TÉTRICA  MENTE

 

El que desde niño se acostumbra a la maldad, hace luego del crimen un arte.

Ovidio.

El peor enemigo con que puedes encontrarte serás siempre tú mismo.

Nietzsche.

 

Dramatis personae

 

ANAS MUNIA, enigmática y hermosa rubia, secretaria de Hasán Yakubi, violada y asesinada.

BELARBI MUEDEN, gerente de la «Heladería Yakubi» en Agadir, drogadicto.

BELBACHIR ALI, amante sádico de Umaima Bendris. Vinculado con el narcotráfico.

BENDRIS UMAIMA, contable de Yakubi, padece algolagnia, violada y asesinada.

BUSIF KASEM, inspector encargado de la investigación criminal.

CHENTUF ABDESLAM, gerente de la «Heladería Yakubi» en Marrakech, drogadicto.

MARRÚN TAWFIK, electricista en la «Heladería Yakubi», involucrado en la trama.

MFADAL MERYEM, amiga de Tawfiq Marrún, viva copia de Marilyn Monroe.

SAMADI ZAKARÍA, portero de la vivienda de Yakubi.

SUFIAN TARIK, jefe de personal de la empresa Yakubi. Vinculado con el narcotráfico.

YAKUBI HASAN, propietario de varias heladerías, asesinado misteriosamente.

YAKUBI BILAL, hijo, responsable de posventa. Efebo drogadicto, violado y asesinado.

YAKUBI SAMIRA, hija, escapa a dos tentativas de violación, y una, de homicidio.

 

(La trama transcurre entre Rabat y Marrakech. El asesino en serie figura entre los personajes citados)

 

SINOPSIS

Para que la policía dé pie con bola en su investigación, tiene que descubrir quién inyecta escopolamina a sus víctimas, antes de violarlas y asesinarlas, y ¿por qué lo hace?

Un sulfúrico relato que provoca una tormenta en la mente del lector, una sensación permanente de mareo, haciendo que los hechos narrados desfilen como en una hipnótica espiral, causando remolinos, ora de estupor, ora de gozo sexual, ante la barbarie del crimen.

 

UNO

 

El cadáver de Munia Anas fue descubierto por un aldeano que, tras realizar el rezo del alba en la mezquita, se disponía a regresar a casa. El cuerpo estaba abandonado en una cuneta seca, en las afueras de la capital, bocabajo, semidesnudo, con visibles heridas verticales en los glúteos, expuestos a la embestida de las moscas, cuyo zumbido ensordecedor indicaba que gozaban del festín. Aturdido por aquella escabrosa escena, el campesino pudo dirigirse, trastabillando, a la gendarmería más cercana. El proceso penal se puso en marcha sin tardar. Agentes de la ley, presididos por el fiscal, llegaron al lugar. La identificación de la occisa resultó fácil gracias al bolso encontrado a su lado y que contenía su DNI, una tarjeta bancaria, una licencia de conductor, varios objetos cosméticos, dos tabletas de Cialis y algunas fotos suyas. La joven tenía veinticuatro años, medía un metro setenta, de ojos almendrados, pelo rubio, largo y una hermosura de esas que quitan la respiración a ambos sexos. Trabajaba de secretaria en la empresa «Heladerías Yakubi». El encargado de la encuesta, Kasem Busif, era un hombre alto, de mediana edad, facciones duras, tez rosada, el prototipo mismo de Philip Marlowe, pero con bigote negro cortado a manera de cepillo. Procedió de inmediato a las primeras fases de la investigación: preservación y fijación de la escena del crimen, recopilación de la información preliminar, toma de fotografías, búsqueda de pistas y huellas. Del levantamiento del cadáver se ocupó el forense, un hombre corpulento, entrado en años y de trato agradable. La posición del cadáver indicaba que la víctima había sido arrojada brutalmente de un vehículo que, al frenar en seco, dejó profundas marcas en el arcén. Teniendo en cuenta el pico máximo del rigor mortis, que sobreviene a las 12 horas desde el fallecimiento, y la baja temperatura corporal, pese al intenso calor de agosto, el forense estimó que la hora de la muerte no excedía las 15 horas. Recomendó, no obstante, hacer una autopsia para confirmar su dictamen, además de examinar la salvaje violación con ensañamiento, causando la muerte de la joven. El jefe de personal de la empresa Yakubi, Tarik Sufian, convocado con anterioridad, llegó puntual, el brazo izquierdo en cabestrillo, para confirmar la identificación de la occisa. Informó que esta compartía alquiler con la contable de la empresa, Umaima Bendris, en la misma residencia, en la que él y otro empleado, Tawfik Marrún, vivían también, ubicada en la capital, calle Al Kindi. Explicó que la empresa les había facilitado el alquiler, abonándoles el 40% del mismo. Declaró que, por ser huérfana la difunta, la empresa se encargaría del entierro. Tras lo cual, la autoridad ordenó el traslado del cuerpo al hospital estatal, para su examen patológico.

En el camino, el inspector Busif evaluó la situación y programó las etapas ulteriores de la encuesta. Urgía primero dar tres pasos determinantes: antes de avisar a la contable, solicitar una orden de allanamiento con finalidad de incautar posibles indicios vinculados a la investigación, indagar en la vida social y privada de la difunta, y estudiar los resultados de la autopsia, pasos que, de una forma u otra, podrían apuntar a un posible asesino.

 

Ya en el hospital, los enfermeros sacaron el cuerpo de la ambulancia y lo llevaron al depósito de cadáveres donde aguardaban dos enfermeras, ayudantes directas del forense. Instalaron a la occisa en la camilla quirúrgica y procedieron meticulosamente a su limpieza y desinfección. Le depilaron la entrepierna, conservando el vello para su examen ulterior, luego la maquillaron, sustituyendo la expresión sórdida del rostro por otra más suave y apacible. Por último, realizaron algunas ecografías del abdomen. Todo ello para que el forense pudiera ejecutar su trabajo correctamente. Cuando hubieron terminado la tarea, avisaron al médico y al inspector, quienes, tras cruzar ceremoniosos saludos con ellas y ponerse las mascarillas, se acercaron a la camilla. Las enfermeras habían hecho un buen trabajo de restauración. Los cabellos de la muerta habían sido recogidos en trenza, para facilitar el trabajo de la autopsia. El rostro, aunque maquillado, seguía muy lívido, y, por tener las mejillas hundidas y la boca y los ojos cerrados, infundía ahora quietud e imperturbabilidad. El forense levantó la sábana para indicar al policía las pautas del examen patológico a realizar. Explicó que entregaría el informe con fotografías y los componentes del examen, tan pronto como le fuera posible. El inspector se inclinó sobre el cadáver. La piel empezaba a perder su elasticidad. El pecho, antes lozano, empezaba ahora a apergaminarse. Mostraba dos quemaduras en el pezón derecho. Algunas equimosis en los pectorales, posibles mordeduras o besos impresos con brutal succión. El médico señaló una hinchazón en la vena del brazo derecho, indicio de una inyección, e indicó que el abdomen estaba ligeramente abultado. Inclinó finalmente la cabeza hacia el monte de Venus y la entrepierna, ahora limpia y sin manchas de sangre, y, ayudado por una de las enfermeras, levantó el cadáver por un costado, sin darle vuelta, de forma que el inspector Busif pudiera distinguir los moretones que salpicaban la piel de la espalda, además de los cortes en los glúteos, ahora limpios y rígidos, y aclaró con voz ronca:

—Violada salvajemente, pero las enfermeras no encontraron ningún rastro de semen. —Mientras se volvía el cuerpo a su posición inicial, añadió, mostrando las nalgas—: El asesino utilizó un cuchillo con filo dentado. ¿Encontraron ya el arma homicida, inspector?

—No. Nada en la escena del crimen. Seguiremos buscando —prometió el aludido, moviendo desalentado la cabeza, luego añadió—: ¿Qué conclusiones puede ya sacar de esta autopsia externa, doctor?

—Tres descubrimientos de suma importancia para su investigación, aunque aparentemente sin conexión entre ellos. Observe el abdomen. ¿Por qué cree que está ligeramente voluminoso?

—¿Encinta? —inquirió el inspector, incrédulo.

—En efecto. Mi ayudante aquí presente —señaló a una de las enfermeras—, se lo puede confirmar sin tecnicismos.

—Sí, doctor —carraspeó la aludida, visiblemente emocionada por intervenir en la conversación—. Hicimos las ecografías que nos ordenó realizar y todas indican que la pobre mujer estaba encinta. Muestran la vesícula vitelina dentro del saco gestacional y confirman con nitidez que el embarazo había alcanzado la semana 6, lo que comprueba que había embrión y que la gestación era evolutiva.

—¡Dios mío! —exclamó el policía, estupefacto—. Esta nueva situación pone mi investigación patas arriba, por no decir en un callejón sin salida.

—Me temo que no. El segundo descubrimiento promete barajar pistas, señor Busif —aclaró el forense, acompañándolo a la salida de la unidad, para despedirse—. No puedo afirmar que estamos tratando con un asesino en serie, ya que no hemos descubierto otras analogías, pero sí con un psicópata sádico, con mente tétrica, de estos que matan sin móvil alguno y por puro narcisismo.

—Este es otro obstáculo que complicará las pesquisas. ¿Y el tercer descubrimiento?

—La hinchazón de la vena del brazo derecho de la occisa indica que, antes de ser asesinada, le inyectaron escopolamina.

—¿Escapapaloma, dice?

—No. Escopolamina.

—Perdone mi ignorancia, doctor, pero es la primera vez que oigo pronunciar esta palabra. ¿Qué tipo de droga es?

—Este fármaco ha sido utilizado como medicamento postoperatorio para aliviar las náuseas y disipar mareos. Pero, si algunos lo consumen como droga recreativa con efectos psicotrópicos, muchos, los criminales en particular, lo emplean para aturdir y subyugar a sus víctimas antes de robarlas, violarlas o asesinarlas.

—¿Qué efectos provoca, doctor?

—Su consumo en alta dosis paraliza la mente de la víctima, le provoca alucinaciones y la deja sumisa, en un total «estado de zombi» ante cualquier vejación. En este estado la víctima entrega voluntariamente todo lo que posee, dinero, llaves del coche, de casa e incluso su propio cuerpo para sexo. Por eso antiguamente esta droga fue llamada por los indígenas «Aliento tétrico del diablo».

—¿Cómo se utiliza en actos delictivos, doctor?

—Habitualmente, los criminales la mezclan en una bebida, una comida, en chicles, chocolate, dulces, que la víctima toma sin enterarse del ardid, porque esta mezcla alucinógena no tiene sabor, ni color, ni olor. Algunos soplan simplemente el polvo de la droga en plena cara de la agredida, quien, hipnotizada, se desnuda y ofrece su cuerpo. La droga empieza con producir dilatación de las pupilas, sequedad en la boca, hormigueo en la entrepierna, contracción de vasos sanguíneos, dificultad para hablar, orinar y deglutir, visión borrosa, pérdida de memoria, depresión, paranoia y estrés postraumático. En cuanto a la difunta —aseveró el médico pasando el dedo índice por la vena hinchada—, podemos observar la perforación de la aguja de inyección. La sobredosis actuó directamente sobre su sistema nervioso central, causándole convulsiones, agitación, arritmias cardiacas, insuficiencia hepática y finalmente el ataque al corazón. Lo que no entiendo es por qué el asesino rebana post mortem un cuerpo tan perfecto de una mujer tan hermosa.

 

Busif abandonó el hospital, se acercó a una telebutique y marcó el número de la empresa Yakubi. Necesitaba recabar más información sobre Munia Anas y confiaba en que todos, en particular la contable Umaima Bendris, con quien la difunta compartía alojamiento, se la proporcionarían sin vacilar, tal como se lo había asegurado Tarik Sufian, aquella mañana. Una voz afeminada de un joven dijo al otro lado de la línea:

—Soy Bilal Yakubi, del servicio posventa, ¿en qué puedo ayudarle?

—Yo soy el inspector Busif, encargado de…

—Ah, inspector —le cortó el joven—, queríamos precisamente llamarle. Munia era huérfana, y por haber sido nuestra fiel y asidua empleada y amiga, hemos decidido ocuparnos de su inhumación, incluida la oración fúnebre que preparamos en casa, en compañía de todos nuestros empleados y amigos. Si usted lo desea, puede pasar justo después del ajetreo, y así, matar dos pájaros de un tiro, es decir, preguntarnos lo que vea necesario para su encuesta y tomar la merienda con nosotros.

—Me parece una idea genial, señor Bilal —dijo Busif, conmovido por la voz suave y melodiosa del joven—. Me tomaré gustoso un buen café cargado, con algunas golosinas del país. Sé dónde está el chalet de su padre. Iré justo después del entierro.

—Perfecto. Le esperamos, inspector.

 

El majestuoso chalet de tres pisos y de estilo andalusí, se erguía en lo alto de una colina, rodeado de otras magníficas y costosas casas, con vistas a la rotonda interseccional que une Temara a la capital. El inspector se apeó del taxi y tomó el camino zigzagueante de entrada, a cuyos costados se alineaban magnolias y adelfas, hasta llegar a una barrera que un guardia de uniforme gris y gorra de plato verdosa, accionó mecánicamente desde su caseta de vigilancia, que le servía también de hogar, para darle paso, visiblemente al tanto de la visita. Al acercársele, el policía reprimió un estremecimiento y una oleada de profunda compasión lo embargó ante el aspecto del individuo. Tendría unos treinta años y era de rostro contrahecho y deformado por una joroba en su espalda que lo mantenía encorvado, el cuello adelantado, los hombros redondeados y la mano derecha torcida. El retrato vivo del personaje Quasimodo, interpretado por Anthony Quinn en la famosa película Nuestra señora de París, pero más alto y robusto. Era lamentable reconocer, pensó el inspector, que las personas con discapacidad experimentan en nuestra sociedad múltiples formas de discriminación, como su exclusión del mercado laboral y la disfobia de la que sufren a diario, transformada a menudo en agresión física hacia ellas; situación agravada por la soledad, la frustración y la incomprensión en que viven. El inspector tuvo repentinamente simpatía por aquel guardia, que ahora salía cojeando a su encuentro, y supuso que los Yakubi lo habrían acogido y contratado por caridad, rescatándolo de la mendicidad o después de que fuera humillado y golpeado por multitudes de niños, como es el caso en los países tercermundistas. Dijo que se llamaba Zakaría Samadi. El inspector sacó un paquete de Marlboro, aún sin abrir, y se lo ofreció al pobre hombre que lo aceptó con una efusión de gratitud indescriptible. La conversación se interrumpió al llegar en ese momento un coloso sirviente negro, vestido con pantalones de lino blanco y una chaqueta color rojo. Tras esbozar una amplia sonrisa, los dientes al descubierto, dijo que se llamaba Abdulá y que venía a acompañar al señor inspector al salón de estar. Seguidamente, los dos hombres caminaron varios minutos por un patio decorado con piedras de coral rosa, a ambos lados del cual había algunos coches aparcados, hasta llegar al porche de la mansión, de cuya puerta principal salía una mujer. El inspector se quedó impresionado a la vista de aquella joven que, con paso lento, firme y gracioso, le tendió la mano, que él estrechó, emocionado. Irradiaba originalidad y una fascinadora elegancia. El policía calculó que tendría unos treinta y tres años. Era alta y extraordinariamente linda. Poseía esa clase rara de belleza irresistiblemente exótica que invitan a la adoración y a la loca lujuria. Por respeto a la difunta, llevaba un vestido largo de lana gris oscuro con cuello de cisne y mangas largas que realzaban sus curvas sin estridencias, y un velo cubría su espeso y sedoso cabello. Sus ojos, retocados con una leve sombra de rímel, eran grandes y negros, de mirada sagaz, ocultando enérgicas emociones, la frente espaciosa, la nariz recta y delicada, los labios sensuales casi cincelados, el mentón firme, y su boca, una exquisita y divina ofrenda al enamorado infeliz.

—Bienvenido, inspector. Yo soy Samira Yakubi —entonó con una suave sonrisa y, viendo lo aturdido que estaba el hombre, le tomó del brazo con afecto y lo introdujo en el interior.

El salón era amplio y cuadrado, alto de techo y con varias ventanas, unas dando a los jardines y otras, a la piscina. Había tres puertas corredizas, una que comunicaba con el comedor, otra con la cocina y otra con los aseos. Todo respiraba opulencia. En las paredes se veían grandes cuadros con escenas de carreras hípicas, tipo tbourida, y otros con inscripciones de aleas coránicas. Una alfombra oriental de vivos colores cubría casi por completo el suelo. Una chimenea de mármol cincelado presidía la estancia. Encima, tronaba un retrato de hombre encuadrado en un marco presuntuoso. «Es Hasán Yakubi, mi padre», comentó la anfitriona. El salón estaba amueblado de dos formas opuestas: un canapé a la derecha, con una mesa de vidrio templado en medio, y a la izquierda, las famosas mtarbas tradicionales, con una mesa grande redonda de seis patas, en el centro. En el rincón lateral había una mesita de madera que sostenía un gran samovar de cobre, una biblioteca con libros, televisión, tocadiscos y un teléfono, y un opulento sillón de lectura. Todo el conjunto, con decoración costosa y elegante.

El policía se acercó a admirar el retrato de Yakubi. El hombre tenía carisma, era grandote, erguido y robusto, de facciones serias y dulces, de unos cincuenta años, ojos grises en alerta, bigote a la Clark Gable, mentón prominente y una nariz de judío rico. Ostentaba la inmóvil e indagadora mirada del poder.

