Alas de mariposa
- publicado el 21/01/2014
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Escala de Grises
Sangre. Barro. Restos de plumas tornasoladas. Un dolor indescriptible en la espalda, en unos miembros mutilados que no había tenido nunca y que sin embargo consideraba tan suyos como sus ojos o sus manos. Entre sus brazos, un peso muerto que no respondía a su nombre por mucho que lo gritase, y tras ella los gritos de sus perseguidores. Amenazas lanzadas al aire sobre lo que le esperaba cuando la atrapasen. Ya no podía volar, y a su alrededor todo eran espinas y zarzas que se clavaban en sus brazos y sus piernas, desgarraban su ropa y arrancaban las plumas de lo que una vez fueran unas preciosas alas, y que ahora no eran más que dos muñones quebrados y sanguinolentos. Por mucho que avanzase, por mucho que tratase de dejar atrás las voces, estas seguían detrás suya, cada vez más cerca. Y espinas, espinas por todas partes, sin atisbo alguno de una salida a aquel laberinto de pesadilla. La iban a atrapar, y la arrojarían al vacío como juraban que iban a hacer. Eso si antes no moría desangrada en mitad de aquel infierno de zarzas.
Perdida, estaba perdida.
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Laura despertó de repente, agitada y empapada en sudor frío. Aquel maldito sueño otra vez. Se había vuelto demasiado frecuente en los últimos meses, y ahora lo raro eran aquellas noches en las que podía dormir sin levantarse de repente, sin sentir ese dolor fantasmagórico en sus ahora inexistentes alas.
Agitó la cabeza y se estiró un poco para desperezarse. Aquella no era su cama, ni la habitación era su habitación. Y el dolor de cabeza y las nauseas le recordaron que la noche anterior había vuelto a pasarse con el alcohol. Es lo gracioso de la resaca, que por jodida que sea, es algo que te has hecho tu mismo y que se queda ahí para recordarte lo gilipollas que eres por pasarte bebiendo, así que te toca joderte y aguantarla, como una penitencia impuesta por tu propio cuerpo por maltratarlo.
– ¿Ya estás despierta? Aún es pronto; todavía podemos echar otro antes de que me tenga que ir a la universidad
Se giró hacia donde venía la voz. Por supuesto, estaba desnuda y no estaba sola en la cama. A su lado había un chico de unos veintipocos, rubio, pelo corto y ojos verdes, atractivo, y también desnudo, claro.
– Cojonudo Laura, te has llevado el pack completo: resaca y polvo con un completo desconocido. Joder, ¡si ni siquiera recuerdas como se llama! Si es que se lo llegaste a preguntar alguna vez, claro… -pensó para si misma.
El chico le cogió el brazo y repitió su pregunta con la mirada. O no tenía la resaca que ella tenía, o estaba tan cachondo que ni la notaba. Laura podía ver ese brillo de lujuria en sus ojos. Y no solo en sus ojos; era como una ola de calor que le rodeaba, distorsionando la visión como el asfalto caliente un día de verano. El olor a almizcle y sudor, a canela y guindilla y chocolate amargo, como un cóctel de feromonas que quería incitarla a entregarse. Pero el persistente zumbido en su cabeza y las nauseas le quitaron todas las ganas
– Voy a por un vaso de agua, tu sigue durmiendo -respondió Laura con la mejor sonrisa que podía esbozar en aquella situación, y tocó la frente del chico con la punta de los dedos. Inmediatamente cayó dormido y aquella esencia lujuriosa desapareció
Suspiró y salió de la cama. Su ropa estaba desperdigada por toda la habitación, así que pasó unos minutos buscándola y recogiéndola para acto seguido vestirse. Justo cuando terminó de atarse los cordones de las zapatillas, su estómago saltó como un resorte que hubiera estado esperando su momento y tuvo que ir corriendo al cuarto de baño, que por suerte en aquella casa desconocida estaba al lado de la habitación donde había dormido. Pasó cinco minutos abrazada al inodoro, vomitando nada más que líquido y flemas y llamándose de todo por pasarse bebiendo. Cuando las nauseas remitieron (seguramente solo le estaban dando un descanso) se incorporó y se lavó la cara con agua fría. Se secó con una toalla y se miró en el espejo.
