A todos los críos del barrio nos gustaba visitar a Aurora, una señorita de posibles. Era una mujer joven, menuda y vivaracha. Vivía con sus padres en una casa grande en la que imperaba el orden y el buen gusto. Nos gustaban las meriendas con las que nos obsequiaba, las historias que inventaba para entretenernos y los caramelos de menta que siempre nos daba cuando nos marchábamos. Luego estaban sus tetas. Grandes, redondas y, según yo imaginaba, tersas y firmes. Crecí con las ganas de sentirlas y acariciarlas.
A mi madre no le gustaba que fuera a casa de Aurora. “Es una puta” decía siempre. Cuando tuve la edad necesaria, me empleé como ayudante en una librería y mi primer jornal se lo llevé a Aurora: “Toma estos duros y déjame tocarte, mi madre dice que eres una puta” le dije con descaro. Ella fingió no haberme escuchado y me estrechó con afecto entre sus brazos. Por primera vez oí los latidos de su corazón y sentí sus pechos acariciando mi torso.
Fue por entonces cuando tomé conciencia de que para mí, comenzaba un calvario.
Por ser diferente.
A la par que dejé de ver a Aurora, un sinfín de sacerdotes y doctores pasaron por mi vida. Los primeros se santiguaban y me mandaban rezar infinitos padrenuestros. Los segundos me diagnosticaron un síndrome extraño para el que me recetaron píldoras y cataplasmas varias.
Nada surtió efecto y mi vida se convirtió en un infierno. La soledad me golpeó de pleno.
Los años pasaron y una tarde me reencontré con Aurora. Sus padres habían muerto y al hablarle yo de mi situación, me invitó a vivir en su casa. No tuve que pensarlo demasiado. A nadie debía nada. Nos lapidaron, pero no nos importó. Desafiamos los convencionalismos sociales.
Dos mujeres viviendo en pecado.