Samira señaló el opulento sillón al inspector, rogándole que lo ocupara, sentándose ella en una silla contigua al designado. El hombre inclinó respetuosamente la cabeza, se acomodó y dijo con voz grave, pero llena de cordialidad:

—Le agradezco tan generosa colaboración, señorita Yakubi. Y quiero asegurarle que no estoy aquí de forma oficial ni estarán ustedes obligados a asistir a la indagación preliminar. Solo busco recabar información sobre la difunta.

Aclarando la voz, la aludida comenzó diciendo:

—En realidad, inspector, aceptamos que viniera por dos razones: suministrarle información sobre la pobre Munia y, al mismo tiempo,  presentar una denuncia penal.

—¿Tiene que ver con la muerte de su empleada?

Ella vaciló un momento, luego repuso, pusilánime:

—Me temo que sí, señor Busif.

—Cuénteme —dijo, acariciándose pensativamente la barbilla.

—Algo tétrico e insoportable nos está sucediendo, inspector. Primero matan a Munia, luego desaparece Belarbi Mueden, yo misma, escapo a dos tentativas de violación y una de homicidio, y mi hermano Bilal sigue recibiendo por teléfono llamadas obscenas y amenazas de muerte.

—¿Quién es Belarbi Mueden?

—Nuestro gerente de la «Heladería Yakubi» en Agadir. Puso pies en polvorosa en un control policial, por llevar droga en su furgoneta. Ayer llamaron a mi padre notificándole el hecho. Ahora está allí para aclarar el asunto.

—¿Dice que atentaron contra usted?

—Sí, inspector. Estuve cerca de ser atropellada por un Mercedes. Le daré los pocos detalles que tengo.

—¿Y su hermano?

—A él lo amenazan de muerte los salafistas, acusándole de ser apóstata y afeminado. Habrá que rastrear las llamadas telefónicas, ¿no, inspector?

—Por supuesto. Trataré este asunto con mi jefe. Veo que mi caso de investigación se está complicando: un asesinato bárbaro, un drogadicto en paradero desconocido, usted en peligro de muerte, y un joven acosado en su vida privada, por elegir ser lo que es. Me pregunto si existe alguna relación entre todos estos hechos.

En ese momento la puerta se abrió, dejando paso a un hermoso joven ataviado inmaculadamente con un traje violeta liviano sin corbata,  que le había sido esculpido sobre el cuerpo por un ingenioso experto. Era alto, delgado, nariz roma, ojos penetrantes y una boca con labios sensuales. Su aspecto general era el de un efebo lampiño, seductor y ansioso de agradar y recibir infinito afecto. El tipo mismo que tiran los tejos.

—Mi hermano Bilal, que vuelve del entierro —se apresuró a decir Samira.

El policía se puso de pie para estrecharle la mano. Al encontrarla húmeda y solícita, la apretó con más fuerza, sacudiéndola, y luego la soltó con suavidad.

—Me alegra conocerle en persona. Hemos hablado por teléfono al mediodía.

—Así es, inspector —dijo mostrando unos dientes blancos espléndidos, antes de acomodarse al lado de su hermana—. Usted ha hecho bien en venir. Además de la trágica muerte de Munia, Samira y yo…

—Ya le he explicado al señor Busif nuestras preocupaciones, Bilal. Él nos ayudará en todo lo que pueda. Empezará a interrogarnos en cuanto lleguen nuestros empleados. Pon un poco de música mientras voy a la cocina por la merienda, ¿quieres?

El joven asintió. Esperó a que su hermana desapareciera para decir al policía, posando suavemente la mano en su rodilla:

—Usted me cae simpático, inspector. ¿Puedo llamarle por su nombre de pila? Me suena mejor.

—Por supuesto. Tú también me caes bien.

—Gracias por tu afecto, Kasem. Esta es tu casa y puedes venir de noche cuando quieras. Tenemos piscina, sauna y masaje del que se ocupa Abdulá, nuestro sirviente marrakechí.

—De momento tengo que centrarme en atrapar al asesino. ¿Quién vive con vosotros?

—Nadie. Cuando murió mi madre, mi padre no volvió a casarse. Él y mi hermana ocupan el segundo piso. El mío está en el primero, contiguo a las habitaciones de los invitados. Abdulá y el jardinero comparten caseta detrás del chalet y el portero Zakaría tiene su propio cubículo a la entrada.

—¡Qué vida tan apacible y cómoda lleváis, Bilal. Sin niños ni ruidos. Te avisaré por lo de la piscina.

Acto seguido, el joven se levantó, se acercó a un viejo gramófono, una reliquia de los tiempos esplendorosos en que el arte era considerado sagrado por antonomasia, superior a cualquier otro conocimiento, creencia o credo. El aparato formaba parte de una caja en forma de mueble ornamental que incluía un plato para discos, un brazo con una púa reproductora, un altavoz y una manivela para cuerda. El efebo escogió un disco de la biblioteca y lo colocó en el plato, declarando que era su canción favorita y que se la dedicaba a él.

De pronto la voz suave, divina e imperecedera de Asmahan inundó con embelesamiento la estancia:

 

¿Cuándo te darás cuenta de que te amo, cuando?

Invoco tu sombra y deseo verte

Ni un solo día fuiste cariñoso conmigo

Ni te molestas en preguntar por mí

Oh, tu amor está en mi pensamiento, mi alma y mi sangre

¿Cuándo te darás cuenta de que te amo, cuando?

 

Seguí ocultando mi amor por ti, en mi corazón… tu amor

Consolándolo y animándolo a tener paciencia

Cuando el fuego de tu amor se desenfrena en él

Y al declararte mi amor, puede que ni te diste cuenta

Y que sigas torturando mi corazón

Oh, tu amor está en mi pensamiento, mi alma y mi sangre

 

Me hiciste amarte. Ahora solo deseo estar cerca de ti

Hazme feliz, ven, me consolarías y estarás feliz también

Saboreando mi amor que te ofrecí… Lo daría todo por ti

Oh, temo que no estés libre y sigas torturando mi corazón

Oh, tu amor está en mis pensamientos, mi alma y mi sangre

¿Cuándo te darás cuenta de que te amo, cuando?

 

Al terminar la canción, entraron dos hombres, Tarik Sufian, el jefe de personal que el inspector conoció aquella mañana en la escena del crimen, y otro, alto y esbelto, de constitución fuerte, de unos treinta y cinco años de edad, ojos marrones llenos de humor y sagacidad, el pelo castaño oscuro a la moda, bronceado, la sonrisa feliz. En el cine, podría fácilmente interpretar el doble de Alain Delon. Llevaba puesta una camisa de lino color verde, pantalones negros tan ajustados que parecía que se los hubiesen pintado al cuerpo, y un cinturón gris con hebilla de oro. El prototipo mismo del joven gigoló, pensó el policía, mantenido por mujeres a cambio de ofrecerles sexo e instruirlas en los secretos de las perversiones más ignominiosas. Dijo que se llamaba Tawfik Marrún, electricista y reparador de heladeras en la empresa. Ambos tomaron asiento en el opulento canapé, al lado de Bilal. Mientras intercambiaban opiniones sobre el funeral, el inspector estudió de cerca a Tarik Sufian, cosa que no había podido hacer aquella mañana. Algo parecía martirizarlo. Seguía con el brazo en cabestrillo. La agresividad de los hombres bajos, calvos y gordos se leía en su mirada hipnotizadora. La expresión que se reflejaba en su rostro revelaba que era un hombre duro y maligno, un luchador, un cazafortunas y un artefacto sexual.

El inspector interrumpió su escudriño al ver entrar a una mujer que se presentó como Umaima Bendris, contable en la empresa. Era bajita, ni hermosa ni fea, pero con un generoso pecho y unas curvas que hubieran enloquecido al más indiferente y bobo de los hombres. Llevaba el pelo largo y muy negro, peinado magníficamente bien. Tenía grandes ojos azules y una boca ancha y sensual. Su estilo de contable eficiente convencería al director ejecutivo más recalcitrante del mundo. Procedió a la ceremonia de los apretones de manos, la cabeza en alto como una reina, antes de acomodarse en el sillón adyacente al canapé.

En ese momento salían de la cocina Samira y su coloso criado negro, Abdulá, empujando hacia el salón tradicional dos mesas rodantes con estantes conteniendo la merienda.

—¡Vaya! —dijo la anfitriona, sonriendo a los invitados—. Veo que la pandilla está al completo. Gracias por su puntualidad. Como sabéis, el señor inspector está aquí para recabar información sobre la desdichada Munia Anas, que en paz descanse. Y nuestro deber es estar a su entera disposición.

El inspector se incorporó para aplastar su cigarrillo en el cenicero de cristal, luego se inclinó con simpatía y dijo afablemente:

—No vengo a acusar a nadie ni a someterles a un interrogatorio inquisitivo. Si alguien ha notado algo irregular respeto a la difunta estos últimos días, que me lo cuente. Al estar todos juntos, tenemos la ventaja de intercambiar informaciones y hallar posibles pistas.

—Inspector, tenga piedad de nosotros —se adelantó el efebo con voz aguda, falsamente suplicante, guiñando un ojo al policía, sin dejar de lamer el labio superior—. Comamos primero algo, para poder hacer luego frente a su avasalladora inquisición, ¿no le parece?

El aludido asintió con entusiasmo, apreciando la ironía del joven. Se levantaron todos y fueron a sentarse en las mtarbas, alrededor de la mesa grande. Busif recorrió la comida con la mirada. Esperaba encontrar cuscús o alguna tortilla de patatas. Pero le costó dar crédito a sus ojos. Los platos contenían una amplia variedad de alimentos. Optó por el plato de albóndigas con carne molida; Samira escogió el de un pastel relleno de requesón; Bilal, por el de arroz con trozos de pollo y pasas; Umaima escogió el de salchichas de hígado con ajo, cebolla y pimiento rojo; Tarik prefirió fideos con huevos cocidos y ajo; y Tawfik, sopa y carne de cordero. Comieron con gula, pero en silencio. Abdulá servía, con aire ceremonioso, agua mineral, zumos y limonada casera. Trajo luego el postre que consistía en tartas redondas de fruta, diferentes flanes, pasteles tradicionales, chubakias y cuernos de gacela.

—Vete a ver a nuestro portero, Zakaría —le ordenó Samira—. Si aún no ha comido, tráetelo a la cocina y que coma contigo.

El coloso asintió con una ostentosa reverencia y se retiró dejando atrás un recio aroma a aceite de argán.

Cuando hubieron terminado, los comensales volvieron todos al salón moderno, a fumar, tomar té y café.

—Pues como le decía, inspector, no me gusta el giro que van tomando los acontecimientos —enfatizó Samira cariacontecida, llevando la taza de café a sus labios. Bebió a pequeños tragos, sin sorber ni hacer ruido—. Primero desaparece nuestro empleado Belarbi, que la policía de Agadir asocia con la mafia de droga, luego matan a la pobre Munia, y a mi hermano y a mí nos amenazan de muerte.

Busif la miró con el ceño fruncido y preguntó con una seriedad inusitada:

—¿Sospecha de alguien en particular, señorita Yakubi?

Ella insinuó una débil sonrisa en señal de impotencia para decir:

—¡Ojalá, inspector! No tenemos enemigos declarados, ni en la empresa ni en la familia. Por eso este asunto resulta asombrosamente tétrico.

El tono de su voz era enojado y frustrado. Ello hizo que se quedaran todos mudos, y posiblemente habrían continuado así durante mucho tiempo, si no fuera por el inesperado y brusco movimiento del policía, quien, sacó un cigarrillo de la caja que había sobre la mesa, lo encendió y dijo, clavando su mirada de perro de presa en Umaima:

—Señorita Bendris, gracias por haber acogido en casa a nuestros agentes este mediodía. La felicito por la entera colaboración.

—Hice lo que pude, inspector. Munia y yo éramos muy amigas —dijo, bajando las cejas para reprimir un sollozo.

El policía la estudió con sus ojos de lince.

—En el apartamento mis ayudantes no encontraron nada que fuera incriminatorio. En el bolso que descubrimos junto a la difunta había solo cosas ordinarias de mujer, incluso Cialis, pero no había ninguna agenda telefónica, y quiero preguntarle si por casualidad sabe algo sobre el particular.

—Munia tenía una, inspector. Es un cuadernillo amarillo en el cual apuntaba y consultaba muchas cosas.

Samira, que ocupaba ahora el asiento contiguo al del policía, miró hacia la joven y dijo entre suplicante y autoritaria:

—Hay que encontrar esa agenda, cueste lo que cueste, querida. Puede que en ella figure un número de teléfono determinante para la encuesta. Encuéntrala y dásela al señor Busif. Y no tienes que preocuparte, él está aquí para ayudarnos y no acusarnos.

—De acuerdo, jefa. Esta noche en casa lo revisaré todo de arriba abajo —prometió, restregándose la nariz y mirando furiosa hacia Tarik, quien, como el que guarda un secreto, se frotó la barbilla, gesto que no escapó al policía, quien, con sus ojos pequeños incrédulos, inquirió:

—¿Cuándo vio a su amiga viva por última vez, señorita Bendris?

—Ayer por la noche, Munia recibió una llamada telefónica y estaba muy feliz, nerviosa, pero muy alegre —dijo la aludida, volviendo a mirar enfurecida hacia Tarik, quien bajó rápidamente la mirada, la cara rígida—. Yo estaba en mi dormitorio leyendo, pero pude oír fragmentos de frases que traducían esa felicidad. Se vistió de nuevo, se arregló y salió, para no volver.

—¿Recuerda algunos retazos de esa conversación?

—Sí. Decía: «Oh, amado mío, por supuesto que quiero»; «Esta noche lo festejamos y mañana lo decidiremos».

—¿Festejar qué y decidir qué?

El policía frunció el ceño y se retorció las puntas de su bigote. Ella movió negativamente la cabeza.

—Lo ignoro, inspector. De una cosa estoy segura: era el hombre enamorado que la llamaba de vez en cuando, pero no tengo ni idea de quién es.

—¿Nunca subió al piso? —inquirió Samira, esperanzada.

—Que yo sepa, no. Al salir de la empresa, volvíamos juntas a casa. Ella se duchaba, se cambiaba y salía a su encuentro. Se veían en secreto.

—¿Y usted, señor Sufian, cuándo vio a la difunta por última vez?

El aludido volcó un poco de café en el platillo, al temblarle las manos, y dijo forzando una sonrisa y levantando la cabeza:

—Nos veíamos solo en la empresa, inspector. Al salir a las 17 horas, yo no vuelvo a ver a los empleados, ni me gusta ir de picos pardos. Sin embargo, sí le puedo decir que, por pura casualidad, vi en dos o tres ocasiones a Munia en compañía de Belarbi, cogidos del brazo. Y lo que le digo es un secreto a voces. Yo soy de los que creen que hay que condenar toda relación ilícita o adúltera, fuera del matrimonio.

Umaima movió su taza de té con tanta violencia que parte del líquido salió disparado y cayó en su regazo. Sus ojos casi se salieron de las órbitas, mientras Tarik, que había vuelto a tomar su taza, se quedó con la boca abierta, viéndola gruñir, encolerizada:

—Eso de «cogidos del brazo» es una pura mentira. Y el que los vieras juntos no significa que tuvieran relaciones íntimas.

—Umaima tiene razón —intervino el efebo, como quien recibe un pinchazo en el pecho, fulminando con la mirada a Tarik—. ¿Crees que basta con ver en la calle a dos personas intimando para concluir que van a acabar en la cama? Y suponiendo que lo hicieran, ¿en qué mierda te va a afectar a ti eso? Estoy hasta la coronilla de tipos medievales como tú que reprueban cualquier estilo de vida contrario al de ellos, hasta quieren matar por ello; me dan asco y ganas de vomitar.

Al joven le aparecieron dos manchitas rojas en las mejillas y sus ojos sacaban chispas.

—Yo comparto la opinión de Bilal —carraspeó Tawfik, quien, después de tomar un sorbo de café, encendió un cigarrillo, mirando en derredor—. Creo que hay que ser torpe y chapado a la antigua para juzgar o condenar actitudes privadas de la gente. En una sociedad sana y moderna, no ha de haber lugar para gente bárbara que te prohíba comer o beber lo que te gusta, vestirte como quieras o creer en lo que te dicta la ética universal.

El aludido, sentado con las rodillas apretadamente juntas, los puños cerrados mientras contemplaba al grupo, la cara rígida y pálida y un músculo que se le contraía junto al ojo derecho, alzó la vista y, como un perro de caza cuando su amo le lanza un hueso, dirigió una sonrisa amarilla a Umaima, mostrando sus pequeños y amarillos dientes de rata:

—Retiro lo que acabo de decir sobre prejuicios. No era mi intención ofender. Estoy de acuerdo con Tawfik. Pero, por principios de mi fe, condeno las relaciones sexuales extramaritales. En otros países se aplica la lapidación en este caso.

—Todo esto está bien —concedió Samira con un tono de voz que podría congelar un dulce—. Centrémonos en la investigación del caso, por favor. Inspector —prosiguió, volviéndose al policía—, sé que el caso está bajo secreto de sumario, pero ¿puede decirnos, por lo menos, si tienen alguna pista sobre el asesino? Esto nos tranquilizaría y orientaría a tomar medidas precavidas.

Aprovechando esta pregunta, Busif decidió que era el momento de tender trampas para identificar a posibles sospechosos.