La imagen que le devolvió no era de este mundo. Se dice que, recién levantada, hasta Scarlett Johanson parece un orco, pero para Laura eso no era más que un tópico. Laura tendría entre veinte y veintidós años (aunque desde su desaparición a su regreso habían pasado cinco años, el tiempo “allí” simplemente no tenía sentido, así que no estaba segura de cuanto tiempo real había pasado para ella), pero su juventud parecía congelada en un instante de perfección. Simetría perfecta solo rota por un pequeño piercing en la aleta nasal derecha, como si le hubiesen dibujado el rostro con útiles de dibujo técnico. Curvas perfectas, como cinceladas por la mano experta de algún Miguel Ángel que estuviese intentando sacar la belleza de un inerte trozo de mármol. El pelo, que le llegaba un poco más abajo de los hombros, estaba separado en siete bandas verticales de diferentes colores, como un arco iris; rojo, naranja, amarillo, verde, azul, índigo y violeta, de derecha a izquierda, y colores vivos y vibrantes, no artificiales como los de un tinte. Sus hombros y tobillos estaban cubiertos por bellos tatuajes florales que formaban intrincados patrones sobre su piel, complejos sin resultar recargados ni excesivos. Pero más espectacular que su pelo, sus tatuajes y su belleza intemporal eran sus alas. No eran alas de carne y hueso, ni de nada que pudiera ser tocado, solo visto. Dos grandes alas emplumadas de luz etérea, solo visibles bajo el ángulo adecuado, que se alzaban por encima de ella, dándole el aspecto de un hermoso ángel. Las agitó un poco y las desplegó, solo para asegurarse de que seguían ahí. Estaba convencida de que una vez tuvo alas de verdad que le permitían volar como un ave, y que aquellas alas eran solo un reflejo, un recordatorio de lo que había perdido. Sus ojos ahora eran dos esferas grises y apagadas, lo que le recordó a Laura lo mal que se encontraba; siempre tenían ese color cuando estaba deprimida. Agitó la cabeza e intentó dejar de lado todos los sentimientos de culpa y autocompasión que la abrumaban, y sus ojos pasaron del gris al plateado. Bueno, ya no estaba deprimida; solo triste.
– Bien Laura, creo que esto es lo mejor que vamos a conseguir hoy… -dijo con resignación
Abrió el armarito del espejo, buscando una caja de paracetamol o ibuprofeno; tenía que quitarse ese dolor de cabeza como fuera. Tuvo suerte y encontró un blister al que le quedaban un par de pastillas, así que se tomó una y se guardó la otra en el bolsillo de sus vaqueros desgastados. Luego fue a la cocina y abrió la nevera. Había unas cuantas latas de cerveza, así que cogió una, la abrió y se la bebió prácticamente de golpe. Era curioso; cuando tenía resaca, una cerveza solía hacerle sentirse mejor. Tal vez fueran los azúcares, o que la nueva dosis de alcohol le adormecía un poco la cabeza y hacía que le dejase de doler, o tal vez solo un placebo, pero le funcionaba. Tiró la lata a la basura y se recordó a si misma que debía parar por alguna panadería de camino a su casa; un tercio de cerveza y una pastilla de ibuprofeno en ayunas no solía sentar bien por mucho tiempo, y tendría que echar algo más al estómago.
Volvió a la habitación en busca de su abrigo y su bolsa. El chico seguía durmiendo a pierna suelta, y de hecho había empezado a roncar. Con el encantamiento que le había lanzado, probablemente aquel día no llegaría a clase. La habitación hacía gala de una desalentadora falta de personalidad. Una cama, un escritorio limpio y ordenado con un ordenador portátil sobre él, una estantería con libros de texto (a juzgar por los contenidos, aquel chico debía estudiar fisioterapia o algo similar) y una foto del chico abrazando a una chica morena. Los dos sonreían y estaban en una extensa playa soleada, seguramente no de España a juzgar por el color blanco de la arena y el lustroso turquesa del agua. En la esquina superior, había escrito a bolígrafo un “Te quiero” y debajo una mancha de carmín con la forma de unos labios. Por supuesto, tenía novia, y aquello hizo sentir a Laura una punzada en el pecho. No podía recordar si fue ella la que fue a por él, o al revés, pero se sentía mal por haberse acostado con un tío con novia. Internamente, sabía que ella no tenía la culpa; no podía saber que tenía novia si él no se lo había dicho, pero aquella mañana solo tenía ánimos de culparse a si misma.
Dejó la foto donde estaba y miró una última vez por si se hubiera olvidado algo. En la mesita de noche, junto al despertador, había una caja de preservativos. Eran suyos; siempre los llevaba cuando salía de fiesta. Cogió la caja y la miró unos segundos. Usar y tirar; prácticamente como ella había hecho con aquel chico. Dudaba que le hubiese dado su número de móvil, y hasta de haberle dicho su nombre. Seguramente no volverían a verse, y si lo hacían no se acordarían el uno del otro. ¿Eso era todo? ¿Otro más a su ya larga lista de polvos de una noche y de nuevo a sentirse como una mierda? ¿Por que siempre hacía lo mismo, si luego se sentía fatal? ¿Por que no era capaz de poner algo de orden en su vida?
