ser medida y alcanzada con éxito y si este fuera el caso del amor significaría que el éxito es el amor eterno, el que no existe, o el amor que está destinado a la muerte, pero en cualquiera de los dos casos le estaríamos otorgando rasgos humanos y tangibles a elementos ajenos y externos como lo son nuestros propios sentimientos, pues estamos lejanos, distantes, ausentes y estos se posan ante nosotros, incomprensibles como la lectura del tarot.
Soy incapaz de olvidar, incapaz de ser feliz, ya no recuerdo la última vez que sonreí. Creo que era niño entonces, inocente… ¿qué quería ser cuando fuera grande? Niño, por supuesto. No quería ser ni astronauta, ni cosmonauta, ni taikonauta, mucho menos ingeniero y me faltaron las agallas para ser artista. Creo que ser niño siempre fue mi sueño; la inocencia nos da la posibilidad de viajar dentro de nuestra propia galaxia (alma), mientras que ser astronauta solo nos da la posibilidad de huir de la tierra, y lo más curioso del caso es que en la soledad de ese viaje interestelar aprendemos a encontrarnos a nosotros mismos, a enfrentarnos a nuestros demonios y a saborear el silencio.
Cuando era joven recordaba incluso las cosas que aún no habían pasado… y ahora la idea de un eterno retorno corroe constantemente mi alma, ya mayor, sin esperanzas. Aunque pretendas sacarme una sonrisa, seguramente será fingida, saldrá de mi cuerpo por reflejo. Mi alma es fría, débil y lo único que ha olvidado es a sí misma, a su reflejo tras el cristal y ahora solo el humo del cigarrillo traza su imperfecta silueta. Yo puedo pretender estar ahí, hablarte de mi, de mi pasado aunque no lo recuerde, mientras intercambiamos sonrisas, despedidas y martinis, pero simplemente no estoy allí, porque no he logrado olvidar, no tengo un pasado y ahora los recuerdos son vagos. Una mujer, un lago, el sol y una adicción son todos los recuerdos que tengo. Creo que olvidarme de mi mismo es mejor que olvidarme de alguien más, el olvido es solo un camino de muchos que habrá que recorrer, es ese libro de vicisitudes, ese libro que habla de ti y de mi como nosotros, ese libro que soy incapaz de cerrar así ya esté cerrado porque aprendí sus líneas. Es que el olvido es como un viaje intergaláctico, recorremos mundos desconocidos en nuestro interior y viajar con esperanza es inclusive mejor que llegar al fin. ¿Para que olvidarme de todo cuando puedo mentir sobre ello? ¿Para qué soñar con un mañana cuando los recuerdos se han vuelto borrosos?. ¿Qué somos nosotros sino recuerdos? ¿Por qué es tan corto el amor y tan largo el olvido? .
Si tan solo hubieras vivido en mis tiempos entenderías muchas cosas que quizás omita en esta nota. La decadencia en las ciudades se había hecho grande y el olor a putrefacción ya no venía de alcantarillados, cunetas, rigolas o caces (ya los gobiernos habían resuelto los problemas sanitarios) pero aún así el hedor no cesaba, suelo creer que el olor de las almas podridas es aún más fétido y fuerte que el de los desperdicios del cuerpo y de allí provenía ese olor a rancio.
La gente ya no soñaba; no tenía la necesidad de hacerlo. Podían ser lo que quisieran ser, la ciencia estaba a su disposición, solo se necesitaba tiempo de recuperación y de una pequeña cantidad de dinero para alcanzar lo que para ellos era la gloria. Los bisturíes habían sido reemplazados por finas máquinas que laburaban sin equivocación alguna sobre la piel de los humanos rebanando sus pieles y haciendo cortes precisos y exactos con el fin de otorgarles belleza a sus rostros y cuerpos. Las calles estaban abarrotadas de personas bellas, pero en la soledad de sus casas eran tristes y solitarias. La depresión se había convertido en el padecimiento más constante y es que el sufrimiento más intolerable es el que produce la prolongación del placer más intenso.
Creo que esto pasó porque todo era perfecto y la gente se cansó de lo adonis y se dedicó a sufrir. Pronto por ocio comenzaron a inyectarse enfermedades, con el fin de sobrellevar su tristeza; era como un tatuaje pero en la memoria que servía como auto flagelo a la insensibilidad. Fue tan drástico el cambio de tiempos que incluso la gente que antes le temía a la soledad ya no tenía más remedio que residir deshabitada. La belleza ya no era más que un suvenir pues nadie miraba a nadie, nadie hablaba con nadie y sobretodo nadie hablaba consigo mismo, era como si el cambio de tiempos se hubiese llevado las almas inocentes y las hubiese reemplazado por almas ya aprendidas. Nadie se sorprendía con la belleza ni con un jardín y mucho menos con el fulgor del sol. Poco a poco lo banal comenzó a convertirse en un modus vivendi. La gente era incapaz de forjar relación alguna, no solo de pareja sino con sus familias, pues la empatía ahora parecía inexistente, creo que lo mejor en ese entonces era llegar a ser viejo, medianamente sabio, porque solo así podía en cierto modo volver al pasado, anhelando ser niño y ese era el premio a la vejez; la nostalgia, pues no hay peor nostalgia, ni más intensa, que aquella que añora lo que jamás existió.