La idea de determinar coartadas no era sostenible ni pragmática, porque todos jurarían que anoche, entre las once y las dos de la madrugada, lapso de tiempo en que Munia murió, dormían a pierna suelta. Tampoco era prudente hablar de la escopolamina, por no ahuyentar al que la utilizara, pero sí del embarazo de la difunta, noticia bomba que provocará sin duda varias emociones en ellos que habría que estudiar escrutando los rostros y las actitudes de cada uno. En cuanto a los drogadictos y los vinculados con el narcotráfico, habrá que tenerlos bajo estricta vigilancia.

—Nada puedo decir antes de la audiencia preliminar que se celebra dentro de una hora.

—¿Estamos convocados, inspector? —inquirió Tawfik, nervioso.

—Solo el señor Sufian, quien identificó a la occisa. También puede asistir la señorita Yakubi, si lo desea.

El aludido asintió inclinando la cabeza, la mirada perdida.

—En cuanto a las amenazas que ustedes reciben, señorita Yakubi —aclaró, mirando a ambos hermanos—, pediré al comisario que los convoque para estudiar con detalles su caso y asignarles escoltas.

—Muchas gracias, inspector —dijeron al unísono los hermanos, al verse libres de un gran peso.

—No sabemos aún quién mató a Munia Anas —declaró el policía, consultando sus notas, antes de lanzar la noticia bomba—. Pero de lo que sí puedo informarles ahora es que, además de haber sido vilmente violada y asesinada, la pobre mujer estaba embarazada de 6 semanas.

La voz aguda y glacial del policía hizo el efecto de un tremendo puñetazo en pleno rostro de los asistentes. Se produjo un silencio pesado y absoluto. Se podía oír la respiración y el latido cardíaco de cada uno. En la mirada había asombro y estupefacción, cólera y repulsión. Las dos mujeres, el rostro desfigurado por la pesadumbre, miraron al policía con la boca abierta, sin poder creer lo que oían. Se pusieron rojas como un ladrillo. Samira jugueteó inconscientemente con su pulsera de oro, nerviosa y ausente. Con las manos trémulas, apretados los labios, Umaima sacó del bolso un pañuelo y se sonó la nariz. Parecían dos mujeres a quienes se les habían caído las bragas. Tarik quiso reaccionar, pero la boca se le había secado como un pañuelo tendido al sol de agosto. Se incorporó. La sangre se le había agolpado en las mejillas. Buscó con la mirada un vaso de agua sin hallarlo. Sacó un cigarrillo, lo encendió e inhaló el humo estrepitosamente, buscando un cenicero, pero la vista la tenía nublada. El rostro abochornado de Bilal adquirió una expresión sombría. Iba a decir algo, sin lograrlo. Se removió en su sitio con el ceño adusto y la mirada perdida en el vacío. El inspector lo miró con ojos de búho y le acercó un vaso de agua que el joven bebió de un trago, relamiéndose luego los labios y, echando la cabeza hacia atrás, dejó oír un gemido cáustico y doloroso. Tawfik intentó reacomodarse en su asiento. Aunque tenía tapizadas en papel de lija la boca y la garganta, la lengua estropajosa, pudo carraspear algo, como si cacareara:

—¿Y se sabe quién es el malnacido que lo hizo?

Tarik metió el extremo de un palillo de dientes en su oído izquierdo y lo hizo girar mientras escuchaba. Sacó luego el palillo, le quitó un trocito de cera y gruño amodorrado, la expresión aviesa:

—Si yo lo supiera, le arrancaría los testículos, se los tiraría a los perros, antes de meterle un gancho en el culo y colgarlo de un árbol.

Tawfik lo miró como se mira la mosca que ha caído en su taza. Adoptó una actitud desdeñosa y dijo sin entusiasmo:

—Un poco de respeto a las mujeres aquí presentes, amigo —le reprochó—. Se dice «castrar o emascular» a un hombre.

El policía levantó la vista, con una dura expresión en los ojos, para calmar la situación.

—Veo que esta execrable noticia no ha dejado a nadie indiferente —dijo con voz áspera—. Dado el trágico fin que ha tenido la difunta, comprenderán que tienen el deber de revelar cualquier información que tenga relación con el misterioso amante de la misma. ¿De acuerdo?

La amena desenvoltura del policía había sido sustituida ahora por una implacable severidad.

Siguió un silencio insoportable.

Tras esperar un instante, Busif dijo, pronunciando esta vez claramente cada palabra, con perceptible enfado:

—¿Quién es el amante de Munia?

Samira se movió, abrieron exageradamente los ojos:

—Podría ser un desconocido, inspector. Quizás el mismo mafioso que intentó atropellarme hace tres días.

Busif encendió lentamente otro cigarrillo, fijando sus ojos ahora en los de Umaima, que de pronto bajó los párpados. Entonces se acercó a ella y dijo a trancas y barrancas:

—Por favor, señorita, recuerde, recuerde. Es de capital importancia, si de veras quiere a su amiga, como dice.

La joven empezó a dar señales de agitación. Apretó los codos contra el cuerpo, y su respiración se aceleró. Tenía las manos húmedas de transpiración. Enrojeció y dijo, volviéndose hacia él:

—¡Le juro por el nombre de Dios que nunca he visto a ese hombre!

Busif miró de soslayo a Tawfik, que escuchaba con gran interés, fumando con mucha calma, el cigarro entre el índice y el pulgar:

—¿Y usted, señor Marrún?

—Yo rendía pleitesía a Munia y, créame inspector, si supiera o recordara algo, no dudaré ni un instante en comunicárselo.

Tarik levantó la cabeza; su rostro no expresaba nada, pero sus labios flácidos estaban apretados, y su mirada, llena de angustia. Había fumado ya tres cigarrillos, encendiendo el uno con la colilla del otro.

—¿Y usted, señor Sufian? —apuntó el policía al desgaire, con glacial sonrisa.

El aludido se retorció nerviosamente las manos, mientras la sonrisa de soslayo se borraba de sus labios, los ojos despidiendo chispas:

—Yo…  Le juro que…

Fue interrumpido súbitamente por Umaima, quien, irguiendo la cabeza, el rostro lívido, dirigió una mirada tenebrosa a todos y declaró:

—Si me lo permite, inspector, les voy a contar lo que nadie sabe de Munia Anas. Le prometí guardar el secreto, pero si lo rompo ahora es porque creo que puede ser útil a la investigación.

La miraron todos, anonadados y mareados, como se mira a un prestidigitador sacando de la chistera víboras o bombas para arrojarlas en plena cara a los espectadores. Sintieron todos que el suelo se movía y se sustraía debajo de sus pies, dejando lugar a un tétrico abismo.

—Le ruego que prosiga, señorita Bendris —pidió el policía, al borde de la desesperación.

—Bajo el barniz de la belleza y la elegancia de Munia se ocultaba una lesión profunda forjada por la miseria de su infancia. Tan pronto como aprendió a caminar, había vagado por las callejuelas de Marrakech con otras criaturas como ella, mugrientas, andrajosas, las sucias manos tendidas, acechando a los turistas por recibir una moneda. Cuando volvía de noche al hogar, una reducida chabola, encontraba a su padre, un proxeneta alcohólico, esperándola para que le entregara el botín del día. Si no lo hacía, él le azotaba su desnudo culo con el cinturón.

»Al morir su padre de sobredosis, cuando ella tenía apenas ocho años, experimentó una infinita felicidad, aunque al mismo tiempo se dio cuenta de lo abandonada que estaba en la ciudad, sin techo ni comida. Sin que lo hubiera planeado, su hermoso cuerpo de niña atrajo la atención de muchos turistas que pronto la iniciaron a la prostitución infantil y a ganar mucha pasta.

»A los veinte años y, por tener mucho dinero en el banco, abandonó el oficio más viejo del mundo y meditó que era hora de adquirir estudios, formación laboral y un estatuto social honesto. Respondió a un anuncio que nuestra empresa publicó en la prensa hacía seis meses, se incorporó al trabajo y fue cuando nos conocimos y le propuse compartir el alquiler. Poco tiempo después me confesó que acababa de conocer a un hombre interesante, conmovido por su belleza y su vertiginosa forma de hacer el amor. Tenían muchos planes. Muchos sueños que realizar. De esto hablaron anoche por teléfono. Ella salió a su encuentro, pero alguien se lo impidió. ¿Quién es este misterioso galán? ¿Fue él quien la dejó embarazada? ¿Y quién le quitó la vida? Confío en que usted, señor Busif, logrará averiguarlo.

 

+++

 

Samira decidió matar dos pájaros de un tiro: llevar en coche al juzgado a Tarik, Umaima y al inspector, y conocer al comisario para exponerle el caso de las amenazas.

Llegaron justo cuando se iniciaba la indagación preliminar para establecer las circunstancias en que fue asesinada Munia Anas y lanzar el proceso penal propiamente dicho, por decisión fiscal.

El primero en declarar fue el aldeano que descubrió el cadáver. Al borde de perder los estribos, indicó su identidad, oficio y domicilio. Describió luego, en un hilo de voz, cómo se disponía a regresar a casa, al salir de la mezquita a las 6 de la mañana, cuando encontró a la occisa tendida, semidesnuda y bocabajo en la cuneta. Confirmó que no tocó nada y que corrió inmediatamente a la gendarmería más cercana a dar parte.

El Inspector Busif se presentó y refirió con detalles todos los hechos ocurridos en las primeras horas de aquella mañana. Explicó que se identificó a la muerta por el contenido de su bolso encontrado a su lado, identificación que fue luego confirmada por Sufian Tarik, jefe de personal de la empresa en la que trabaja la difunta, presente en la sala, listo a declarar si hacía falta. Busif mostró al tribunal el contenido del bolso, exponiéndolo en una mesa e indicando que el robo no fue el móvil del crimen, ya que de haberlo sido, se habrían llevado la tarjeta bancaria y el dinero. De todos los objetos ya descritos con anterioridad, las tabletas de Cialis provocaron un rumor de voces y de excitación, sofocado pronto por un silencio sepulcral, que se extendió por toda la sala como un manto de nieve, cuando habló el forense, leyendo al jurado un resumen de su minucioso informe sobre la autopsia. Al detallar la forma en que murió la víctima, acuchillada, drogada y violada, estando, además, embarazada de 6 semanas, todos los rostros se volvieron hacia él, contemplándolo con profunda consternación, la mirada entenebrecida. En cuanto a la hora de la muerte, declaró que esta se produjo ayer lunes entre las once de la noche, como mínimo, y las dos de la madrugada del martes, a lo sumo, ya que, al ser examinado el cadáver, el rigor mortis había alcanzado su máximo pico, que sobreviene a las 12 horas desde el fallecimiento.

Por último, llamaron a Umaima, quien, omitiendo el pasado de su amiga, refirió solo el incidente de la llamada telefónica que esta recibió, y su salida del piso poco después, para no volver más. A la pregunta sobre la enigmática agenda telefónica, contestó que sí la había y que, al encontrarla, la entregaría al señor Busif.

Al final se llegó a una decisión: la difunta, Anas Munia, había fallecido por causas homicidas cuyo autor se desconoce.

Al escuchar el veredicto, Umaima, que se había comportado con suma discreción, prorrumpió en llantos, y Samira tuvo que calmarla y hacerla salir al corredor.

El inspector aprovechó la presencia de su jefe para presentarle a la señorita Yakubi, quien, en pocas palabras, le refirió su preocupación. El oficial le indicó que pasara por su despacho, al día siguiente por la mañana, para tramitar la asignación de un escolta a su servicio.

 

DOS

 

Al salir de la casa de Samira, Tawfik se dirigió directamente a su piso. Se duchó, se cambió de ropa y descansó un rato tomando un aperitivo y escuchando el tema musical de The Ipcress File, por John Barry, sin dejar de revisar mentalmente su plan de desvalijar una caja fuerte a medianoche, después de ver a Meryem Mfadel, una amiga a quien conoció en la calurosa mañana del domingo pasado, al ir a tomar sol en la espaciosa y limpia playa Oudaya, de arena dorada y dotada de buena infraestructura turística, con modélicos servicios, desde quitasoles y duchas hasta altavoces para música en los chiringuitos.

Aquel día, la playa estaba apenas concurrida. Por lo tanto, pertrechado como un buen bañista, Tawfik fue a una cabina para ponerse el bañador y se recostó en una butaca de mimbre plegable alquilada. Necesitaba relajarse y realizar un examen de conciencia. Disfrutaba de un buen estado físico y una mente creadora. Consciente de la inutilidad del mundo y la futilidad de la existencia, decidió hacía tiempo reducir sus preocupaciones existenciales a 6 principios: comer siempre algo especial; leer libros impactantes; hacer deporte; escuchar buena música; cepillarse de vez en cuando a un bombón de mujer; y evitar como la peste a gentuza supersticiosa y tóxica, como lo eran sus compañeros de trabajo, Tarik Sufian y Belarbi Mueden, el primero, adicto solo al rezo, la pedofilia y la droga; el segundo, además de ser drogadicto también, vendería su alma al diablo por ganar dinero. «Para ser lo que eran, debían tener menos seso que un mosquito», pensó. ¡Una cuadrilla de villanos encanijados! Respecto a la política, ellos abogaban en favor de una sociedad medieval reaccionaria, mientras que él acataba a rajatabla los principios modernos de ciudadanía y patriotismo, con un profundo respeto a los símbolos y las instituciones públicas. Él estaba convencido de que Marruecos siempre ha luchado por las causas justas y por el progreso, merced a la sabia orientación real. Lo que importaba ahora era sobresalir en esos 6 principios, mejorando su situación financiera, la cual distaba mucho de la riqueza ordinaria. Él no era ningún empingorotado ni ensoberbecido, y ser reparador de heladeras en la empresa Yakubi tampoco lo convencía para asegurar su ritmo de vida, lo que significaba mucho ruido y pocas nueces. Por eso había decidido, semanas antes, volver a ejercer su primera especialidad, la de desvalijar cajas fuertes. Se sonrió al pasársele por la mente la metáfora sexual de tal especialidad. El plan surgió cuando un conocido contrabandista de bebidas alcohólicas solicitó su servicio para reparar una de sus refrigeradoras. Acudió al lugar, reparó el aparato y, al buscar al hombre para cobrar, vio, por pura casualidad, cómo este, tras remover un cuadro y girar la combinación, metía enormes fajos de billetes en la caja. Al abrirse la puerta, Tawfik percibió también un montón de diamantes y joyas. Localizó bien el emplazamiento, antes de volver a la cocina para no descubrirse. Era dinero ilícito, y robarlo no constituía ningún acto criminal, al contrario, era un acto heroico. Aquello auguraba que ser rico y vivir como un rey no era tan descabellado ni imposible. El desafío de pasar a la acción, pensó, estaba a la altura de su valor. Máxime al ver que aquello lo ponía en el disparadero. Por lo consiguiente, no tenía que desperdiciar tiempo ni sentirse desquiciado ante el acto. Pero sí tendría que operar con lógica e infalibilidad. El crimen y el arte, se dijo, tienen afinidades. Ambos requieren las mismas habilidades: una técnica, mucha imaginación, el método científico, una precisión casi matemática y la sagacidad en la realización. Había estudiado ya la hora, el sigilo y la forma de entrar en la vivienda del contrabandista. Tenía preparadas las herramientas a utilizar, los guantes, la linterna, el disfraz, el micrófono revelador de las letras de la combinación y las ganzúas y agujas de acero capaces de abrir cualquier cerradura hermética. Faltaba solo el momento de pasar a la acción.

La silueta de una mujer, que se acercaba a tomar sol, interrumpió su pensamiento, devolviéndolo a la realidad. Había conocido muchos tipos de mujeres: rubias y morenas, largas y flacas, medianas y rellenitas, testarudas y compasivas, felinas y reptilianas, severas y sumisas. Pero a la que estaba ahora observando nada tenía que ver con ellas. La muchacha estaba bocabajo en la arena, a pocos metros de su butaca, con el mentón sostenido en sus manos, las piernas largas y bonitas levantadas, las pantorrillas cruzadas, su celeste bikini dos piezas dejaba lucir su larga espalda delgada, y la curva de sus caderas,  apenas cubiertas, mostraba los dos atrayentes hoyuelos. Era rubia y su piel tenía el color ámbar suave de la miel. Llevaba una pamela de paja amarilla y gafas de sol azules, la expresión vivaz y animada. Se adivinaba que llevaba el cabello recogido en trenza. Al cambiar de postura y tumbarse bocarriba, estirando las piernas, la joven expuso su cuerpo a la vista del joven. ¡Qué cutis! ¡Qué senos! ¡Qué cintura! ¡Qué boca! Un símbolo sexual de lujo. «Esta es la chica que has estado buscando toda tu vida, le decía con persuasión una voz en su mente, este es el bombón de chocolate que te mereces follar. No será difícil llevártela a la cama. Solo tienes que enseñarle uno de tus trucos de prestidigitador».

La joven echó una mirada en derredor y se levantó para ir a la cafetería. Se había dado cuenta de que aquel hombre esbelto la admiraba. No la había mirado con descarada lujuria, sino con interés y admiración. Tawfik le sonrió al pasar ella cerca de él. Ella le correspondió, discreta y suavemente, enrojeciendo intensamente, momento que él aprovechó para observarla y olfatear su perfume, como acecha un depredador a su presa, listo a capturarla y despedazarla. Examinó sus bonitas orejas, el color de sus labios, el pecho enhiesto, el contoneo de su cuerpo, y sintió que su corazón latía más rápido y que sus manos estaban húmedas. Al cabo de unos minutos, cerró su libro, se puso de pie y la siguió. Solo había una docena de personas en el chiringuito. Vio que la chica estaba sentada a una mesa, abriendo el bolso de playa. Sacó una polvera y se retocó los labios, mirándose en el espejito, en el que vio, sorprendida, reflejarse la silueta del hombre.

