Vine a morir
- publicado el 05/08/2013
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Elizabeth Stride
Era una típica noche en la gran ciudad de Londres de 1888. Faltaba poco para que el verano se despidiera definitivamente y comenzara el otoño. Pero aún así se podía apreciar como el frío comenzaba a adueñarse de la ciudad inglesa.
El sol comenzó a ocultarse, señal inequívoca para que las madres recogieran a sus pequeños para darles de cenar y arroparlos mientras esperaban a sus maridos que venían después de un día de trabajo buscando el calor agradable de su hogar.
Pero también era la señal para que las mujeres que llevaban una vida más alegre saliera para hacer su trabajo. Y Elizabeth Stride o como era conocida, Long Liz, no iba a ser menos. Aquella noche salio de la pensión que se encontraba en Flower and Dean Street para cumplir con el trabajo que desempeñaba.
_ ¿Vas a trabajar? _ Preguntó la dueña de la pensión. Una mujer que rozaba los setenta y olía a pescado _ En el periódico de hoy ha salido la noticia de que el asesino conocido como Jack el Destripador, se ha cobrado una segunda víctima.
_ Me guste o no, es mi trabajo y tengo que hacerlo. Aunque el peligro aceche porque si no, ¿de qué viviré?.
Elizabeth era una de las tantas prostitutas que ofrecía su servicio a cambio de unas pocas monedas en Londres. Era una de las más cotizadas, ya que al haber nacido en Suecia tenía una belleza poco común y hablaba inglés con un acento un tanto simpático.
Sin prisa anduvo entre los transeúntes que aún seguía deambulando por las calles de Londres. Eran hombres de la peor calaña, como estafadores, ladrones y algún que otro vagabundo que no tenía donde pasar la noche. Al fin y tras diez minutos de caminata, Elizabeth llegó a su puesto de trabajo y se colocó al lado de la vieja farola de gas, tan recta como una vela.
Aquella noche optó por ponerse un vestido rojo, el cual hacía que sus atributos quedaran marcados y parcialmente descubiertos. Y aunque el frío otoñal comenzaba a hacerse notar, la Long Liz, permaneció quieta, en espera de su primer cliente en la calle de Whitechapel. No tardó mucho en aparecer, pues pronto un hombre gordo y que apestaba a vino mezclado con opio se acercó hasta donde estaba ella.
_ ¿Cuánto por tu servicio?.
_ Media libra.
El apestoso hombre asintió y se fue con Elizabeth hacia un rincón apartado para poder eliminar la necesidad de tener sexo aquella noche. Al fondo se podía oír las campanas del viejo Big Ben marcando las nueve mientras Elizabeth cumplía una vez más con su trabajo. Al terminar la faena, la prostituta se subió las enaguas, se bajó la falda del vestido y extendió una mano para recibir la media libra que le debía el cliente.
_ Para hacerlo tan mal, cobras mucho, Long Liz.
_ No es mi culpa si la miniatura que tiene como pene no ha sabido hacer su función. Y ahora págame, tengo que volver a mi puesto de trabajo.
_ Ni hablar… Para ser una puta común, eres demasiado orgullosa, ¿no te lo han dicho? _ Y agarro a la mujer por un brazo para poder pasar su sucia lengua por el delgado cuello.
Elizabeth se apartó con brusquedad, propinándole una fuerte bofetada al asqueroso hombre. Al decir verdad, ella nunca temía a esa clase de hombres ya que después de veinte años de trabajo, estaba más que acostumbrada. Ese hombre era como el típico que quería hacerse valer, pero que en cuanto ella se imponía, solía pagarle el servicio sin rechistar.
_ Ya ves que no soy ninguna puta común. Ahora págame.
_ Ni lo sueñes.
Y ante sorpresa de la mujer, el hombre sacó una navaja de sus pantalones. Eran poco los hombres que solían atacar de esa manera, pero ante esa situación Elizabeth tenía que imponerse y comportarse valientemente si no quería morir allí mismo.
_ Deja a la dama tranquila.
Esa última frase dicha por una voz masculina, sobresaltó tanto a Long Liz como a su cliente. Normalmente los demás no solían entrometerse en una discusión entre una prostituta y su cliente. El viejo y barrigón desvió su mirada hacia el valiente que se atrevía a interponerse. Era un hombre elegantemente ataviado con un traje de chaqueta y en su mano derecha sostenía amenazadoramente un bastón con la punta acabada en forma de un león de marfil.
_ ¿Y quién es usted?.
_ Eso a ti no te importa. Ahora págale a la señorita y váyase.
Con la cara contraída por un gesto de enfado, el viejo se dirigió hacia el joven caballero con el pequeño objeto punzante levantado en un gesto amenazador. Pero por mala suerte para el agresor, el joven se deshizo de la navaja con un golpe de su bastón. Aprovechando que el agresor se quedó aturdido unos instantes a causa del inesperado ataque, el caballero aprovechó para propinarle un golpe con su bastón en la espalda, haciendo que se cayera al suelo.
_ P-por favor, n-no me haga daño.
_ Si no quiere que termine con lo que he empezado, págale la media libra que le debe a la señorita y lárgate lejos de aquí.
El viejo y apestoso cobarde soltó el dinero y se fue corriendo por donde había venido, perdiéndose en la oscuridad de la noche, Mientras que Elizabeth cogía el dinero del suelo tímidamente.
_ Señorita, ¿se encuentra bien?.
_ Sí, gracias a usted. ¿Y tiene mi héroe algún nombre con el cual pueda identificarle?.
_ Mi nombre no tiene importancia, sólo el hecho de que estés sana y salva.