Dejó los preservativos donde estaban; no se los iba a llevar. Estaba harta de siempre lo mismo, y en cierta manera aquello era un recordatorio de lo que había hecho esa y otras muchas noches, como si la resaca no fuese suficiente. Se puso el abrigo, cogió su bolsa y se la colgó a la espalda, y salió de aquella casa. Rezaba por no haber acabado en un barrio desconocido en la otra punta de la ciudad, y por primera vez en aquella mañana tuvo algo de suerte; conocía la zona y solo estaba a un par de paradas de metro de su calle, así que no tardaría más de quince minutos en llegar a casa.
Era una mañana de Febrero y hacía frío. El día había amanecido gris, y seguramente acabaría lloviendo. Todo parecía apagado y sin color; gente gris, edificios grises, calles grises… Como una película en blanco y negro en la que te tienes que imaginar los colores por los diferentes tonos de grises que tiene cada cosa. Laura, ella misma, era un foco de color en ese mundo gris, con sus alas iridiscentes y su pelo irisado iluminando como una vela en la oscuridad. Y de hecho, ella no veía el mundo como lo veía cualquier otra persona. Los de su… especie podían “ver” las emociones, torrentes de energía colorida que rodeaban a las personas que estuviesen siendo embargadas por alguna emoción intensa. Podía ver el rojo fuego de la ira y la pasión, el verde malsano de la envidia, y el esmeralda de la esperanza. El azul de los soñadores, y el dorado de los virtuosos. Y no solo colores; también se manifestaban como olores y sabores. El miedo olía a almizcle y sabía a cítricos, y la lujuria quemaba y picaba y al mismo tiempo estaba dulce, como una taza de chocolate fundido con un toque de guindilla. Laura podía saborear esas emociones, e incluso “alimentarse” de ellas; eso le proporcionaba una energía especial, que podía utilizar para hacer lo que solo se podía definir como magia, como había hecho con aquel chico para dejarlo dormido. Los suyos llamaban “glamour” a esa energía emocional, la misma sustancia de la que están hechos los sueños y la magia. Y sin embargo, a pesar de toda esa maravilla que ella podía contemplar a diario, había días como aquel en los que Laura solo veía el mundo en una escala de grises, incapaz de encontrar la belleza en un mundo cada vez más banal y frío. Recordaba vagamente, como una especie de sueño lúcido, otro mundo más maravilloso y terrible a la vez, lleno de colores, formas, olores y sabores imposibles. Y también el sufrimiento que vivió “allí”, en un mundo donde un humano no puede vivir sin adaptarse a su lógica demente y convertirse en otra cosa, en alguien como ella. Se estremecía al pensar en aquel mundo y en sus inhumanos, crueles y caprichosos señores, pero en alguna parte de su corazón, muy enterrado bajo el miedo y el horror, había una pequeña parte de ella que deseaba regresar y contemplar de nuevo aquella maravilla. Y eso era lo que más le aterraba.
Entró al metro y buscó un asiento apartado, pero era hora punta y estaba a rebosar. Gente que iba a su trabajo, o estudiantes camino del instituto o la universidad. En cuanto entró, sintió decenas de ojos clavándose en ella. Era imposible que no llamase la atención. Por supuesto, toda aquella gente no veía lo que ella veía cada vez que se miraba en un espejo; solo veían a una chica pelirroja, con pecas sobre la nariz y una curiosa heterocromía en los ojos (uno azul y otro verde); nada de alas, ni pelo arcoiris, ni belleza simétrica y perfecta. Pero aún así era lo suficientemente guapa y atractiva como para atraer un buen número de miradas; su apariencia humana era un reflejo de su verdadera apariencia, una máscara tejida con aquella energía, aquel glamour, que ocultaba su verdadero ser a los ojos humanos para que pudiera mezclarse entre ellos, pero como toda máscara, por perfecta que fuera, siempre dejaba algo del verdadero ser a la vista, y esa es la impresión que daba Laura a los humanos; todo el que la miraba sabía que había algo especial, que poseía una belleza magnética que no se encontraba con frecuencia. Algo… sobrenatural.