—Perdone, señorita. ¿Es usted Marilyn Monroe o tengo alucinaciones y necesito ver a un psiquiatra?

La chica lo miró, se puso un poco rígida, pero enseguida sonrió, al verle allí de pie, fingiendo cara de bobo.

—Ni lo uno ni lo otro, señor —contestó soltando una risita de mujer divertida—. Soy una simple marroquí llamada Meryem Mfadel, profesora de inglés que vive con sus padres, aún virgen y disfrutando de un día festivo.

—Encantado. Yo soy Tawfik Marrún —bisbiseó el joven y, saboreando el significado de la palabra «virgen», añadió con voz cálida—: a sus pies, señorita Meryem.

Ella le tendió la mano que él estrechó, inclinándose para rozar el dorso con su boca hambrienta. La sorprendió reír por lo bajo, mirándole la entrepierna. Entonces se dio cuenta de que tenía una voluminosa erección. El perfil del enorme pene se comprimía contra la tela tensa y reluciente del bañador. Tuvo que sentarse repentinamente, reacomodando las partes, de forma que la gruesa erección no brincara fuera y se calmara. Ante ese alucinante espectáculo, Meryem enrojeció hasta la raíz de los cabellos.

El camarero llegó en ese momento, trayendo la carta, y ellos hicieron el pedido: sardinas a la plancha, ensalada variada y dos zumos de naranja.

—Pago yo —dijo la joven, con una sonrisa recatada, cuando hubieron terminado de comer.

—Ni hablar. Esta corre de mi cuenta —respondió él, fingiendo enfado—. Pago por los daños y perjuicios que le he causado al invadir su espacio personal.

—No diga eso. Ha sido un placer conocerle. Para demostrárselo, le invito a un café si me concede un paseo por la kasba.

Aquel paseo resultó asequible y divertido. Meryem se había puesto un jean y un jersey muy ceñidos y zapatillas deportivas. La kasba es el lugar más visitado por los turistas. Elevada sobre la costa de Bouregreg, cerca de la medina, tiene vistas al océano y a la ría, además del paisaje urbano de la ciudad. Ambos entraron por la famosa puerta de los Udaia y recorrieron los famosos jardines Andaluces, caminando por las estrechas calles empinadas de casas blanqueadas y suelo adoquinado. Aquella tarde abundaban los paseantes representando todas las clases sociales. Los había con babuchas y chilabas, con trajes de última moda, fueran varones o damas, e incluso deambulaban mujeres tapadas desde la punta de los pies hasta la coronilla, incluida la boca. Las terrazas de los cafés estaban abarrotadas de gente de todas las edades. Unos fumaban, otros, discutían y muchos jugaban a las cartas, dominó o ajedrez. La pareja optó finalmente por tomar el mítico té a la hierbabuena que, según la tradición, es el mejor remedio contra la sed en un día muy caluroso. Meryem se ocupó del ritual: empezar escanciando un primer vaso, devolverlo luego a la tetera, antes de verter té en los vasos, alzando esta para que se produzca la espuma. Según la tradición también, había que tomar el té hirviendo y sorberlo con tragos ruidosos. No obstante, ellos prefirieron esperar y saborearlo con gusto y suavidad, contándose cosas de su vida y haciendo planes. El atardecer empezaba a invadir el paisaje con sus colores bermejos. Se encendieron las luces por doquier y, mientras todos contemplaban, absortos, una bandada de gaviotas revoloteando a su alrededor antes de alzarse, agitando las alas y sobrevolar Bouregreg, ellos, embrujados por la hechicera brisa atlántica que les acarició la piel y meció el alma, se besaron furtiva y apasionadamente.

 

Tawfik interrumpió el flashback de su excursión por la playa y la kasba con su amiga, y miró el reloj. Faltaban tres horas para la visita de Meryem. Las aprovechó para tumbarse en el sofá y echar una cabezada.

 

El sonido del timbre del portal lo despertó. Fue a abrir. Era ella. Acudía puntual a la cita. Vestía una blusa color lima muy ajustada y unos pantalones de algodón color celeste. Estaba para comérsela. Se sonrieron y besaron, luego él la llevó en volandas al salón donde tenía ya preparadas dos copas grandes de Cointreau con hielo picado y zumo de piña. El apartamento era pequeño, pero estaba bien amueblado y disponía de toda la comodidad imaginable.

Él se sentó en el sofá mientras que ella, en pie a su lado, empezaba a desnudarse. Se quitó primero la blusa, se bajó los pantalones y, con parsimonia, se desprendió de la fina tanguita rosa oro y se la pasó por el rostro para que la olisqueara, antes de rozarle los labios con sus pezones bien erguidos. Hizo luego algunos movimientos lentos y pausados de striptease, antes de arrodillarse a la altura de su entrepierna, liberar su erección e iniciar una felación. Él gimió de placer al sentir cómo se la lamía y chupaba. Momentos después, ya aturdido por el deseo, se desvistió a su vez y la llevó en volandas al dormitorio para abrir el inmaculado juguetito, el precioso tesorito virgen que ella le regalaba…

En el tocadiscos sonaba la melodía de Las Cuatro Estaciones, de Antonio Vivaldi.

 

Mucho después, se ducharon, vistieron y volvieron a sus bebidas, haciendo planes para el futuro.

Cuando ella se hubo marchado, Tawfik miró el reloj. Faltaba una hora para ir a desvalijar la caja fuerte. Una hora para transformarse en un multimillonario. Entonces sonó el teléfono sacudiéndolo de tal forma que volcó la copa de whisky que tenía en la mano. Descolgó el auricular y se lo llevó a la oreja. Era el jefe de personal. Le llamaba para sustituir a Belarbi, que seguía en paradero desconocido, llevando una carga de heladeras a Marrakech. Tenía que presentarse al chalet a medianoche. ¡Mierda! A la misma hora en que iba a saquear al contrabandista. Tarik cortó la comunicación sin darle tiempo de rechazar la oferta. ¡Bueno! Pensándoselo bien, su plan no iría al garete, podría aplazar simplemente el atraco y así, matar dos pájaros de un tiro.

Salió a cenar frugalmente, y se presentó al chalet a la hora indicada. Encontró a Tarik esperándole junto a la furgoneta, aparcada a la salida, cerca de la caseta del portero. Este y el jardinero acababan de colocar la última heladera, antes de retirarse. Tarik invitó a Tawfik a subir al vehículo para mostrarle la carga. Había siete heladeras. Eran de marca Whirlpool, tipo freezer horizontal con ruedas, de color gris, 130 cm x 78 cm x 94 cm, con capacidad en volumen: 414 Lts. Estaban todas vacías, menos la que colocaron el portero y el jardinero. Tarik alzó la tapa y mostró el contenido: había exquisitos helados variados, de crema, de fresa, de chocolate, de leche condensada, de mantecado, en granizado, y en diferentes envoltorios.

—Es para el jefe de la gendarmería y su familia  —explicó, guiñando un ojo a Tawfik, mientras bajaban del vehículo—. Ya sabes cómo van las cosas aquí. Tú entrega la carga a Chentuf Abdeslam, nuestro gerente, y él se encargará de todo, incluso te tiene reservado un hotel. Y, por favor, no comas ninguno. Están contados.

—Descuida, hombre. Pero, ¿no se van a derretir en el camino?

—No. La nevera está enchufada a una pequeña batería auxiliar vinculada a la principal del vehículo. Dejé las llaves puestas. Y ahora ve al salón, que Samira te dará el cheque con el importe de la prima anual. Yo ya me voy a casa, que estoy muerto de sueño.

—Vale. Tomaré algo con ellos, antes de emprender el viaje.

 

+++

 

Umaima abandonó el juzgado, donde se había celebrado la indagación preliminar, se dirigió a su piso, tomó una ducha fría, se puso un pijama corto de satén, muy suave al tacto, con encaje gris adornando el escote, y entró a la cocina a preparar una cena romántica especial, pues, como todos los martes a las 21:00, su amante Belbachir Ali, un hombre de negocios de Casablanca, acudía a «nutrir las bestias que ambos llevamos dentro», según sus propias palabras. Una metáfora que traducía fielmente sus inclinaciones sexuales, él, siendo sádico; ella, masoquista. Terminada la preparación, fue a poner la mesa y colocar las velas y las flores, sin olvidar la música. Su ídolo era Farid Al-Atrash y el disco que seleccionó para la ocasión contenía las canciones siguientes:

 

«Porque te tengo solo a ti», «El primer susurro», «Te extraño»,  «Oh, flor en mi mente», «Hace tanto tiempo, amor», «Ten piedad de mí, tranquilízame»,  «Me hiciste sentir abandonado», «¿Cuándo volverás?».

 

Ella no tomaba alcohol, pero fumarse un porro antes de hacer el amor le infundía una euforia placentera y una sensación de relajación, de volar, de ver borrada la percepción del tiempo-espacio y de sentir aumentar su deseo sexual. Ali traía lo necesario. De repente, se acordó de la agenda de Munia. Recordó que su amiga la guardaba debajo de la almohada cercana a la mesita de noche donde reposaba el teléfono. Fue al dormitorio, levantó la almohada, y allí estaba. ¡Qué distraídos son los policías!, pensó, ¡Y decir que lo revisaron todo de arriba a abajo! Hojeó la agenda. Contenía varios números de teléfono, notas, comentarios, horarios, dibujitos, direcciones. La cerró de golpe, al pensar en su amiga. No era leal husmear en su vida privada. Puso la agenda encima de la mesita. Iría a ver a Busif al día siguiente y se la entregaría.

Oyó que alguien llamaba a la puerta. Fue a abrir. Era Ali, puntual, como siempre. De mediana estatura, moreno, delgado, de nariz ganchuda y ojillos redondos. Se abrazaron.

—Hola, mi amo. ¿Follamos antes de cenar o después? —inquirió ella.

—Mejor antes —aconsejó él.

El tono cortante de su voz la hizo erizarse de placer.

Sin perder tiempo, Ali se dirigió al cromado bar sobre ruedas, ubicado junto al televisor y el tocadiscos, y puso encima una bolsita de la que sacó una botellita de whisky y un frasquito de vidrio conteniendo escopolamina en polvo. Siguieron varios traguitos. Él apuró su bebida y preparó otros dos whiskies con soda que hubieran volteado a un camello.

Iniciaron algunos preliminares, besándose y acariciándose apasionadamente, haciendo masajes eróticos, explorando mutuamente sus zonas erógenas, pronunciando palabras obscenas, mordisqueando orejas y labios. Finalmente, esnifaron una pequeña porción de escopolamina, antes de desnudarse, arrojando al suelo sus prendas, quedándose ella con el portaligas y la braguita. Se recostó luego en el sofá, en postura de La Maja desnuda, las muñecas detrás de la cabeza.

—Quiero que me hagas sufrir antes de penetrarme —suplicó—, que me susurres al oído esas palabrotas asquerosas tuyas.

Siguiendo su consejo, él la abofeteó brutalmente varias veces.

—¡Más! —pidió, sollozando—. Insúltame, escúpeme en la boca. Dime que soy tu puta.

Él le rodeó el cuello con las manos, como para estrangularla, al mismo tiempo que unía sus labios a los de ella, carnosos y cálidos.

Luego él recogió su slip, lo enrolló y se lo metió en la boca, en forma de mordaza.

—¡Qué asco de olor más bonito, cariño! —dijo, olisqueando frenéticamente, reprimiendo un gruñido.

Mientras su mano derecha apretaba la mordaza, la izquierda estrujaba abruptamente los pechos erectos y los grandes pezones.

—¿Quieres ahora que sustituya la mordaza con mi polla? —le preguntó momentos después.

Ella asintió, acogiendo con gulosidad la enorme erección.

—Date la vuelta ahora —le ordenó, al finalizar la larga felación—, quiero repetir las perrerías de la semana pasada.

Ella pareció a punto de disuadirlo, pero, recordando el placer-dolor que aquello le provocaba, asintió, tragando saliva y emitiendo un gemido sordo y bestial. Él sacó entonces la cuchilla de afeitar y le hizo dos diminutos cortes en cada nalga, junto a otros, ya cicatrizados. Brotaron gotitas de sangre que él recogió con los dedos para que ella los lamiera.

—Y ahora ponte de rodillas. Sé que a las mujeres os enloquece más esta postura.

Ella asintió, abriendo las piernas para acoger la brutal embestida.

—¡Qué grande la tienes, mi torturador! —aulló—. ¡Empuja! Así, así. Más fuerte. Ábreme por la mitad.

Y así siguieron gozando, acompañados por la embrujada y divina voz de Farid Al Atrach.

—¿Me corro dentro? —gruñó él, enloquecido, sin poder apagar el grito animal que resonó en la estancia.

—Sí. No te preocupes. Me he tomado la pastilla habitual. ¡Corrámonos y murámonos!

—¡Ay, dios mío! —lloriqueó él, llegando a la cúspide—. Pero, ¿qué es eso de que «nos muramos», mi putita?

—Llegar al orgasmo —sentenció ella—, es la mejor forma de morir, ¿no?

—Eres una amante divinamente perversa  —contestó él, aún aturdido—. Pero, mejor seguir vivos para repetir esta loca experiencia.

 

Tras descansar un buen rato, satisfechos y saciados, se levantaron a asearse y a picar algo de la cena. Tomaron té verde, fumaron en silencio, luego Ali se despidió, prometiendo volver.

Ella recogió la ropa íntima sucia y se dirigió al cuarto de baño. Tiró de la cadena, después de orinar, corrió el agua para cepillarse los dientes y se duchó, antes de pasar al dormitorio.

 

Más tarde, una sombra se deslizó subrepticiamente por el salón.

«Tengo que sorprenderla y golpearla, como en las escenas de cine», pensó la sombra, respirando fuerte, el corazón golpeándole rítmicamente.

Umaima oyó un súbito ruido. Alguien había entrado y tropezado contra algo. «Será seguramente Ali. Habrá olvidado algo», pensó.

Muy nerviosa, la cara tensa, y movida más por la curiosidad que por el miedo, encendió la luz y se acercó a la puerta. Antes de abrirla vio que la manija se giraba. Alguien estaba al otro lado, empujando la puerta con suavidad. Esta se abrió bruscamente y su corazón dio un vuelco dentro de su pecho y pareció dejar de latir, al encontrarse abruptamente cara a cara con el intruso.

Durante unos segundos sus miradas se confrontaron y ella dijo, con voz fría y dura:

—¿Tú? ¿A qué has venido? ¿Qué…?

No pudo terminar la frase y, presa de terror al ver el pesado cuchillo de treinta centímetros de hoja, retrocedió, buscando salvar su pellejo…

 

TRES

 

Tawfik abandonó la vivienda Yakubi, despidiéndose de Samira, Bilal y el portero, y condujo la furgoneta hacia su apartamento para recoger su bolsa de viaje. Llegó y aparcó en el estacionamiento público cercano. Antes de subir al 2º piso, alzó la mirada casualmente y vio que había luz en los apartamentos de sus dos compañeros de trabajo, Umaima en el 4º, y Tarik, en el 6º. ¿Qué hacían despiertos a la una de la madrugada? ¿No le había dicho él, una hora antes, que estaba rendido y que iba a dormir como un lirón? ¿Y ella? Ella nunca trasnochaba. ¡Muy raro! Incluso cuando recibía a ese amigo suyo de Casablanca, se acostaba siempre antes de medianoche, al marcharse este. «Bueno, para qué descalabazarme por nimiedades y moco de pavo”, pensó.

Preparó la bolsa y salió. Condujo en dirección del sur, pasando por Temara. Durante el viaje revisó sus planes con Meryem. Entregaría la carga y volvería por la caja fuerte. Guardaría el botín en una consigna de la estación de trenes. Vendería más tarde las joyas, dimitiría y se llevaría a Meryem a vivir en un chalet en Cabo Negro, cerca de Ceuta.

 

Tomó un café en Berrechid y continuó hacia Settat. Al llegar, accedió a la terraza de una cafetería nueva, con mesas de mármol inmaculadas y sillas confortables. A esa hora apenas había algunos turistas. Pidió un zumo de naranja y café solo.

Condujo luego un buen rato y, sintiendo sed y calor, se percató de que no llevaba agua mineral. Pero, de repente, recordó la heladera. En ella había helados exquisitos de todo tipo. Y con comerse una golosina no infringiría ninguna ley ni norma. Aparcó en el arcén y fue en busca del manjar.

Levantó con cautela la tapa del aparato, mirando en el interior, y lo que vio, al encenderse la luz de la heladera, le puso los pelos de punta. Su mente tardó algún tiempo en aceptar el testimonio de sus ojos, y aun así no estaba seguro de lo que había visto: en lugar de helados, descubrió el cadáver de Hasán Yakubi, su jefe, con un tremendo y visible golpe en la sien izquierda. Estaba inclinado sobre uno de sus costados, con la columna haciendo una ligera curva hacia adelante y las rodillas recogidas, como un feto en el vientre materno. La inesperada, brusca y siniestra imagen lo golpeó en lo más hondo de su ser, subiéndole la bilis y la sensación de vomitar. Creyéndose víctima de una alucinación, volvió a observar fijamente el cadáver, mientras una corriente, como las garras de la muerte, le recorría la médula espinal, la sangre golpeándole en la cabeza. Soltó la tapa, como desprendiéndose de un hierro al rojo vivo, dio un paso atrás y, presa del pánico más grande de su vida, los ojos desorbitados, salió del vehículo y echó a correr por el campo, sin aliento, el corazón latiéndole desmesuradamente. Pero se detuvo de repente, debajo de un árbol, y se quedó absolutamente inmóvil. Se dio cuenta, con un sentimiento de horror que le recorrió de la cabeza a los pies, que no podía escapar, ya que muchos lo habían visto conducir la furgoneta. Profirió maldiciones, mientras una bofetada de aire caliente y húmedo, le sacudía el rostro, animándole a tratar de entender la historia que lo llevó hasta allí. Aún transpirando y con la mitad de la mente paralizada, el ritmo del corazón acelerado, se armó de coraje y volvió al coche. Cerró de golpe la puerta trasera, que restalló como un latigazo, y se puso al volante. ¡El suelo se abría bajo sus pies y se vio engullido por el abismo! ¡Tenía que hacer desaparecer el cadáver de Yakubi!