_ En ese caso _ Sonrió con dulzura la mujer _ a mi anónimo héroe le concederé un servicio gratis. Es lo mínimo que puedo hacer.
_ No gracias, no será necesario. Pero procura tener más cuidado la próxima vez… los periódicos dicen que un despiadado asesino anda suelto.
Y sin más el amable hombre que se convirtió en su particular héroe, se fue. Elizabeth se entristeció, pues se sentía en deuda con él. Pero no tuvo que esperar mucho para volver a verlo, pues a los días volvió a verlo paseando tranquilamente por su zona de trabajo. La mujer no tardó ni dos minutos en abandonar su puesto para acercarse hacia donde estaba él.
_ ¿Usted por aquí de nuevo?. Me sorprende que un hombre como usted se pasee por los barrios de la clase baja de Londres.
_ No es tan raro si tengo una razón importante para hacerlo. La andaba buscando, pues estaba preocupado tras dejarla sola la noche pasada.
_ Es usted muy amable, pero ya ves que sigo perfectamente.
_ Entonces, no le molestará que le haga un regalo, ¿verdad?.
Para sorpresa de Elizabeth, el simpático caballero sacó de uno de los bolsillos de la chaqueta una rosa roja. Pero no una cualquiera, pues esa rosas sólo se cultivaban en los jardines del palacio de Buckingham y aunque una mujer como Long Liz nunca había entrado en un sitio de esa categoría, enseguida supo identificar la procedencia de la flor.
_ ¿Es lo que creo que es?… ¿Una de las rosas que se cultivan en el palacio de Buckingham?. No es que la rechace pero, ¿cómo lo ha conseguido?, ¿no se meterá en problemas por mi culpa?.
_ No se preocupe mi joven dama, porque digamos que tengo mis influencias. Sin más me retiro por esta noche y espero que tenga usted una noche de trabajo agradable.
Las otras noches que siguieron, el misterioso y apuesto hombre apareció junto con un pequeño regalo para Elizabeth. A veces era comida que ella no se podía permitir como uvas o caviar, otras en cambio, era una pequeña joya o flores que se cultivaban en el palacio de Buckingham. Y aunque la mujer se sentía mal por no compensarle tantos favores, pronto se acostumbro a sus inesperadas visitas durante el trabajo.
Y casi por sorpresa llegó el otoño. Una fría noche del treinta de Septiembre, Elizabeth se colocó en su sitio habitual junto a la farola de gas, esperando a ofrecer sus servicios a cualquier hombre que lo necesitara. Esa noche iba ataviada con un bonito vestido azul que resaltaba sus enormes ojos del mismo color.
La niebla era espesa aquella noche y dificultaba su visión, pero aún así pudo identificar a la figura que se acerba a ella con paso firme. El viejo Big Ben marcaba las diez en punto cuando el caballero que la salvó la vida hace un par de semanas, la saludó con amabilidad.
_ Buenas noches, my lady.
_ Buenas noches, my gentleman. ¿Qué le trae por aquí a estas horas y con esta horrible niebla?.
_ No se haga la sorprendida, ya sabes que vengo a visitarla. Pero esta vez me va a perdonar porque no tengo ningún regalo que ofrecerle.
_ No se preocupe, es más la que le debo un regalo soy yo por haberme salvado la vida y tratarme como una dama cuando ningún hombre es capaz de hacerlo.
_ ¿Pero acaso no estoy con una? _ Sonrió con amabilidad el simpático caballero _ Hoy me vas a permitir que sea descortés con usted y le pida un favor.
_ Por supuesto, ¿de que se trata?.
_ Verás necesito de tus servicios. _ El hombre se acercó con cierto halo de misterio a la farola, iluminando parcialmente su rostro. El cual por sus características parecía pertenecer a un un hombre no mayor de cuarenta años.
_ Por supuesto _ Sonrió la prostituta con amabilidad _ Pero con la condición de que no le cobraré nada.
_ Me alegro de que usted me conceda ese favor, pero me gustaría que lo hiciéramos en unos de los callejones de allí.
Elizabeth asintió y seguida por el hombre, se dirigió hacia uno de los callejones. Para sorpresa de ella, el hombre la introdujo con cierta brusquedad.
_ ¿Por qué tanta brusquedad?… ¿es acaso que le da vergüenza que le vean conmigo?.
_ Mis disculpas queridas, pero tengo cierta prisa.
_ Entiendo, en ese caso acabemos cuanto antes.
Elizabeth comenzó a bajarse la enaguas y a subirse la falda de su vestido azul, mientras aquel hombre la observaba con cierta mirada extraña. Elizabeth se estremeció, pero decidió no hacer caso a su subconsciente y seguir con su trabajo.
_ Antes de empezar me gustaría revelarle mi nombre. _ Ante aquella inesperada preposición, la mujer la miró extrañada pero curiosa _ Verás lo más seguro es que hayas oído hablar de mi, ya sea en los periódicos o por alguna de tus compañeras de profesión.
_ Así que estoy con alguien famoso. ¿Y quién es usted? _ Preguntó divertida Elizabeth_ ¿Eres el príncipe de Inglaterra?… ¿un político importante?… ¿O quizás un admirable médico?.
_ Se me conoce principalmente por mi extraña afición. Sólo lo he hecho dos veces, pero ha sido las suficientes como para que mi nombre se haga historia.
_ ¿Y su nombre es…? _ Preguntó impacientemente Elizabeth.
_ Jack el Destripador.
Y antes de que pudiera huir, aquel hombre que se comportó con amabilidad con ella, se abalanzó hacia su cuello, estrangulándola hasta darle muerte.
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