Porque Laura era sobrenatural. No era humana. Una vez lo fue, pero ahora era algo más y al mismo tiempo algo menos; en parte humana, y en parte sueño. Ella era una Perdida, una Changeling; una humana que había sido secuestrada por unos entes inhumanos y caprichosos, a los que los humanos en sus leyendas llamaban “Hadas”, “Buena Gente” o “los Nobles”. Laura los llamaba simplemente “los Otros”, porque ninguno de los nombres tradicionales les hacía justicia; les daban un toque infantil, benigno e inofensivo que no se correspondía con lo monstruosamente crueles que podían llegar a ser. Los Otros secuestraban a humanos para usarlos como sirvientes, como soldados, como peones en sus interminables juegos políticos, o simplemente como experimentos, juguetes o concubinas, y los llevaban a su mundo; Arcadia, Faeria, la morada de las hadas. Un mundo de infinitas posibilidades, donde nada se regía por las leyes naturales a las que los humanos están acostumbrados, sino por los caprichos y deseos de sus señores, los Otros, y por incomprensibles leyes de acuerdos y pactos. El agua no calmaba la sed, ni el fuego calentaba, ni la comida alimentaba, si el señor de un sirviente humano no lo deseaba; para ello, el sirviente tenía que llegar a un acuerdo con su señor y adaptarse a la ecología irracional de Arcadia, o morir. Y conforme pasaba el tiempo, a medida que el humano se adaptaba a Arcadia, dejaba de ser humano y se convertía en otra cosa, parte humano y parte hada; un Changeling. La mayoría de los Changelings acababan sus días en Arcadia, bien muertos por capricho de sus señores o simplemente demasiado enloquecidos por la naturaleza inhumana de Arcadia como para poder regresar, pero otros, como Laura, recordaban el mundo del que provenían, y su deseo de regresar era lo suficientemente fuerte como para abrir una brecha de escape y permitirles escapar a través del Seto, el extraño y espinoso interreino que separaba Arcadia del mundo mortal. Si tenían suerte, regresaban a través de las espinas del Seto de vuelta al mundo mortal. Si no, eran atrapados por los guardianes de sus señores, devorados por las criaturas nativas del Seto, o simplemente perdidos para siempre entre los laberintos de espinas.
Laura no recordaba casi nada de su estancia en Arcadia; recordaba haber sido moldeada y esculpida por su señor hasta convertirla en una obra de arte viviente, y ser utilizada como una estatua, un simple elemento decorativo en un palacio de nubes. Pero por encima de todo, recordaba el poder volar. En aquel castillo en el cielo, todos tenían alas; el que no las tenía caía al vacío para siempre. Ella recordaba volar entre enormes formaciones de nubes que asemejaban columnas griegas, entre arco iris de colores imposibles, y a través de tormentas tan poderosas que jamás se habían visto en la tierra. Y para su desgracia, lo echaba de menos. Sus alas llegaron a ser tan suyas como sus piernas, y en su huida las perdió. No recordaba exactamente como, solo el dolor que las pesadillas le traían a menudo. Cuando pensaba en ello, se sentía lisiada, tullida. Incompleta. Sabía que tenía que estar agradecida de haber podido escapar y seguir viva, pero ese vacío interior, esa sensación de que le habían arrebatado algo que no podía recuperar, persistía. Tal vez con sus alas le arrebataron también una porción de su alma. O tal vez, como muchos otros Changelings decían, ya perdió su alma cuando la arrastraron por el Seto camino de Arcadia, y que a su vuelta no pudo recuperar todos los fragmentos que había dejado enredados en las espinas.
El metro se detuvo en la estación de la calle de Laura. Aliviada de poder salir de aquel ambiente opresivo, se apresuró a salir a la calle. Lo primero que hizo fue dirigirse a una pastelería que estaba cerca de su casa y comprar una palmera de chocolate, para llenarse el estómago con algo más contundente que una cerveza. Se la comió poco a poco de camino a su casa, y algo más despejada y tranquila, se dio cuenta de lo cansada que estaba. Entre el salir de fiesta, el echar tres o cuatro polvos y las pesadillas, no debía haber descansado mucho. Por suerte, aquel día le tocaba turno de tardes en el trabajo, así que podría dedicarse a dormir la mona toda la mañana.
Laura no vivía sola; compartía piso con otras tres personas, o más bien tenía alquilada una habitación en una casa donde vivía más gente, como si fuera una especie de pensión. Sin embargo, no se podía decir que tuviese mucha relación con sus compañeros de piso. Fernando, un inmigrante venezolano de unos treintaytantos, apenas paraba por allí nada más que para dormir, pues el resto del día se lo pasaba en dos trabajos con los que apenas ganaba lo suficiente para pagar el alquiler y mandar algo de dinero a su familia en Venezuela. Claudia era una chica que estudiaba empresariales en la universidad, y era una pija insoportable a la que le encantaba dar órdenes y andar detrás de sus compañeros de piso como si fuera su madre, diciéndoles lo que tenían que hacer y poniendo turnos para todo. El único con el que hablaba con cierta frecuencia era Andrés, un chico de su edad que había estado trabajando en la universidad como ayudante de laboratorio hasta que recortaron gastos y lo echaron. Llevaba dos meses en paro, y si no encontraba trabajo pronto, tendría que volver a casa de sus padres en cuanto se le acabase el dinero que tenía ahorrado para el alquiler. Cuando Laura abrió la puerta del piso, Andrés ya estaba en el salón, en pijama y viendo en la televisión un programa de ofertas de empleo mientras jugaba al World of Warcraft en su portátil. A Laura le resultaba curioso el como estando como estaba, todavía se gastaba dinero en aquel juego, pero tampoco era nadie para reprocharle nada. De hecho, le resultaba simpático; no todos los vicios eran tan sencillos como ese. Ella los tenía peores, o al menos eso pensaba en aquel momento.