Al hacer arrancar el motor, oyó una sirena a lo lejos. Luego vio que llegaba un gendarme motorizado a gran velocidad, en dirección contraria. Le pediría los papeles y subiría al vehículo a inspeccionar el contenido de las heladeras. ¡Su mundo se hacía ahora pedazos! Una nueva transpiración, esta vez fría, le corrió por la espalda. ¿Qué hacer en estas circunstancias? ¿Qué explicación dar? Tarik juraría a la policía que él nada tenía que ver con ese asesinato, y la policía lo creería a pies juntillas, y sería el fin de Tawfik Marrún y sus sueños. Y, si las demás heladeras contuvieran droga, eso significaría una condena a cadena perpetua en una cárcel oscura.

El gendarme paró a su altura y dijo:

—Aminore la velocidad, señor, y vaya con cuidado: hay un accidente en la próxima rotonda, a la entrada de Sidi Abdulá.

Tawfik tragó saliva, incrédulo ante la tranquilizadora situación. Un sentimiento de alivio se reflejó en su rostro aún bajo el shock.

—¿Qué transporta, señor? —inquirió súbitamente el gendarme, con sus aguachentos ojos de sapo.

La pregunta lo dejó patitieso. El pánico volvió a morder los bordes de su mente. Sintió de nuevo que la sangre se le congelaba en las venas y que su corazón se detenía.

—Heladeras nuevas vacías —mintió con la velocidad del rayo, pensando en el cadáver de Yakubi.

—¿Se encuentra bien, señor? —apuntó el gendarme, frunciendo ahora las cejas—. Está pálido.

—He conducido toda la noche  —farfulló él, tragando saliva.

—Pues vaya a descansar en el primer hotel que encuentre, señor. No hay que arriesgar su vida tontamente.

Tawfik, rígido y con la cara cubierta de sudor, prometió que así lo haría.

Tras lo cual, el gendarme arrancó con un acelerón y condujo en dirección de Settat, y él puso en marcha el motor y continuó hacia Sidi Abdulá.

Mientras conducía, notó que su cerebro era ahora un laboratorio donde bullían múltiples ideas siniestras. Urgía contestar tres preguntas: ¿Quién sustituyó la heladera de helados por la que contenía el cadáver de Yakubi? ¿Quién asesinó a este, cuándo y dónde lo hizo? ¿Y por qué congelarlo y tirarlo en Marrakech?

Las primeras respuestas se abrían paso en su mente y se concentró para considerarlas. Eran evidentes e insoslayables: mientras él estaba en el salón con los Yakubi, Tarik y el jardinero, su cómplice, procedieron a la sustitución de la heladera. ¡El muy desgraciado y despreciable de Tarik! Siempre le había tenido tanta confianza como a una serpiente cascabel. Su vínculo con la mafia de la droga determinaba su carácter de villano. Lo mismo diría de Belarbi Mueden, en paradero desconocido. ¡Droga! ¡Droga! ¡Droga! Y el pobre Yakubi había pagado la factura con su vida.

La tercera pregunta era todo un rompecabezas.

Con una mano en el volante y con la otra enjugándose la cara sudorosa, Tawfik empezó a devanarse los sesos a más y mejor, tratando de resolver el enredo que aquello le planteaba.

Un súbito y sagaz pensamiento se formuló entonces en su mente de electricista: congelar el cadáver y abandonarlo en Marrakech significaba, para el asesino, tener una coartada doblemente indestructible: la policía descubriría el cuerpo a más de 300 km de Rabat; al descongelarse el cadáver y recobrar la temperatura ambiental, la policía creería que Yakubi acababa justo de morir, sin adivinar que en realidad llevaba muerto varios días, lapso de tiempo que la congelación suspendió.

El crimen de Tarik era perfecto. No cabía duda. Muy astuto, el muy bastardo. Y lo tragicómico e injusto de la historia era que, en caso de que él estuviera detenido, la policía le endilgaría el asesinato a él y no al verdadero criminal. Volvió a reconsiderar su situación: ¿Cómo salir indemne de aquel atolladero? ¿Entregarse y explicar el caso? O ¿Abandonar el vehículo y huir?  Su primera idea era llamar a su jefa para avisarla del peligro que corría y contarle el trágico asesinato de su padre y el enredo en que él mismo estaba envuelto. Sintió que su corazón martilleaba: cuanto antes hablara con Samira, mejor.

Cuando llegó a la rotonda, vio que todo estaba bloqueado. Había muchos patrulleros. Avanzó, pensando en el cadáver que transportaba en la heladera. La mente le volvía a funcionar, pero el pánico seguía aumentando. Una ambulancia pasó rauda, transportando heridos. Al ver acercársele un policía uniformado, el corazón se le desplomó en el estómago, como una piedra en el fondo del mar, mientras una repentina oleada de sangre fría le subía por la espina dorsal.

Pero, no era para el registro de la furgoneta. El agente le instaba tomar una calle prohibida, por la que todos pasaban para desbloquear el tráfico. Siguió la orden, agradecido. Salió de la carretera, entró en un sendero desastroso que le sacudió el hígado como si estuviera montado sobre un potro salvaje, antes de volver a tomar la ancha arteria que se dirigía hacia el sur. Pensó en Meryem. Si lograra quedarse libre, se casaría con ella y vivirían felices, follando y comiendo perdices en Cabo Negro. De nada serviría huir. Tenía que hacer frente a la adversidad. Por Meryem, merecía la pena correr el riesgo al albur. Así que a lo hecho pecho. Entregaría la furgoneta, como convenido, y, en vez de huir como alma que lleva el diablo, esperaría a ver cómo terminaría el asunto. Saldría de ese túnel. Él tenía todas las agallas suficientes para triunfar. Había que mantenerse relajado respecto a lo que iba a surgir de inmediato.

Sus manos se afianzaron sobre el volante y aceleró.

Sintió que tenía una sed que hubiera matado a un elefante. Resistió hasta llegar a BenGrir.

Aparcó el auto hacia el costado del camino, pero no apagó el motor, para que el cadáver siguiera congelado, evitando así el derrame de sangre.

Antes de abrir la portezuela y apearse, vio por el retrovisor que un coche de color verde se detenía atrás. Tuvo la neta impresión de que ese coche lo había seguido anteriormente. Por estar sucio el parabrisas, y la penumbra ayudando, Tawfik solo pudo distinguir la silueta de un hombre al volante. Se apeó, ignorando al presunto perseguidor, y recorrió la calle en sentido recto. Vio por el rabillo del ojo que el hombre se apeaba también. Era corpulento, con cara de caballo, el traje arrugado. Uno podía adivinar que tenía más pinta de gánster que de policía. Tawfik tomó una curva y se metió por una callejuela desierta. Aguardó, arrinconado contra la pared, que apareciera aquel individuo. Pensó en la emboscada. Le lanzaría un puntapié al estómago o a la entrepierna, seguido de un fuerte golpe a la mandíbula que le rompería los dientes. Luego lo obligaría a identificarse y explicar esa persecución. Para su gran sorpresa, solo aparecieron algunos gatos hambrientos maullando. Esperó otros cinco minutos. Nada. Sacó un cigarrillo, lo golpeó contra el dorso de su mano y le prendió fuego, antes de retroceder y meterse en un chiringuito. Pidió una baisara y café bien cargado.

En el momento en que el camarero traía el pedido, entró un policía uniformado, de avanzada edad, y miró a su alrededor, como si buscara a alguien en particular.

El joven contuvo la respiración. Sintió que el corazón se le encogía de nuevo. El terror se apoderó nuevamente de él.

—¿A quién pertenece una furgoneta gris aparcada ahí fuera? —preguntó el agente, abriendo su boca, parcialmente desdentada, en guisa de sonrisa.

Tawfik no dijo nada porque, literalmente, no podía. Algo frío, como la mano de un muerto, se agarró a su corazón. Miró al agente: Tenía tres palabras escritas en la cara: «cadáver de Yakubi».

—Matrícula de Rabat —añadió el policía, con voz estentórea. Su sonrisa se disolvió como un azucarillo en agua hirviendo.

Tawfik sacó el pañuelo y se enjugó el sudor que le goteaba por la frente.

—Es mía.

Su voz pareció croar, mientras un escalofrío helado, como el dedo de un muerto, le recorría la espalda. ¡Aquello era el fin de su viaje!

—Ha dejado las luces encendidas, señor.

—Oh, muchas gracias, ya me iba —contestó, sintiendo hundírsele los hombros.

El policía lo miró intensamente. Como si quisiera preguntarle algo. ¿Estaría pensando en registrar la carga de la furgoneta?

Tawfik se percató de que todo el mundo que estaba allí tenía también los ojos clavados en él.

—Nunca deje encendidas las luces —enfatizó el agente con una mueca, antes de irse—, si no quiere que se le descargue la batería.

¡El policía no podía adivinar que era para que el cadáver no se descongelara!

El joven asintió, pagó al camarero y salió precipitadamente, como el que evita pisar una serpiente cascabel.

El coche verde no estaba.

Condujo, fijando la mirada en la carretera que empezaba a estar ahora más transitada. Pasaban coches y camiones a toda velocidad, con su habitual alboroto, y el silencio volvía cuando se alejaban.

Pasó por Sidi Abu Otman sin incidentes. Por el retrovisor, vio los puntos de luz de unos faros. Si se trataba de un coche patrulla, lo pararían e inspeccionarían la furgoneta, y todo habría acabado.

No. No era la policía. El que lo adelantó era el coche verde.

Su mente le daba vueltas. Parecía volar. Estaba demasiado cansado para poder pensar con claridad. De una cosa estaba seguro: Tarik no planeaba involucrarlo en el asesinato, ni pensaba endosárselo. Solo buscaba una coartada de acero y lo utilizó a él con esa única intención. En su mente de mosquito, las cosas irían sobre ruedas y no habría ningún problema: el idiota de Tawfik entregaría la furgoneta, descansaría en el hotel y volvería a casa. Y punto. «Pues bien, ya veremos quién es el verdadero idiota», pensó Tawfik. Solo era cuestión de tiempo. Lo único que importaba ahora era saber esquivar posibles controles policiales para salvar su pellejo.

 

Entraba ya en la ciudad ocre cuando sonó la voz del almuecín, amplificada por los altavoces, llamando a la oración del alba. Poco después empezaban a despuntar los primeros rayos de sol, refulgiendo generosa y espléndidamente al horizonte. La mañana se anunciaba muy calurosa.

Tawfik conocía la dirección de la heladería regentada por Chentuf Abdeslam. El edificio, que pertenecía a los Yakubi, constaba de tiendas comerciales, en la planta baja, y de 3 pisos con apartamentos de alquiler. Estaba ubicado en la avenida Kutubía, al norte de la mítica plaza Yamaa El Fna. Tawfik aparcó el vehículo junto al garaje principal y fue a preguntar al conserje, quien le indicó qué timbre de interfono pulsar. Chentuf no tardó en aparecer, somnoliento. Era la antítesis de Tarik. Tenía la cara redonda, la nariz ancha, unos ojos pequeños e inquietos y la expresión del que padece una enfermedad imaginaria. Rezumaba un aire de amabilidad fingida. Las gruesas gafas que usaba y la ropa que vestía, una camisa amarilla y un jeans deslustrado, le infundían un aspecto desgarbado, patoso e insulso. El prototipo mismo del matón cruel hollywoodiano de los años treinta. Tras estrecharse las manos e intercambiar opiniones y pareceres sobre el viaje y los compañeros de Rabat, Chentuf invitó al visitante a tomar algo en la trastienda de la heladería, que dos jóvenes empleadas acababan de abrir. Tawfik declinó la oferta, arguyendo cansancio. Recogió la bolsa, entregó las llaves de la furgoneta al aludido, quien le indicó el hotel que le tenía reservado a su nombre.

Se separaron, sin más.

 

«Fin de trayecto», pensó el joven, alejándose, mientras una insólita e inconmensurable alegría lo embargaba. ¡Ya no tenía el cadáver de Yakubi en los brazos! ¡Ningún policía pisándole los talones! ¡Estaba libre, por fin! ¡Adiós a las pesadillas! Dormir algunas horas y volver a casa.

Iba a tomar un taxi rumbo a la plaza Yamaa El Fna cuando, de repente, algo lo dejó petrificado: Vio cómo el coche verde se paraba junto a la furgoneta. El hombre de la cara de caballo se apeó y entró a la heladería. Tawfik retrocedió, luego, picada su curiosidad, se acercó al edificio. ¿De qué tratarían esos dos delincuentes en la trastienda? ¿Y qué venía a pintar en la historia este nuevo personaje grotesco? ¿Cómo saberlo?

No era necesario. Los dos hombres aparecieron en el umbral y Tawfik tuvo justo el reflejo de volverse y esconderse detrás de un camión estacionado. Lo habrían visto por los pelos. Se asomó cautelosamente. Chentuf abrió el garaje con mando a distancia, se puso al volante de la furgoneta y accedió al interior, seguido por el Megane R19 verde. Luego la puerta enrollable empezó a cerrarse. ¡Mierda! ¿Como saber lo que tramarían allí dentro? Desembarazarse del cadáver era la respuesta evidente.

Desesperado, Tawfik buscó alguna forma de espiar. Recordó que muchos garajes tenían puertas interiores con acceso a patios y salida a otras calles. Se armó de coraje y esperanza, y fue a dar la vuelta al edificio. Por fortuna, vio que su hipótesis se confirmaba: había un portal que daba a un amplio patio. No había nadie a la vista a esa hora. Entró sigilosamente y se acercó a la pequeña puerta del garaje, que entreabrió procurando no hacer ruido. Miró por el resquicio y vio, sin sorprenderse, que su primera hipótesis se confirmaba: ¡estaban sacando afanosamente de la furgoneta el petrificado cadáver para introducirlo penosamente en el maletero del Megane!

Al terminar la faena, Chentuf abrió su boca de sapo y dijo:

—El lugar es Aít Idaran, antes de llegar a Yebilat, que, como sabes, da a una llanura surcada por un barranco. Pondrás el muerto al volante, le inyectarás escopolamina y precipitarás el Megane por sobre las rocas hacia el fondo. La policía encontrará droga en la guantera y concluirá a un arreglo de cuentas o a un accidente causado por estar él drogado. Será un crimen perfecto.

—¡Qué listo eres, jefe! ¿Y cuándo cobro yo? —gruño el cara de caballo, cerrando el maletero estrepitosamente.

—Cuando mates a ese maldito idiota de Tawfik. Ha abierto la heladera y puede chantajearnos o denunciarnos. No debía haberlo hecho.

—¡El muy cabrón! ¿Cómo sabes que la ha abierto?

—Un pedazo de cinta adhesiva unía la tapa al resto en la parte lateral. Esta se desprendió al alzarse la tapa.

—¡El hijo de puta! A mí me dieron orden de seguirle por si no cumplía con la misión. Y veo ahora que su intención era más ambiciosa. ¿Cuándo quieres que me lo cargue?

—Se aloja en el hotel Ifudan. Dormirá unas seis horas y cuando salga, lo sigues y…

—Vale, jefe.

—Apresúrate antes de que empiece la gente a salir de sus casas.

 

Asiendo su bolsa, Tawfik salió sigilosamente de ese lugar, sin ser descubierto y, en vez de dirigirse al hotel indicado, fue a buscar uno en Gueliz, aunque caro, pues tenía un cheque a cobrar, pero seguro.

Pensó informar a Samira, pero ya que lo haría la policía al descubrir el cadáver de su padre, esperaría su llegada para contarle todo el caso y ver si había alguna forma que le permitiese a él salir del atolladero.

 

Encontró el hotel. Se llamaba Edén. Recordó haber leído algo sobre aquel nombre. El libro se titulaba Enuma Elish o La Epopeya Babilónica de la Creación. Se trataba del mito del paraíso terrenal sumerio donde vivieron el primer hombre y la primera mujer, después de la creación, y que la Biblia retomó más tarde. Y para su gran sorpresa, en la recepción, vio entonces a la primera mujer y se sintió el primer hombre. Estaba muy cansado y la idea de cepillarse a una dama a esa hora temprana de la mañana no lo convencía en absoluto. Quería solamente contemplar y admirar esa hermosura exótica. Tenía la piel tan negra como el epítome del puro chocolate negro. Era bajita, liviana de cuerpo, con los senos turgentes sin sostén, que su estrecha blusa amarilla de manda corta parecía torturar al apretar y marcar los pezones. Su cabello era denso y estaba recogido en forma de flor silvestre. Sus ojos se encontraron y ella le sonrió cálida y ansiosamente, dándole la bienvenida. Él le entregó el DNI, devolviéndole la sonrisa. Ella nunca había visto antes a un hombre con ese tipo de sonrisa, tan imponente y seductor, pese a que parecía cansado y frustrado por alguna desconocida razón. Sintió súbitamente que su corazón de mujer amante se aceleraba. Le dedicó entonces una especial mirada que él entendería sin lugar a dudas, la mirada que invitaba solo a una cosa: gozar y ser feliz.