El cine y la música pronto fueron convirtiéndose en generadores de cultura, pero pronto también generaron el malestar en esta, pues las personas en su maldita soledad querían parecerse cada vez más a lo único que conocían, sus ídolos; y las ropas y camisetas se habían convertido en utensilios vacíos, vacuos y sin sentido. Comenzaron a obsesionarse de tal manera, que por ocio se ingeniaban enfermedades y las empresas y casas farmacéuticas con fines lucrativos siempre iban generando nuevos y más potentes medicamentos y tratamientos, con el supuesto fin de revocar estas enfermedades inexistentes. Las calles estaban infestadas de depresión, de decadencia, de sufrimiento…de dharmas. La gente con el fin de parecerse a las estrellas se inyectaba sus propias enfermedades para así medianamente poder generar empatía con el admirado. Lo que alguna vez fueron calles llenas de sueños, calles llenas de sentido, ahora eran pequeños laberintos llenos de termómetros y pesticidas.
No se si nací en tiempos equivocados, muchas veces siento que ni siquiera estoy vivo, que estoy ausente, casi como si alguien me estuviera soñando. Hay días en que me acuesto y tengo sueños vívidos, puedo verme a mi mismo tendido en una cama, desapareciendo poco a poco mientras la mente de un ser regente deja de pensarme y un águila me arroja a un abismo, comienzo a desvanecer. Un mito japonés dice que cuando somos incapaces de dormir es porque estamos despiertos en el sueño de alguien más, pues bien, no he dormido en más de una semana, mi sueño… siempre intermitente.
No se si soy la única persona capaz de vislumbrarse por las cosas, he encontrado la belleza en los hábitos más extraños y creo que inclusive pude llegar a saber en una oportunidad que era el amor del que hablaban los viejos libros de las polvorientas y abandonadas bibliotecas, esos viejos cementerios de los libros abandonados, y es que existen crímenes peores que quemar libros, uno de ellos es no leerlos otro es tener alma y no tener libros.
Pero yo también tenía mi adicción, no era exento al daño, ni al paso del tiempo y mucho menos pasaba desapercibida la depresión, que poco a poco se hacía contagiosa en una ciudad en la que el frío no era marcado por el clima sino por la ausencia de sonrisas. Yo estaba enfermo también, era adicto al olvido, a la nostalgia y al silencio. Cada día que pasó fue difícil para mi, fue complicado aceptar mi insanidad, que de a poco iba empeorando, cada vez me aislaba más, adentrándome en mi propia ausencia y en mi reflejo sin sombra. Así que fui incrementando las dosis de los placebos que nunca sirvieron pero ahora servían aún menos.
La casa en el lago, es lo último que recuerdo de mi viejo yo. Ya aislado del mundo, con temor a no poder olvidar que fui niño alguna vez, decidí encerrarme en mi propio averno; mi mutismo. Hubo momentos de desespero, el olvido no llegaba y los recuerdos se hacían cada vez más constantes y venían con cientos de preguntas que afectaban a mi psiquis cada vez de manera más intensa. Empezamos a olvidar las cosas que deberíamos recordar y no podemos dejar de recordar las cosas que deberíamos olvidar.
Ya entre la espada y la pared, la vida y la muerte, la sanidad y la locura, la esperanza y el olvido, decidí que era hora de intensificar la terapia. Era hora de aceptar y acogerme a los avances técnico científicos, quería que los procedimientos fueran diáfanos y transparentes y me presté como conejillo de indias para que algunos médicos trataran mi adicción y experimentasen con mi olvido; sufría de nostalgia crónica, decían ellos, yo solo quería olvidar mis recuerdos y comenzar a vivir de nuevo, quizás de una forma más banal… tener cerebro tiene su precio.
La clínica era blanca, de un blanco tan estéril que transformaba el ambiente en un cielo cinematográficamente manipulado por sobreexposición. Me acosté frente a varios médicos, mientras unos controlaban y monitoreaban mis pulsaciones, otros conectaban una especie de casco en mi cabeza que descifraría mi real estado. La cirugía como yo la llamé duraría 6 horas, pero en realidad no recuerdo cuanto tardó. No habría incisiones ni costuras, el proceso era simple. Los médicos intentarían cohesionar y confundir mi mente a partir de videos, obras, recuerdos y piezas musicales con el fin de que mis recuerdos fueran revocados y trasgredidos por estos nuevos injertos. No recuerdo nada de manera fiel por lo que resulta imposible contarlo.
Lo cierto es que tardé mucho tiempo en recordar, algunas memorias se borraron para siempre, otras no. Todavía recuerdo la casa del lago, mi obsesión con el olvido y la inmadurez que se vivía en las calles. Todavía recuerdo que me la pasaba recordando. No se si fue gracias a la ciencia que finalmente comprendí que para poder borrar los recuerdos no hace falta vender el alma al diablo, debo aceptarme como soy. Solo se necesita una pizca de agallas y un poco de amor, para comprender que la única manera de perdonar nuestro pasado es a través de la escritura. Fue así como descubrí, que una máquina de escribir es mucho más que una simple máquina, porque al fin y al cabo esa máquina de escribir es la única máquina del olvido.
- La máquina del olvido - 16/12/2013
Excelente uso del lenguaje. Muy buena historia y se siente la nostalgia, lindo tono.
Me encanto