– Noche dura, ¿eh? -preguntó Andrés a modo de saludo
– No me hables; es la última vez que salgo entre semana
– Dices eso todos los jueves. Y los miércoles. E incluso algún martes.
– Si vuelvo a decirlo te doy permiso para que me des un par de hostias
– Te tomo la palabra. Por cierto, deberías barrer la cocina. La reina del Cristasol se ha ido esta mañana a clase gritando que no haces tu parte de limpieza y que eres una guarra, así que si quieres ahorrarte la bronca cuando vuelva…
– Que se le ocurra tocar la puerta de mi habitación y le meteré el palo de la fregona por el culo. Aunque lo mismo es peor y le acaba gustando.
Andrés se rió ante aquel comentario
– Vale, ya lo hago yo
– Sabes que no tienes por que hacerlo
– Si no es por ti, es por no escuchar otro sermón de esa arpía. Ni con los cascos puestos, la música a tope y la puerta de la habitación cerrada se le deja de oír.
Laura sonrió, quizás por primera vez en todo el día. No era ningún secreto que le gustaba a Andrés, y de hecho este la había invitado una vez a salir a cenar, pero en su situación solo conseguiría joderle la vida a aquel chico delgaducho y de pelo largo y graso, así que lo rechazó con toda la amabilidad de la que fue capaz. Sin embargo, este seguía haciéndole favores sin venir a cuento, cosa que a veces la hacía sentir molesta, pero en aquel momento agradecía de verdad el ofrecimiento
– Ya claro, lo haces por ti. En fin, gracias, Andrés. No hagas ruido, creo que…
No terminó la frase. Le vino una arcada de repente y tuvo que ir corriendo al cuarto de baño para no vomitar allí mismo. La palmera, la cerveza y la pastilla se fueron todas por el vater, y con ello todo el escaso ánimo que Laura había conseguido reunir aquella mañana. Después de repetirle tres veces a Andrés que se encontraba bien, se metió en su habitación, se descalzó y se tumbó en la cama. Estaba tan hundida, que se abrazó a la almohada y comenzó a llorar en silencio. Al cabo de media hora, cayó dormida por puro agotamiento
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– ¡Laura! Has sido tu la que ha dejado el baño así, ¿¡verdad!? ¡Apesta a alcohol!
Los gritos de Claudia la despertaron. Miró el reloj despertador; había dormido cinco horas y parecía que el estómago por fin se le había asentado. Pero no estaba de humor para aguantar los gritos de aquella histérica, así que se levantó y abrió la puerta de la habitación. Claudia estaba delante, con todas aquellas ropas de marcas caras que perfectamente podría llevar su madre, maquillada como una puerta y su melena negra recogida en un moño de abuela. Laura no debía tener buena cara, porque el gesto de Claudia cambió del enfado a la sorpresa en una décima de segundo
– Bu.. bueno, no tiene importancia. Pero dejalo limpio antes de irte al trabajo, ¿vale?
Claudia se marchó a su habitación mientras Laura la miraba con el ceño fruncido. Luego volvió a mirar el reloj. En un par de horas tendría que ir al trabajo, así que decidió ponerse a limpiar el baño; si lo dejaba para después de comer, volvería a dejarlo todo hecho un asco.
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La tienda donde trabajaba Laura se llamaba Rockabilly`s. Vendían música y discos, pero no discos que pudieran encontrarse en cualquier lado. Se especializaban sobre todo en la música no comercial y en ediciones limitadas y vinilos para coleccionistas. Si buscabas un disco de Bisbal, no lo encontrarías allí, y era algo de lo que el propietario se sentía orgulloso. De hecho, no tenían muchos discos de autores españoles actuales en su stock. Casi todo era anterior a los noventa, y lo posterior solía reducirse a grupos poco conocidos o incluso a maquetas de aficionados que no se dedicaban profesionalmente a la música. A Laura le gustaba especialmente la maqueta de un grupo de metal sinfónico llamado Nyame que era ni más ni menos que de Cuenca, algo que ella consideraba toda una rareza teniendo en cuenta como estaba el panorama de aquella música en el país. No la tenían a la venta porque solo tenían una, pero a veces la dejaba puesta en el hilo musical de la tienda y esperaba a que los clientes le preguntaran.