—Perdóneme, señorita —dijo él, con voz suave—. ¿Le puedo llamar Eva?

—Sí, claro —respondió ella, esbozando una dulce sonrisa—. Me llamo Sundus, pero me encanta que me llame Eva. Eso me transforma en la primera mujer del mundo. Pero solo con una condición: que yo le llame Adán.

—Trato hecho. Encantado, Eva.

—¿Piensa quedarse mucho tiempo, Adán?

—Me lo pensaré. Necesito primero descansar.

—En su caso, un masaje vigorizante siempre es útil. Yo soy estudiante y sustituyo en este momento a mi tío que está ahora desayunando. Si lo desea, subiré a su cuarto para… el masaje.

—Se lo agradezco, Eva. Quizás en otra ocasión, He hecho un viaje extenuante y temo no estar a la altura.

—Esperaré. Y no olvide que estamos solos en este mundo, Adán —dijo enigmáticamente, guiñándole un ojo.

Tras lo cual, Tawfik subió a su habitación, se duchó y se recostó en la cama, desnudo, bocarriba en la oscuridad, con un sueño que hubiera hecho desplomarse al elefante más despierto y alerta de la selva.

Pero unos golpecitos discretos en la puerta le impidieron cerrar los ojos. Descorrió levemente la cortina, para que entrara luz, y fue a abrir. Era Eva. Entró discretamente, cerrando tras de sí.

Sin mediar palabra, se pusieron a besarse vorazmente. Ella se bajó luego la falda y las bragas rosas, y se quitó la blusa, alzando con las manos el dobladillo. Él, sentado en la cama, pudo admirar sus caderas perfectas y sensuales, y su pubis afeitado. Ella se acercó ofreciéndole sus mullidos y duros pezones. Él se llevó uno a la boca y lo lamió con adefagia. Mordisqueó luego el otro con bulimia.

—¡Te quiero dentro de mí, Adán! —susurró, montándolo a horcajadas e introduciendo en la vagina su dura erección, al mismo tiempo que le mordisqueaba la oreja.

Luego empezó a cabalgarlo frenéticamente, al recostarse él de espaldas, sintiendo persistentemente su enorme pene, taladrándola. Se quedó un momento aupada y comenzó a menearse de delante atrás. Su pelvis subía y bajaba con el ritmo y la fuerza de una aspiradora.

—¡Adán, devórame ahora! —jadeó, soltando varios gemidos.

Él le sostenía las nalgas, ayudándola en su movimiento acelerado de subir y bajar, consciente de las cachetadas de sus carnes.

—¡Oh, Eva! ¡Eres satánicamente divina!

Cambiaron de postura, sin perder la pasión que los devoraba.

Ella se tendió sobre el estómago, se untó el ano con su propia saliva y le suplicó que la embistiera.

—Súrcame como surca el barco el mar, Adán —exclamó en un alarido.

Él se colocó encima de ella, le separó ligeramente las nalgas y acató la orden. La penetró con suavidad, luego con furia, mientras ella se retorcía, respirando de prisa, gruñendo de dolor y placer debajo de él. Sintiendo que estaba a punto de correrse, le dio vuelta y eyaculó abundantemente, salpicando generosamente sus tetas, el rostro y la boca.

—¡Dios mío, Adán! Lo que tú tienes no es un pene, sino un verdadero taladro percutor.

 

CUATRO

 

A las ocho de la mañana, la limpiadora del edificio se percató de que la puerta del apartamento de Umaima estaba semiabierta. Llamó con los nudillos preguntando si había alguien. Al no recibir respuesta, se asomó para llamar a la inquilina por su nombre. Lo que vio la sacudió de tal forma que sintió que su corazón se comprimía para explotar como un globo. Soltó la escoba, dio un paso atrás y, los ojos desorbitados, pidió socorro con todas sus fuerzas. Allí dentro, Umaima yacía de espaldas, desnuda, con las piernas estiradas. Una expresión de frío terror se dibujaba en su cara congestionada. Sus ojos fijos, que parecían saltársele de la cara, expresaban el siniestro momento en que la muerte la fulminó. Dos vecinos abrieron sus puertas para ver qué sucedía. Ayudaron a la mujer de la limpieza, que estaba aún mareada y señalando el piso aciago, a reponerse. Avisaron a Tarik Sufian que acababa de desayunar para ir a la empresa. Este llamó al inspector, quien, en poco tiempo, llegó a la escena del crimen, acompañado de dos auxiliares, del fotógrafo, del forense y del personal de la ambulancia.

El patólogo observó el cadáver. En torno al cuello, de piel tierna, se veía la marca profunda de un cordón que había sido estrechado fuerte y brutalmente. Se dio la vuelta al cadáver para examinar la espalda y los glúteos. Busif, dolorido, dio un paso atrás, muequeando. Los auxiliares encontraron un slip, de tejido fino y elástico, y pañuelos de papel, todos conteniendo restos de flujo, que podrían ser mocos o fluidos seminales. En cambio, no había ni rastro de la agenda telefónica que el jefe pidió que buscaran.

El policía preguntó:

—Respecto a estos restos de flujo, doctor, ¿hay pruebas de detección, incluso si están secos?

—Actualmente, el análisis biomolecular de unas manchas minúsculas secas de esperma, sobre diversos soportes, puede aportar datos de gran valor y hasta puede permitir identificar al presunto agresor o violador. Habrá que analizar esos clínex, la ropa sucia dejada en el cesto, y explorar también la vagina y las paredes del útero de la víctima.

Al terminar su estudio, el forense aclaró:

—Este breve y superficial examen muestra sin lugar a dudas que ahora estamos tratando con un asesino en serie. Tenemos el mismo modus operandi que observamos en el caso de Munia: la hora de la muerte, que sitúo también entre las once de la noche y las dos de la madrugada, las mismas lesiones en las mismas zonas del cuerpo, el mismo cuchillo con filo dentado, la misma escopolamina, aunque administrada esta vez en polvo. Sin embargo, presenta cuatro diferencias: ella no estaba embarazada, fue estrangulada y su agresor ha dejado restos de semen.

—¿Y la cuarta diferencia, doctor?

–Es la más enigmática. Observe las nalgas, inspector. ¿Qué ve?

—Veo dos tipos de cortes recientes, verticales y paralelos —contestó el policía, con un rictus de pesadumbre.

—En efecto. Notará que los cortes cortos fueron hechos con una cuchilla, y los largos, con un cuchillo dentado. En el primer caso, el asesino usó la mano derecha, y en el segundo, la mano izquierda, como en el caso de Munia.

—Si entiendo bien, doctor, esto significaría que quien mató a estas dos mujeres es zurdo, ¿no?

—O utilizaría indiferentemente ambas manos.

 

Al terminar las pesquisas, se avisó a la tía de la occisa y se procedió a todos los trámites requeridos en aquella circunstancia.

Más tarde, en la comisaría, Busif expuso a su jefe los hechos ya anotados en su cuadernillo de notas.  Había que investigar a tres sospechosos, basándose en las declaraciones del sereno nocturno del edificio, quien, como testigo ocular, observó sus movimientos entre las diez de la noche y la una de la madrugada:

-Belbachir Ali entró al edificio a las 11:30 y salió a las 12:45. Pudo haberla matado antes de irse.

-Sufian Tarik, a las 12.30, sin salir. Pudo haber bajado del 6º piso al 4º, sin ser visto, y matarla.

-Marrún Tawfik, entró a la una de la madrugada y salió poco después. Pudo  haber subido del 2º al 4º, y matarla.

Busif barajó otra hipótesis, especificando que no había que descartar a Belarbi Mueden, mientras no se supiera de su paradero, ya que podría estar en la ciudad y subir al 4º piso, aprovechando una corta ausencia del sereno.

—¿Y qué hay de la agenda? Hay que encontrarla. Presiento que encierra la resolución del enigma.

—Sí, jefe. Empezaré con interrogar a los sospechosos.

 

 

Mientras tanto, en Marrakech, el cadáver de Yakubi fue descubierto a las once de la mañana. Se alertó a las autoridades y al servicio de grúas para extraer el coche del barranco. La policía identificó al muerto, que estaba bastante desfigurado, por la billetera que llevaba encima. Llamaron de inmediato a su empresa. Al principio se creyó que se trataba de un accidente, pero al encontrar en la guantera droga y una jeringuilla con restos de escopolamina, se decretó que era un asesinato por ajuste de cuentas entre traficantes de estupefacientes. Los de la criminalística fijaron la data de la muerte entre la una y las cinco de la madrugada, tomando la congelación del cuerpo por el rigor mortis que acontece usualmente entre 4 y 12 horas después del fallecimiento. No pudieron adivinar, como bien lo hizo Tawfik, que Yakubi llevaba muerto varios días. Terminadas las tareas que se realizan en el lugar de la escena del crimen, se trasladó al occiso al hospital estatal más cercano.

El comisario, un joven de cara redonda, boca fina y dura, los ojos chicos, y con traje elegante y corbata de llamativos colores, se acercó al médico policial y dijo, dirigiéndole una mirada melancólica:

—¡Una verdadera desgracia! —suspiró—. Un hombre tan notorio, y morir de esta forma.

El aludido sacudió tristemente la cabeza y atajó vivamente:

—Y lo peor del caso es que, tratándose de la mafia de la droga, se presentan varias pistas a la investigación y uno no sabe cuál perseguir.

—Las seguiremos todas, doctor. Utilizaremos los métodos que convengan, y hablo ex cathedra. Hay muchas huellas en el Megane. Averiguaremos la procedencia del coche y sus desplazamientos. Está la jeringuilla, también. Los hijos del muerto acaban de confirmarnos su llegada inminente. Aprenderemos mucho de ellos. De momento tenemos la pista Ketama-Marrakech-Agadir. Obraremos con extremo tacto y cautela.

 

 

Tawfik despertó a las dos de la tarde, se dio una ducha, se puso una ramera beige, de manga corta, y pantalones, y bajó a la cafetería donde pidió el desayuno. Notó que Eva no estaba. En la mesa contigua a la suya, dos turistas comentaban el reciente hallazgo por la policía de un cadáver. Hablaban de un ajuste de cuentas entre traficantes de droga. Decían que el muerto apareció en un barranco, al este de Yebilat, cerca del río Issil. El joven supuso que la policía habría avisado a la empresa Yakubi, tras encontrar documentación en la billetera del difunto. Para comprobarlo, terminó de desayunar y se acercó a un teléfono público y marcó el número de la vivienda Yakubi. Se puso Abdulá. Informó que sus amos viajaron a Marrakech a las once de la mañana por un asunto muy grave que no quisieron comentar. Estarían en la heladería sobre las cuatro de la tarde. Tawfik miró el reloj. Tenía que ver a Samira antes de que lo hiciera la policía. Para él, siendo inocente, era primordial. Le contaría los hechos y le pediría ayuda para salir de la pesadilla en que estaba metido.

Salió del hotel con dos ideas en la mente: caminar alerta y preparado a un posible enfrentamiento con el hombre de cara de caballo, y espiar la heladería hasta la llegada de su jefa. Respecto a Chentuf, era obvio pensar que se había esfumado.

Hacía tanto calor que casi impedía la respiración. Tawfik encendió lentamente un cigarrillo y envió una bocanada de humo al aire. Tomó la larga calle principal que lleva al hotel La Mamounia, procurando ver si alguien lo seguía. Giró al norte, hacia la Kutubía, luego accedió a la mítica plaza Yamaa El Fna, consciente de que nadie le pisaba los talones.

Aquella tarde, y pese al calor, la plaza estaba muy concurrida, llena de tenderetes, comercios, corros de diferentes tipos, aguaceros con sus exóticos trajes rojos y enormes sombreros, y turistas comprando y sacando fotos, además de los puestos de comida variada. Tawfik se detuvo para observar un grupo de encantadores de serpientes. Era un pretexto para mirar con el rabillo del ojo si su perseguidor se manifestaba. Se movió, intentando abrirse paso a través de esa masa humana expuesta al sol sofocante.

Había mujeres junto a los adivinadores, ansiosas por conocer su futuro; curanderos que pretendían curarlo todo con solo leer los versículos del Corán; vendedores de perfumes y especias afrodisíacas; y viejos narradores de historias de todo tipo. Tawfik subió a la famosa cafetería con azoteas con vista aérea sobre la plaza. Estaba abarrotada, pero consiguió una mesa, prometiendo al camarero una doble propina. Pidió un zumo de naranja. Miró a su alrededor, buscando un rostro determinado. Había turistas de múltiples nacionalidades y de todas las edades, marroquíes de ambos sexos, jóvenes y mayores, vestidos a la vieja y moderna usanza, personas cuya identidad sexual era difícil de definir. Todos tenían un solo objetivo. Todos buscaban la diversión en todas sus formas.

Pagó al camarero, se las arregló para salir de esa aplastante muchedumbre y tomó un taxi en dirección de la heladería. Para su gran sorpresa, se apeó en el momento en que los hermanos Yakubi salían de la tienda. Estaban desfigurados por el dolor. Ella con velo y chilaba negra, los ojos hinchados de llorar; él, pareciéndose al hombre más desdichado del mundo.

Les presentó el pésame, dando un abrazo a cada uno.

—No hay desgracia más grande que la que nos ha tocado, señor Tawfik —dijo ella, sollozando—. Matan a nuestro padre y ahora descubro que mi empleado Chentuf se largó con el dinero de la caja.

—Lo siento mucho, yo…

—¿Qué te trae por aquí? —inquirió Bilal, confuso.

—Quería explicarles lo que me ha ocurrido durante el viaje.

—Déjelo para luego —cortó Samira—, el comisario nos está esperando para la identificación y los trámites consecuentes. Tenemos que ocuparnos, además, del entierro. Estaré en el hotel Osiris. Pase a verme sobre las nueve. Mi hermano se ocupará de la heladería.

Tawfik asintió.

Pasaba un taxi en ese momento y los afligidos hermanos lo tomaron apresuradamente.

Tawfik bajaba por la avenida Errazí, en busca de un taxi, cuando vio al de cara de caballo, al otro lado de la acera. Vestía una camisa con manga corta y jeans. Se miraron un momento, desafiantes.

El joven continuó andando, consciente del peligro que corría. Su mente empezó a trabajar febrilmente. Palpó la navaja con resorte que llevaba en el bolsillo. Usaría también sus puños y su inteligencia. Llegó a un barrio popular y se adentró en una calle oblicua, atraído por una estridente música tradicional. En efecto, a lo lejos vio una comitiva nupcial entrando por el portal de un vetusto edificio. La multitud se componía de niños, de jóvenes y mayores, además de los músicos. Un carro grande, que obstruía casi el paso, contenía varios artículos comestibles. Se trataba de una boda modesta. Tawfik pensó que era el momento de obrar. Esperaría al matón entre ese gentío y le asestaría una puñalada en el vientre. Nadie se enteraría, absortos que estaban todos ante esa festividad. Pero el enemigo, como si adivinara la trampa, no se acercó al agrupamiento. Retrocedió y, antes de meterse en una calleja estrecha, retó al rival a que lo siguiera. Este no se acobardó. Fue en su busca. La callejuela estaba desierta. El matón llevaba en la mano una enorme gumía. La alzó, amenazante. El joven comprendió que debía obrar con rapidez. No necesitaba usar su navaja. Dejó que el otro lo atacara, fingiendo una retirada. Y logró su propósito. El matón se echó encima para apuñalarle, y en vez de lograrlo, recibió un brutal puntapié en la entrepierna. Lanzó un chillido bestial, antes de desplomarse al suelo. Momento que Tawfik aprovechó para cortarle la carótida con su propia arma. Se enderezó y miró en derredor, consciente de lo que acababa de hacer. Se aproximaba una bicicleta arrastrada por un afilador de cuchillos. Aterrorizado, echó a correr, alejándose de allí. Al retomar la avenida, disminuyó la caminata y su respiración comenzó a funcionar normalmente. Tomó un taxi en la calle Ibn Kahldún y le indicó que lo llevara al hotel Edén.

Al llegar, se duchó, cambió de ropa y salió al balcón a tomar el aire puro de la noche y a contemplar las luces distantes de la ciudad ocre. Encendió un cigarrillo y sonrió a las estrellas. Volvió al salón y descorchó la botella de vino espumoso fresco que adquirió en la  recepción, al subir. Se trincó más de la mitad, una dosis que hubiera derribado a un rinoceronte, pero a él lo rejuveneció. Tenía todo el tiempo para descansar y recuperar fuerzas.

 

A la hora convenida, Tawfik llegó al hotel Osiris, subió a la suite de Samira y pulsó el timbre.

Ella le abrió la puerta sin tardar. Llevaba una bata verano de satén larga abotonada y con estampado floral. Estaba sin maquillar, cansada, y la depresión se leía en sus facciones. Lo primero que notó Tawfik era el frágil e irresistible perfume que la caracterizaba. El joven miró en derredor. La suite consistía en un amplio salón, un comedor y dos dormitorios. Estaba decorada al estilo oriental, con cuadros de naturaleza muerta y carreras de caballos. Tawfik le reiteró el pésame, sin dejar de aspirar el imperceptible perfume, y ambos se sentaron en el sofá, guardando una postura erguida. Sin ambages, él le refirió los hechos, dando todos los detalles posibles, incluso la escena siniestra en el garaje de Chentuf. Explicó también cómo se realizó la sustitución en la furgoneta. Cuando terminó, ella dijo:

—Sospechábamos que Tarik, Belarbi y Chentuf tenían vínculos con el hampa de Ketama y que utilizaban la empresa para el contrabando. Pero no había ninguna prueba para que mi padre los delatara. Luego, hace cuestión de un mes, mi padre nos dijo que ya había reunido bastantes pruebas para someterlas al fiscal. Pero lo eliminaron y se llevó esas pruebas a la tumba.