Pero aquel día no se sentía muy metalera. Después de abrir la tienda y encender las luces y el ordenador, puso en marcha el tocadiscos y cogió un vinilo de, concretamente un single de una versión de la canción “The house of the Rising Sun”. Aquella canción no tenía autor conocido, pero era todo un clásico del folk americano que narraba la historia de un hombre que había derrochado su suerte en Nueva Orleans, y que había sido versionado por montones de artistas: Bon Jovi, Joan Baez, Pink Floid… Pero su favorita era sin duda la de The Animals; aquella versión transmitía la verdadera esencia de la canción, una tristeza que no había sentido ni escuchando en ninguna de las demás versiones. Puso el vinilo en el tocadiscos y colocó la aguja sobre el disco. Las notas tristes de la canción empezaron a sonar por el hilo musical de la tienda, junto a la voz grave del cantante diciendo “There is a house in New Orleans. They call the Rising Sun…”, y el sonido de la aguja al deslizarse sobre la superficie del vinilo.
Aquel sonido ponía nostálgica a Laura. Le recordaba a cuando era pequeña y su padre le ponía un vinilo tras otro de música variada, desde Vivaldi y Chopin hasta los Rolling Stones y los Dire Straits, ya que quería que su hija amara la música tanto como lo hacía él. Y lo consiguió; Laura adoraba la música. Cualquier música. Incluso la música comercial que no vendían en aquella tienda. Escuchaba música acorde con su estado de ánimo, y siempre encontraba la canción perfecta para reflejar como se sentía. No solo la oía, sino que también veía, sentía e incluso degustaba los sentimientos transmitidos en cada canción; era una de las cosas positivas de ser una Changeling, pues desde que regresó, la música se había convertido en algo mil veces más bello de lo que recordaba siendo humana, y una de las pocas cosas que le aportaban verdadero solaz. No se prohibía nada; podía estar escuchando a Rammstein y al momento siguiente una de Pablo Alborán; para ella toda la música era hermosa si se escuchaba en el momento adecuado.
Las notas melancólicas de la canción y su letra triste y desesperada hicieron sentir mejor a Laura. Le recordaron que en el mundo había gente que sufría, que malgastaba su vida y que ella no era la única. Puede que hubiese poca gente en el mundo que hubiese pasado por el trauma que ella tuvo que soportar, pero aún así, aunque las penas de un hombre se limitasen solo al daño que él mismo se había infligido al derrochar su vida en vicios y malas compañías, el dolor era el mismo y nadie era mejor o peor que nadie por haber sufrido de diferente manera, pues el sufrimiento era algo muy personal. Secándose una lágrima furtiva que se había deslizado desde sus ojos plateados, esperó a que terminasen las últimas notas, que ella veía como ondas de un azul profundo que olían a ron y tabaco. Cambió el disco y conectó su MP3 al hilo musical, buscando algo un poco más alegre. Pero la música lo había conseguido otra vez; había conseguido sacarle de su tristeza. El plateado de sus ojos cambió a un sosegado color azul claro.
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A las ocho de la tarde, Laura cerró la tienda. Ya era completamente de noche y estaba lloviendo, pero el gris del día había dejado paso al rojizo de la iluminación nocturna reflejada en las nubes que cubrían el cielo. Era una visión mas alentadora que la mañana gris y apagada con la que se había despertado. Normalmente, a aquellas horas se iba a casa, cenaba, practicaba un poco con el bajo y luego leía un poco o veía una película antes de irse a dormir, pero aquella noche tenía otra cosa en mente. No era salir de fiesta; no tenía el estómago ni el corazón para más. En su lugar, cogió el metro y se dirigió hacia el barrio deprimido de la ciudad. Aquel barrió era un sitio permanentemente sumido en una neblina gris de desesperación que embotaba los sentidos emocionales de Laura; prostitutas viejas y desahuciadas ofrecían sus servicios a hombres fracasados que frecuentaban los mismos bares sucios de siempre en busca de los mismos vicios cada noche, los yonkis buscaban algún sitio cubierto para poder meterse veneno en las venas y atracadores y navajeros se ocultaban en los callejones en busca de una presa a la que desvalijar. En una ciudad que era internacionalmente reconocida como el mejor ejemplo cosmopolita de España, aquel era el barrio de los desheredados, de los que no habían visto más que miseria en toda su vida y para los que la vida relajada y sofisticada del centro quedaba a una eternidad de distancia, aunque físicamente solo estuvieran separados por dos paradas de metro. Era un sitio peligroso para una chica joven y guapa como Laura; casi desde el mismo instante en el que abandonó el metro pudo notar las miradas lascivas y ansiosas de aquellos que normalmente solo podían estar con una mujer pagando a 20 euros la hora, clavándose en ella como lobos acechando a su presa. Más de una vez habían intentado atracarla o hacerle algo peor cuando se paseaba por aquel barrio cuando el sol ya se había puesto, pero Laura no era inofensiva. Un poco de glamour tejido con maestría, y le bastaba para ablandar el corazón de cualquier depredador que se le echase encima. Y si eso fallaba, había recibido clases de defensa personal; no era ni mucho menos una cinturón negro, pero sabía lo suficiente como para tirar al suelo a un borracho o un yonki con el mono y salir corriendo.