—¿Sabe la policía lo de mi viaje en la furgoneta?

—No lo saqué a relucir. Nadie te asocia con ella, salvo Tarik y ahora Chentuf. Esta mañana… —Se interrumpió, clavando la mirada en él y preguntó—: ¿Sabes que esta mañana Umaima apareció asesinada en su piso?

Él tragó saliva y se encogió como si recibiera un golpe en el estómago.

—¡No! —gritó—. Ayer, antes de viajar, vi que había luz en su casa. Supuse que estaría con su amante. ¿Cómo ocurrió?

—Busif sospecha de Tarik, de ti y del amante.

—¿De mí? —exclamó, abriendo los ojos como platos.

—Sí. Estuvisteis los tres en el edificio entre medianoche y la una de la madrugada.

—Te juro que yo no la maté. Sabes muy bien cuánto la apreciaba, a ella y a Munia.

—Te creo. Pues, como te decía, esta mañana Tarik también ha desaparecido, llevándose el dinero de la caja. Y cuando llego aquí, descubro que Chentuf también ha desaparecido, dejando la heladería en manos de las dependientas. Pero, ¿qué ruina es esta? ¿Tú entiendes algo?

—Está claro que a tu padre lo liquidaron porque se enfrentó a los traficantes de droga. En cuanto a estos dos villanos, pusieron pies en polvorosa, temiendo que yo los delatara por lo que vi y oí en el garaje.

—¿Y ese matón con cara de caballo del que hablas, ¿va en serio?

—Chentuf  le ordenó que me matara. Pero ya no puede hacerlo. Porque lo maté yo antes.

—¡Dios mío! ¿Qué me estás contando?

—Verás, fue en legítima defensa —explicó, y le resumió los hechos.

—¿Te vieron?

—Sí, desafortunadamente. Y ahora, ¿qué va a ser de mí? —gimoteó, mirándola a los ojos—. Estoy en un verdadero callejón sin salida: me pueden acusar por haber asesinado a Umaima, a tu padre, que en paz descanse, y a ese tipo con cara de caballo; pueden haberme visto conduciendo la furgoneta con el cadáver de tu padre dentro, lo que agravaría la acusación y decretaría mi cadena perpetua. Son muchos cargos, ¿no crees?

—Yo te propongo lo siguiente: contrataré a un buen abogado que se encargará de dos cosas, inculpar a los matones de mi padre y, por ende, demostrar tu inocencia.

—Pero he matado a una persona, ¿no lo entiendes? Además, Tarik lo negaría todo, y se le acusará solo de haber robado el dinero de la empresa.

—Pero yo no puedo dejar impunes a los asesinos de mi padre, sabiendo que pongo mi propia vida en peligro, ya que se trata de desafiar a la mafia misma.

—Ahora mi vida también está en peligro. Por eso te propongo otra solución. Quizás la mejor.

—¿Cuál es?

—Obligaré a Tarik a confesar, utilizando métodos poco ortodoxos.

—No es legal. Además, conociéndolo, no creo que hable. Mejor matarlo. Oh, lo siento, no debí…

—No lo sientas, jefa. Todos llevamos dentro a un asesino, y acabas de darme una idea: ¡los muertos no hablan!

—No te consiento que pienses así. Dejemos que se aplique la ley.

—Matar a un asesino asqueroso no es ningún crimen. Me pregunto qué arma usar para liquidarlo.

Samira recordó algo y dijo frunciendo el ceño:

—Cuando estuve en EE. UU., estudiando empresariales, asistí a varios cursos de tiro con pistola. Al regresar al país me traje una Beretta modelo 21, para defensa personal. Te la prestaría, pero el problema es que, si falla algo, nos incriminarían a ambos. Además, no la tengo declarada aún.

—¿Y por qué no pediste una licencia de uso?

—Porque acaban de asignarme a un escolta armado, después de que informara al comisario sobre el atropello que esquivé y las amenazas que sigo recibiendo. Esta mañana lo vi rondar discretamente por mi casa.

—Entonces, ¿qué arma utilizaré, en vez de la pistola?

—La verdad, no sé qué decir.

—Tengo una navaja. ¿Dónde podría estar ahora este malnacido?

—Sospecho que se esconde en la capital. Además del apartamento que le alquilamos, tiene un piso en Skhirat. Me habló una vez de ello, al proponerme matrimonio, el pobre.

—¿Qué? ¡El muy sinvergüenza! Y lo mandaste a freír espárragos, supongo.

—Recuerdo que le dije textualmente: «prefiero dormir en una cama de vidrios rotos o llena de serpientes, antes que acostarme contigo». Y, desde entonces, nunca volvió a importunarme.

—¿Tienes esa dirección?

—Pásate mañana por casa, tarde en la noche, o pasado mañana, porque Bilal y yo tenemos varios trámites administrativos que resolver, todos relativos al deceso de mi padre y a la situación de la heladería que, de momento, gerenciará Bilal. Yo vuelvo a Rabat por la tarde. Prométeme que irás a ver luego a Busif y defender tu inocencia respecto a Umaima.

Hubo una  pausa. Él levantó la vista, el rostro contraído, y ella, leyendo esa expresión de incertidumbre en sus ojos, prosiguió, apretándole fraternalmente una mano:

—No hagas esa cara de condenado. Te prometo que nada diré a la policía que pueda comprometerte. Pero, por otra parte, tengo mucho miedo al pensar ahora que yo podría ser tu cómplice en caso de que…

—No te preocupes, jefa. Presiento que todo saldrá bien.

—No me llames jefa desde ahora. Soy tu amiga o una colega.

Se miraron y, por primera vez, él reparó en ella como amiga y no como una superiora autoritaria. Vio la expresión de pena en su mirada, señal de que quería verdadera y sinceramente ayudarle, y aquello le gustó mucho. Por su parte, ella no vio en él al empleado leal asiduo, sino a un fugitivo injustamente acosado y acusado, en busca de consuelo. Sintiéndose afligida por el duelo y muy cansada, se apoyó en su hombro, gesto que él interpretó como una señal de afecto, complicidad y solidaridad. Pero al sentir la presión de sus pechos enhiestos y el perfume embriagador de su pelo, tuvo una espontánea y dura erección, que ella notó de inmediato, por tener su mano en la suya, reposando en el regazo. Involuntariamente, liberó la mano y acarició el bulto, luego lo estrujó y, sin cambiar de postura, le bajó la cremallera, y el loco pene empalmado asomó agresivo y predador. Mientras lo restregaba entre sus dedos, se alzó y besó a Tawfik en el cuello. Luego él la besó de lleno en los labios, introduciéndole la lengua en la boca.

—¡Oh, no! ¡Para! No podemos hacerlo, —dijo ella bruscamente, entre beso y beso—. Estoy de luto, y lo que hago es un terrible sacrilegio, y tú lo sabes. No quiero ir al infierno.

—No pasa nada —replicó él, sacando entonces su enorme miembro—. Ten piedad de este animalito, además, ¿no sabes que el amor es más fuerte que la muerte?

—No. No, por favor. No puedo follar contigo en este estado, entiéndelo —sollozó, negando con un gesto reprobatorio.

Se separó de un salto. Él la siguió y la atrapó entre sus brazos. La besó de nuevo en la boca. Ella intentó zafarse y, al perder ambos el equilibrio, cayeron encima del sofá donde antes estaban. Ella forcejeó, pensando en su padre, negando con la cabeza. Pero él la sujetó con fuerza y aplastó enérgicamente su boca contra la de ella. Finalmente, rendida y sumisa, le pasó los brazos alrededor del cuello y confesó en un sollozo, los ojos reluciendo de pasión:

—¡Oh, Dios mío! Al diablo con el duelo. ¡Quiero follar con ese animalito grandullón tuyo! ¡Aunque me condenen al infierno!

Se levantó, se quitó la bata, el sostén y la braguita. Entonces él entendió, por fin, por qué ella no quería delatarlo ni abandonarlo a su suerte. Lo que acababa de confesarle era sincero y él lo sabía de sobra. Lo había comparado con el desgraciado de Tarik y entendió que él era el hombre viril “a la altura” que ella buscaba. Tawfik admiró los pechos erguidos y los pezones gruesos, duros y puntiagudos. Los acarició con suavidad, luego los succionó salvajemente, sin dejar de amasar sus nalgas. Quería asegurarle que no la decepcionaría, ni en la cama, ni en la vida. Ella leyó ese mensaje en sus ojos y lo besó con pasión, al borde del desmayo.

—¡No! No debemos. No… —Pero su súplica sonó como una inexorable y fatal afirmación.

Entonces, sin separarse de ella, él se quitó los pantalones y, sosteniéndola por las nalgas, la alzó y la embistió con su erección. Ella se agitó convulsivamente, sacudiendo la pelvis, encajándose fuertemente en él, para deleitarse con la profunda y dolorosa penetración.

—Llévame a la cama, amorcito, y deja que me suba encima de ese animalito salvaje tuyo, mío desde ahora. Esta es nuestra noche.

 

En la vecindad, sonaba curiosamente un disco con la canción de Umm Kulthum, «Leilet Hob», (Una noche de amor).

 

(…)

Ven aquí, terminaremos nuestra vida con amor, esta noche.

Ven aquí, viviremos todas nuestras ansias, de corazón, esta noche.

No dejes para mañana nuestro presente anhelo.

No dejes que nuestra felicidad llegue al mañana.

 

 

CINCO

 

Tawfik bajó a la cafetería a las once de la mañana, dejó en consigna su bolsa, se sentó a una mesa y pidió el desayuno. Su plan para aquel día era razonable y realista: cobrar su prima anual, comprarle a Meryem un anillo de compromiso, almorzar y tomar el tren de las seis. Se sentía optimista por varias razones. La policía ya no lo vinculaba con la furgoneta. Tampoco tenía que enfrentarse a Chentuf, quien, creyendo que él lo hubiera delatado, habría abandonado ya la ciudad. En cuanto a Tarik, tendría que eliminarlo, a menos que se hubiera esfumado también. Iría más tarde a ver a Busif por defender su inocencia.

Se puso las gafas de sol y salió del hotel. Las calles bullían de vida. La gente, apresurada, caminaba por la acera y la carretera, obstruyendo el tráfico. Avizoró los alrededores, buscando descubrir posibles rostros de espías o matones en aquella selva de cuerpos en movimiento. Le atrajo la atención un mini Peugeot gris, antes aparcado junto al hotel, y ahora siguiéndole. Dos peatones le dieron un empujón sin querer, pidiendo luego perdón. Apretó el paso. Entró primero en un banco para cobrar el cheque, luego en una joyería para comprar el anillo. Era elegante y con dos esmeraldas de un resplandor verde. Pidió que se lo envolvieran en una cajita roja para regalo.

Salió y atravesó la calle, esquivando a un vendedor de relojes y a un limpiabotas. Estaba con la mosca tras la oreja, pero de pronto sintió un mareo. Recordó vagamente haber recibido un ligero aguijón en el brazo, al tropezar antes con aquellos dos peatones. Buscó donde apoyarse para no caer. Entonces, antes de perder el conocimiento, vio cómo esos mismos peatones lo sostenían y lo metían en el mini Peugeot que acababa de parar bruscamente a su altura. Lo último que oyó fue la llamada a la oración del mediodía, emitida con unos estridentes altavoces.

Minutos más tarde, volvió en sí, pero fingió estar inconsciente, los ojos cerrados, retrepado entre los dos individuos, en el asiento trasero del coche. El que conducía era un barbudo hosco, la cara desfigurada por algún ácido o quemadura, la mirada de un enajenado mental. Miró el retrovisor y  carraspeó:

—¿Dónde os dejo?

—En el taller mecánico de Hamza —dijo uno de los villanos, que era enano.

—Adivino que le vais a dar una paliza a este señor. Pero en caso de que lo matéis, no quiero que me involucréis a mí en el asunto. Bastante tengo ya con mi mujer y la policía.

—No te preocupes —gruñó el más alto y robusto—. Nuestro jefe, el señor Chentuf, solo quiere enseñarle las buenas maneras.

Así que los dos villanos eran compinches de Chentuf, pensó Tawfik, la boca seca, sintiendo que le corría frío por la espalda. La idea de verse machacado por esos tres asesinos le hizo erizar la piel.

Notó que el coche se paraba y que una persiana de garaje subía, chirriante. Los dos individuos lo sacaron del vehículo, lo alzaron y llevaron dentro. Lo instalaron en una silla blanca de plástico y cerraron la persiana.

—El jefe quiere verte despierto cuando llegue —dijo el enano, propinándole una tremenda bofetada con el dorso de la mano en plena cara que lo hizo caer al suelo.

Tawfik abrió los ojos, intentó forcejear, pero de nada le sirvió. Parecía un payaso de paja. Lo alzaron y empezaron a asestarle puñetazos, el enano, dándole en la cara; el alto, en el estómago.

—Al jefe no le gusta nada que lo delaten a la policía. No tardará en llegar y te lo explicará él mismo.

—Dijo que te meterá una cachiporra por el culo  —espetó el enano, con voz helada—, antes de cortarte la polla y tirarte al barranco.

Llovieron luego otros puñetazos, esta vez en el cuello, la cabeza, la espalda y las costillas. Perdió el equilibrio y se desplomó al suelo, momento que ellos aprovecharon para lanzarle fuertes y mortíferos puntapiés. Sintió rompérsele los huesos y desgarrársele los músculos. Supo que la llegada de Chentuf firmaría su fin. No tenía fuerzas ni aliento para moverse. Solo dolor en todo el cuerpo.

De repente, notó que los efectos de la droga comenzaban a disiparse. Recobraba paulatinamente sus fuerzas y la respiración volvía a ser normal. Recordó la navaja que llevaba en el bolsillo.

—Hay que echarle agua encima para que se despeje  —graznó el alto atleta al enano—. Sube al piso y tráete un cubo lleno.

Era el momento de actuar. Al desaparecer aquel, él se levantó, como movido por un resorte, dio un rápido salto adelante y descargó su puño de acero en plena boca de su raptor, quien, atacado por sorpresa, no pudo esquivar el golpe. Miró al enemigo como si fuera una sabandija, y se tambaleó, llevándose la mano a la boca. Al ver la sangre que chorreaba y rotos sus incisivos de conejo, se arrojó como una fiera sobre su rival, los ojos llenos de dolor y odio, las manos extendidas para estrangularlo. Este se agachó, eludiendo el ataque, y le propinó un tremendo cabezazo en el estómago que lo derribó de lado y arrojó al suelo donde se quedó bocarriba, semiinconsciente. Tawfik se acercó entonces, lo puso bocabajo, le pasó un brazo por el cuello y forzó violentamente, tirando hacia él, para obstruirle la respiración.

En ese momento apareció el corpulento enano con el cubo de agua. Miró al rival como si fuera una bomba a punto de estallar. Al ver luego a su compañero tendido en el suelo, inerte, soltó el cubo e intentó retroceder y escapar. No lo logró. Con la velocidad del relámpago, el joven lo alcanzó, lo hizo girarse y le aplicó varios feroces golpes simultáneos, en la nariz, en el ojo izquierdo y en las costillas. El enano cayó de espaldas al suelo, pero se incorporó pronto, blandiendo una navaja. Tawfik retrocedió, fingiendo una retirada de cobardes. El enano dio un paso adelante, levantando la mano, decidido a hundirle el cuchillo en la espalda, pero este se echó de lado para esquivar el golpe. Se giró al mismo tiempo e inmovilizó el brazo armado con la mano izquierda, mientras con la derecha le asestó un trompazo estrepitoso en plena cara, arrancándole un grito atroz de dolor. Forcejearon un momento. El enano pensó zafarse provocando una zancadilla, pero ambos fueron a aterrizar al suelo, donde Tawfik, con un calculado gesto, forzó el brazo armado, guiándolo al cuello del enano, y, con ambas manos, se lo hundió en la garganta. Hubo un gemido bestial, seguido de un apagado estertor. El joven se levantó, horrorizado por la sangre que empezaba a brotar.

Esperó un largo rato la llegada de Chentuf. Al ver que este no se manifestaba, salió subrepticiamente de ese inmundo lugar y subió a un taxi.

 

El sol quemaba fuerte el aire y las calles estaban abarrotadas de turistas, autóctonos, coches y carros de venta ambulante. Tawfik se apeó en el centro, compró ropa nueva de verano y se metió en un Hammam para ducharse y cambiarse. Poco después, salió de allí, hecho un gentleman: camisa naranja, pantalón gris y un semblante agradable de seductor. Entró a un restaurante moderno, muy concurrido, y pidió ensalada, carne de cordero a la parrilla con alubias verdes, agua mineral, y café y un flan. En la tele daban una retrospectiva sobre las canciones más ilustres de Dalida:

 

  «Paroles, Paroles»; «Helwa ya baladi»; «Je suis malade»; «Salma ya Salama»…

 

Tawfik miró el reloj. Faltaba una hora para recoger su bolsa y tomar el tren. Una vocecita interior le transmitía una idea: si Chentuf no acudió al taller, era porque estaba planeando eliminar a Samira y a Bilal. Intentó rechazar tan espeluznante idea, pero el prurito de la curiosidad se lo impidió. No perdería nada tomar un taxi y acercarse a la heladería.