¿Y por que se paseaba por aquel barrio aquella noche? Estaba buscando a otro como ella, un Changeling que sabía que encontraría por allí. En un edificio viejo y maltratado, Cáritas había montado un comedor social para los sin techo y los desahuciados de aquel barrio, y el encargado de su gestión era un Changeling al que llamaban el Cardenal Benedictus. Ni era Cardenal, ni se llamaba Benedictus, pero los Changelings solían conocerse entre ellos mediante motes, apodos y títulos grandilocuentes, y usaban nombres humanos falsos de cara a la sociedad. Sus nombres auténticos era algo que se guardaban para si mismos; la magia del glamour tenía mucha fuerza sobre los nombres y era peligroso dejar que otros Changelings supieran tu verdadero nombre; tanto, que decir voluntariamente su nombre auténtico a otro Changeling se consideraba un acto de confianza sagrada. Laura se hacía llamar Laura Prism, pero aunque su nombre auténtico si que era Laura, su apellido solo lo conocía ella y otra persona más. Alguien con quien si tenía esa confianza sagrada.
El Cardenal se encontraba en la cocina del hospicio, ataviado con un delantal encima de su sotana y preparando la comida. Era un hombre muy mayor, con carne flaccida colgando de sus viejos huesos y manchas en su piel pálida provocadas por el paso del tiempo. Apenas le quedaba ya algo de pelo cano en la cabeza, y sus ojos eran dos esferas blancas, como si estuvieran cubiertos por una impenetrable capa de cataratas, pero su vista estaba tan bien como la de Laura. Algunos dirían que incluso mejor, ya que los ojos del Cardenal no veían solo el presente. Por lo que Laura sabía, el Cardenal no era tan anciano como su decrépito aspecto sugería, y que fue en Arcadia donde envejeció de aquella manera. Era un Changeling, pero de otra “raza”, por así decirlo. Aunque en esencia todos los Changelings eran lo mismo, existían diferentes “razas” o Semblantes que los diferenciaban unos de otros, en función de las experiencias vividas en Arcadia. Laura era de los que llamaban los Agraciados, los más hermosos de todos los Changelings, hechos para llevar en su aspecto la majestad y belleza de Arcadia. El Cardenal era de los Marchitos, aquellos que habían sido relegados a tareas más serviles y que en el proceso habían perdido “algo” vital; muchos Marchitos eran anormalmente pequeños o delgados, o parecían carecer de rasgos definitorios, o como en el caso del Cardenal, parecían haber envejecido antes de tiempo.
El Cardenal dejó de remover el guiso que estaba preparando para mirar a Laura, y le dedicó una cálida sonrisa
– Hola Laura. Me sorprende verte por aquí; esta noche no te tocaba
Laura sonrió y agachó un poco la cabeza
– Buenas noches, Cardenal. Ya lo sé, pero necesitaba venir
El Cardenal probó distraidamente el guiso y añadió un poco más de sal
– ¿Pecados que confesar, hmmm?
– Me temo que si, Cardenal
– ¿Quieres confesarlos ahora?
– Es lo mismo de siempre, Cardenal. Solo le contaría la misma historia que ya le he contado otras muchas veces
El Cardenal apagó el fuego y se quitó el delantal. Lo dejó sobre una mesa, y se acercó a Laura, poniéndole la mano derecha sobre el hombro. Le sonrió con amabilidad al tiempo que señalaba al techo con el dedo índice de la otra mano; su típica postura de sermonear.
– No debes dejar que las debilidades de la carne te aparten del camino, hija mía. La carne es débil, y Dios comprende que a veces caigamos en la tentación y pequemos. Pero lo importante es hacer propósito de enmienda y hacerse más fuertes con cada caída. Levantarse y seguir adelante, y no dejar que la culpa nos nuble la visión y nos impida ver el plan que Dios tiene para nosotros. Lo peor de los pecados no es el pecado en si, sino la confusión, duda y tormento que generan en el alma. Y nuestras almas mutiladas son más débiles que las de los humanos, y por lo tanto más propensas a sufrir y a enloquecer. Pero nada ocurre sin una razón, y cada día es una nueva prueba para tu alma.
– Lo se, Cardenal. Sé que hay que afrontar el destino con la cabeza alta, por oscuro que este sea; es lo que me ha enseñado. Y lo intento, pero hay días que lo veo todo tan… gris, que simplemente soy incapaz de mantener la cabeza alta.
– Si, y buscas placeres vacuos para encontrar fuerzas que te ayuden a pasar el día. Pero Laura, ningún Changeling en esta oscura ciudad tiene un alma tan luminosa como la tuya; lo sé porque lo he visto, y mis ojos pueden parecer ciegos pero no me engañan nunca. No debes dejar que la culpa y el remordimiento oscurezcan tu alma. Dios siempre perdona, pero muchas veces se nos olvida lo más importante: perdonarnos a nosotros mismos. No te voy a decir que no peques más; la naturaleza humana es pecar, y nosotros en ese aspecto somos más débiles incluso. Pero lo importante es que no te tortures cada vez que lo hagas; eso no quiere decir tampoco que te vuelvas autocomplaciente, sino que seas responsable de tus actos y afrontes las consecuencias con la cabeza alta, no hundiéndote en la autocompasión.
– Lo intentaré, Cardenal. Gracias
– No lo intentes, simplemente hazlo. Se que puedes hacerlo; eres joven y fuerte, y que esta noche estés aquí es una prueba de ello. Podrías simplemente haberlo dejado estar y entregarte de nuevo a tus vicios para ahogar la pena, pero en vez de eso has venido aquí en busca de consejo. Y en ocasiones se necesita más valor para pedir ayuda que para seguir adelante sin ella.
Laura asintió sonriente y se secó una lágrima que había dejado caer
– Ahora tu penitencia. Coge ese delantal y saca la olla al comedor. Tenemos muchos platos que servir.
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Dos horas después, Laura abandonaba el comedor social con una radiante sonrisa en la cara. Había dejado de llover, y un viento húmedo y frío barría la calle apartando las nubes y dejando el cielo nocturno al descubierto. Las luces de la ciudad ahogaban las estrellas, pero Laura encontró cierto solaz en ver el cielo descubierto, y no cubierto por esa pátina rojiza de nubes. Tenía que hacer eso más a menudo, ayudar a aquella gente. No por caridad o compasión, sino por solidaridad. La caridad y la compasión siempre se ejercían de arriba hacia abajo, pero la solidaridad era justa porque era entre iguales, y así le gustaba sentirse a Laura. Si, seguramente le iba mejor en la vida que a mucha de aquella gente; al menos ella tenía un techo y un trabajo, pero seguían siendo los desheredados del mundo, los perdidos, aquellos a los que el Destino había puesto las pruebas más duras a superar. Para un Changeling, era tan importante reconocer que ya no eran humano, como no olvidar aquella parte de él que una vez fue humana. Laura, con su habilidad para ver y tejer el glamour, y la añoranza por sus magníficas alas, a veces se olvidaba de que una vez fue como aquella gente; quizás no tan pobre y hundida, pero humana de todos modos. Y afrontar la vida por difícil que se pusiera y soportar las cornadas del Destino con dignidad era lo que hacían los más nobles de los humanos, independientemente de donde hubieran nacido o cuanto dinero tuvieran en la cartera. El Destino podía no ser agradable y darte la impresión de que solo te dejaba elegir entre opciones malas, pero siempre podías elegir rehuirlo, o enfrentarlo con una mirada desafiante, sabiendo que de todos modos es inevitable, y que precisamente por eso merece la pena dar hasta la última gota de sangre y sudor, como el héroe que afronta un peligro sabedor de que va a morir, porque su sacrificio traerá nueva luz a los que vengan después que él. Volvía a sentirse a gusto con sigo misma, llena de nuevo de energía, vitalidad y luz. Sus alas brillaban con fuerza, y sus ojos pasaron del azul claro al bermellón.
Una ráfaga de aire arrastró algo que golpeó a Laura en la cara. Era algo delicado, ligero y suave. Se lo quitó de la cara, y lo miró. De nuevo volvió a sentir que las lágrimas se le querían escapar de los ojos, pero esta vez no eran de tristeza, pues su corazón saltaba de alegría ante lo que el viento le acababa de traer. Era una gran pluma tornasolada.
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Bueno, este es el primer relato que publico en esta página. ¡Espero que os guste!
Disclaimer: No soy el propietario de muchos de los términos y del universo que aquí se representa; todo ello es de Changeling: The Lost, marca propiedad de White Wolf Inc. Este relato no tiene ánimo de lucro alguno, es solo una expresión personal de la admiración que siento por el trabajo realizado por los desarrolladores originales.
Tema de The Animals: http://www.youtube.com/watch?v=0sB3Fjw3Uvc
- Escala de Grises - 05/06/2014