Cuando llegó allí, vio que la tienda estaba cerrada. En cambio, el portal del edificio estaba abierto. Lo franqueó y subió al tercer piso, ocupado antes por Chentuf. No tomó el ascensor porque estaba averiado. Al alcanzar el rellano, vio que la puerta estaba entreabierta. Permaneció un momento inmóvil, sin entender el silencio que reinaba en el edificio, debido probablemente a la hora tardía del almuerzo. Luego se acercó para empujar la puerta. Dio un paso para entrar, cuando, de repente, se encontró frente a Chentuf. Ambos se miraron, tensos, echando fuego por los ojos. El joven aprovechó el estado de estupefacción en que estaba aquel para aplicarle, con un movimiento veloz, un tachi waza que lo derribó al suelo. Le bastó unos segundos para asomarse al salón, y lo que vio le provocó terribles calambres fríos en el estómago: Bilal yacía en el suelo moqueteado, bocabajo, desnudo, visiblemente violado, los glúteos acuchillados. Cerca, había un sebsí, una cajita con kif y un frasco de esos que contienen alucinógenos. El movimiento de Chentuf, que se enderezaba para huir, lo hizo girarse. Corrió y lo agarró para darle otro trompazo, pero él logró desasirse, dando coces como una yegua, echando atrás a su rival. Momento que aprovechó para salir corriendo. En vez de bajar, subió a la azotea, alarmado por un alboroto de niños que jugaban en el portal. Tawfik recobró el equilibrio y lo siguió, escaleras arriba. Los parapetos entre las azoteas no eran altos y se podía pasar de una a otra sin dificultad. Chentuf se deslizó sobre una de esas barandas, pensando pisar tierra, pero descubrió, horrorizado, el vacío bajo sus pies. Por fortuna, se agarró al borde del muro y cuando se acercó Tawfik, le pidió ayuda, pero este, con una sonrisa demoníaca y sarcástica, le desató los dedos uno por uno y lo dejó caer y estrellarse, tres pisos abajo, en un patio. Se inclinó y la escena que vio le puso la carne de gallina. Pasó a otra azotea, sin riesgos, y bajó por las escaleras de otra vivienda.

 

Afuera, caminó despacio, tratando de mantener una postura indiferente, como si nada de siniestro hubiera pasado. Nadie se fijó en él. Las calles bullían de ruidos de los coches y los vendedores ambulantes. La gente, deambulaba, soportando el calor del atardecer. De repente, se detuvo, petrificado. Oyó a poca distancia de la heladería el rugido estridente de unas sirenas que atribuyó a los coches policiales y a la ambulancia. Tomó rápidamente un taxi para recoger su bolsa, y otro, para ir a la estación. En el camino, sintió que dos fuerzas lo aspiraban: una hacia arriba, que significaba su libertad; y otra hacia abajo, que le recordaba que era un fugitivo criminal, buscado por varios asesinatos. Pensó en la familia Yakubi y una fugada de escalofríos le recorrió la médula espinal. ¡Quedaba viva solo Samira! ¡No tenía que morir! La necesitaba como persona y también como amante divina. Ella lo necesitaba también. Veía en él al salvador y al amante. Y él tenía que impedir que la mataran, que la violaran y le rebanaran sus preciosas y exquisitas nalgas, como lo hicieron ya con Munia, Umaima y Bilal. ¿Llegaría a tiempo a salvarla? ¿O lo precedería el genial asesino psicópata? Esperaba que no. Tenía la neta convicción de que lo eliminaría antes. Vengaría, de paso, todas esas muertes. Necesitaba ahora dormir unas horas durante el viaje, para recuperar sus fuerzas.

 

+++

 

La policía llegó a la heladería poco después de que Tawfik abandonara el edificio. Se realizaron las pesquisas habituales, se sacaron fotos del efebo asesinado, se indagaron los objetos, pistas y huellas dejadas en el lugar y se permitió al médico forense hacer su examen patológico.

Con el cadáver de Abdeslam Chentuf, encontrado en el patio de los vecinos e identificado por ellos, y el testimonio de varias personas, incluidas las empleadas de la tienda, fue fácil reconstruir el crimen: Bilal Yakubi recibió a las cuatro de la tarde la visita de un joven y simpático negro, vendedor de hachich callejero. Ambos fumaron kif y esnifaron escopolamina, antes de hacer el amor. Chentuf volvió al piso después de que se hubo ido el vendedor y, por razones que quedan por esclarecer, asesinó al hijo de su jefe, escapó por la azotea y saltó por un parapeto que causó su muerte.

 

SEIS

 

Tawfik llegó a la vivienda Yakubi, pasada medianoche. A esa hora reinaba un silencio absoluto en la zona. Nadie en los alrededores. Se acercó  cuidadosamente a la casa. No se  veía ninguna luz. No había luz en la caseta de Zakaría. Estaría durmiendo como un tronco. Miró hacia la calle lateral que separaba la vivienda de otras casas. Había un coche aparcado y Tawfik supuso que el ocupante invisible era el escolta de Samira, que no tardaría en irse a dormir. Trepó por la verja de barrotes y saltó al interior, evitando pincharse con los picos. Tampoco había luz en la cabaña que compartían el jardinero y Abdulá, en el ala posterior de la casa. Aquel dormiría solo, por tener el criado su día libre.

Se acercó silenciosamente al porche y espió el entorno. Se acercó con cautela a la puerta principal. Pensó presionar el timbre, pero rechazó la idea, dubitativo. ¿Estaría Samira durmiendo? ¿O la habrían violado y asesinado ya? ¿Estaría el asesino esperándole a él? ¿Le estaría tendiendo alguna trampa mortal?

Con mano temblorosa sacó del bolsillo una pequeña ganzúa y la introdujo en la cerradura. Movió el picaporte y la puerta se abrió. Aguzó el oído, antes de entrar, y lo único que pudo percibir eran los atropellados latidos de su corazón. Las luces en el salón estaban encendidas, pero no había nadie. Una luz tenue provenía del rellano de la primera planta. Tawfik subió como una sombra las escaleras y se detuvo ante la puerta que filtraba aquella luz. Se oía una música distante y algunos fragmentos de animada conversación. Tawfik probó con sigilo la manija, pero esta no se giró. Miró a su alrededor y vio que la habitación, probablemente un dormitorio, tenía una ventana alta que daba al pasillo. Bajó silenciosamente al salón, buscó un taburete, volvió a su puesto, lo colocó bajo el ventanal y trepó a fisgonear. Era una ventana deslizante horizontal. No llevaba cortinilla, por estar alta. Tampoco estaba cerrada del todo, lo que le permitió al joven escuchar. Se asomó y lo que vio le congeló la sangre en las venas. Se habría derrumbado como un saco de patatas, si no se hubiese aferrado al alféizar: había ropa interior femenina y masculina esparcida por el suelo, una mesa de cristal repleta de copas, bebidas alcohólicas, paquetes de cigarros y frascos de droga.

Y un hombre y una mujer, practicando sexo duro.

Samira yacía desnuda, bocarriba, las piernas abiertas, aguardando con impaciencia y voluptuosidad la afilada y ardiente lengua de Zakaría que, también desnudo y con su reluciente y callosa joroba, reptaba hacia su intimidad, como un enorme cocodrilo sediento.

Ante aquella escena surrealista, Tawfik sintió algo como varias puñaladas en el estómago que lo dejó petrificado. Vio cómo se contorsionaba de placer el rostro de Samira, que no dejaba de resoplar como una bestia acalorada. Zakaría se irguió luego, dejando que ella guiara con la mano su desproporcionada y deformada erección hacia su vagina mojada. El jorobado la penetró entonces con movimientos brutales de ida y vuelta, gruñendo como un perro rabioso, mientras ella gemía y jadeaba a cada acometida impetuosa.

—¡Qué monstruosa la tienes, asqueroso cerdo y amado hermano! —gruño febrilmente—. ¡Métemela toda entera!

Momentos después, cambiaron de postura para intensificar el gozo incestuoso.

—Súbete ahora al sofá, sucia cochina amada  —le ordenó—, y ofréceme tu suculento culo.

Ella acató la orden, excitada y complacida. Él se colocó detrás y mordió sus nalgas, antes de separarlas con violencia, besarle el ano y penetrarla con sadismo.

—¡Ah, sí! ¡Oh! ¡Más fuerte! ¡Más a fondo! —aullaba, retorciéndose de dolor y placer, poniendo los ojos en blanco.

 

Cuando terminaron, se asearon, vistieron y se acomodaron en el sofá junto a una botella de whisky y un paquete de cigarros. Ella vertió el líquido en dos copas de fino cristal y ambos brindaron por su duradera felicidad, degustando la exquisitez de la bebida y de la victoria.

—Bien, querida hermana —dijo el jorobado, alzando la copa—. Brindemos por la pareja ideal que formamos: tú, planeando todos estos asesinatos, y yo, ejecutándolos a la perfección. Por fin podemos disfrutar de la inmensa fortuna que nos ha dejado el viejo. Dime, ¿queda algún cabo suelto que resolver?

—El último. Ordené a Chentuf que matara a Bilal y a Tawfik. Estoy ahora esperando una confirmación por teléfono.

—Respecto a  Bilal no corre prisa —apuntó Zakaría—, ya que se quedará allí algún tiempo. Pero ¿qué hay de Tawfik?

—El muy imbécil creyó a pies juntillas todo lo que le conté: que Tarik es el autor de las matanzas, que él quiere implicarlo en lo de la furgoneta, que a mí me robó, que corro peligro de muerte y que habría que matarle para quedarnos libres y en paz. Le prometí darle la dirección de Tarik, citándolo aquí esta noche.

—Lo hiciste por si escapara a las garras de Chentuf, supongo.

—Exacto.

Hubo una pausa. Bebieron un sorbo. Él preguntó, después de besarla en los labios:

—¿Algún remordimiento, hermanita?

—No. Porque no somos directamente responsables de lo que hicimos —aseveró ella, en tono conciliador—. Si nuestro padre no nos hubiese amenazado con desheredarnos, al descubrirnos follando, no lo habríamos asesinado.

—Y sobre todo —completó él—, al anunciarnos su inminente boda con esa asquerosa puta de Munia que, por dejarla embarazada, la hubiera convertido en heredera universal, dejándonos a nosotros en la calle.

—Así es. Y está esa otra puta asquerosa de Umaima, que quería chantajearnos con la agenda que contenía el teléfono y la dirección del piso donde nuestro padre y Munia follaban. Y tú, hermanito, ¿lamentas haberlo asesinado?

—No, por supuesto. Porque, además de las razones citadas, y como ya sabes, yo soy fruto de su relación extramatrimonial, y en vez de reconocer la filiación, él la ocultó todos estos años, acogiéndome por remordimiento, pero privándome de todos los privilegios que tiene un hijo legítimo.

—No te preocupes por eso. Compartiremos la fortuna a medias. Y da gracias a Dios por la suerte que nos ha tocado.

—No. Yo dejé de creer en Dios cuando vi las infinitas aberraciones y malformaciones que sufren los niños al nacer, unos con cabezas o espaldas pegadas, con dos corazones o dos cabezas, con tres brazos o tres pies, otros con rostros y miembros deformados como yo, o pies con ocho dedos cada, o sin pies ni brazos ni ojos, o hermafroditas, y hasta los hay con dobles genitales o sin genitales. Y no hablo de las catástrofes naturales, las guerras, la hambruna…

—Yo te acepté tal como eres, querido. Estoy loca por ti, y tú lo sabes.

—¿De verdad que te gusto pese a mi malformación? ¿O solo me aceptas por compasión?

—Todo en ti me excita: tu horrible fealdad, tus brazos deformes, y sobre todo, tu monstruoso pene. Respecto a tu teratológica y callosa joroba, a mí me enloquece cuando subo y froto mi coño encima, pero si a ti te molesta, hay un tratamiento que te la puede quitar.

—¿Hablas en serio?

—Sí. Se trata de la Ruqiya.

—¿En qué consiste?

—Es un método espiritual que cura enfermedades ocultas de tipo psíquico, como la posesión satánica o la homosexualidad; y de tipo físico, como cualquier malformación. Se recitan ciertos versos coránicos y se toman ciertas sustancias específicas. Y la enfermedad desaparece, como por arte de magia.

—¡Oh, hermana mía! Soy el más feliz de los hombres, al verme obsequiado con el mejor cuerpo femenino del mundo y con la más generosa de las fortunas  —agradeció—. No me quitaré la joroba, ya que, además de mi pene, te satisface también. Y ahora dime, querida: si ese idiota de Tawfik escapa a Chentuf y aparece aquí, ¿cómo quieres que me lo quite de en medio?

—Primero lo aturdiré yo con un poco de escopolamina en la bebida, luego tú sales de la cocina con el cuchillo y… ¡Zaasss!

 

La palabra «Zaaass» estalló como un latigazo en la mente de Tawfik, sacudiéndolo brutalmente. El taburete dejó entonces de resistir y cedió a su peso. El joven cayó aparatosamente sobre sus rodillas, lastimándose un brazo.

Alertados por el ruido, los hermanos incestuosos salieron al pasillo y descubrieron, estupefactos, al joven que se esforzaba por ponerse de pie. Se miraron, sin creer lo que veían. Tawfik observó a la mujer un instante y sintió un devastador mareo. Ella tenía el rostro crispado por antagónicas emociones. El jorobado profirió obscenidades y se lanzó contra el intruso, y ambos iniciaron un feroz combate. El brutal enfrentamiento los arrastró hasta el descansillo y rodaron por las escaleras, rumbo al salón, donde continuaron dándose potentes golpes a diestro y siniestro. El jorobado, por ser más alto y robusto, mostraba tener gran ventaja en la lid. Tomado desprevenido, Tawfik recibió un colosal puñetazo en la sien que lo arrojó hacia atrás. Cayó de espaldas, aturdido. Sin perder tiempo, Zakaría se echó sobre él, buscó su cuello y empezó a estrangularle. En ese momento, apareció Samira, blandiendo la Beretta. Orientó el punto de mira hacia los dos hombres, buscando disparar a Tawfik, sin lograrlo, debido al forcejeo incesante. Comprendiendo la intención de su hermana, El deforme se separó de su rival y farfulló entre dientes:

—¡Dispárale ahora, maldita sea!

Recobrando el aliento, Tawfik se irguió y, al ver el cañón que le apuntaba, sintió que el corazón se le salía del pecho. Estaba al alcance de la mujer de la que nunca sospechó. El ángel resultó ser ahora Satanás en persona. Ella, empuñando la pistola con ambas manos, el dedo índice en la cola del disparador, se acercó, decidida a hacer fuego. Pero se inmovilizó súbitamente, al sentir que una idea demoníaca le atravesaba la mente: tendría que matar a ambos hombres y maquillar el doble asesinato. Tenía toda la madrugada para encontrar una fórmula adecuada. ¡Se quedaría sola con la fortuna!

Viéndola vacilar, su hermano vociferó a voz en cuello:

—Dispárale ya, de una puta vez. ¡Lo pondremos a congelar en la heladera y lo mandamos a Marrakech, como hice con mi padre!

Samira lo miró con un rictus de asco, orientando repentinamente el arma hacia él, y dijo:

—Primero te mato a ti, bastardo deforme de mierda. ¿Te creíste lo de compartir herencia contigo, residuo humano?

Le apuntó, apretó el gatillo y lo alcanzó en el hombro izquierdo.

—Hija de la gran puta —gimió él de dolor, echándose atrás por la fuerza del proyectil—. He sido tan idiota al confiar en ti.

El joven aprovechó ese lapso de tiempo para escabullirse y tomar una silla como escudo, pero fue alcanzado por un tiro.

Ella apuntó de nuevo a su hermano y le disparó en pleno estómago.

—Me mearé en tu culo, maldita hermana, saco de basura —jadeó, soltando un graznido de agonía.

Samira apuntó nuevamente a Tawfik y apretó el gatillo.

Alertado por los ruidos y los disparos, el escolta acudió a la vivienda, entró al salón y, al ver a la mujer disparar, loca e indiscriminadamente, le intimó que soltara el arma y se rindiera. Pero ella, la mirada perdida, le disparó a él también.

La bala se desvió hacia arriba, al ser alcanzada ella en plena frente.

 

 

EPÍLOGO

 

Mediodía, en la clínica “La Tulipe”.

El inspector Busif y el escolta, acompañados por una enfermera, se acercaron a la cama donde se estaba recuperando Tawfik de la herida, recibida en el hombro. Lo miraban con respeto mientras se incorporaba para saludarlos.

—El señor Marrún está fuera de peligro —informó la enfermera—. La bala le rozó el omóplato derecho sin infligir ningún daño a los tejidos ni tendones. En cambio, el dolor y la tumefacción durarán varios días.

—¿Cómo llegué hasta aquí? —inquirió el enfermo, la mirada confusa, cuando se hubo ido la enfermera—. No recuerdo nada.

Los dos policías se sentaron en dos sillas junto a él.

—Le presento a su salvador, el señor Chemlal —dijo Busif, señalando al escolta.

Este saludó y explicó:

—Con el segundo disparo, Samira le habría matado, si, en ese momento, yo no se lo hubiese impedido, disparándole primer.

—Le debo la vida, señor Chemlal. Se lo agradezco.

Hubo una pausa. Tawfik recordó entonces los acontecimientos de anoche y dijo, irguiéndose:

—Tengo la resolución de todo este enigma, inspector. Yo se lo voy a contar detalladamente.

—Zakaría lo confesó todo esta mañana, antes de morir, temiendo ir al infierno por haber cometido un parricidio. Pero cuéntenos su versión.

Cuando Tawfik lo hubo hecho, Busif dijo:

—Ambas versiones coinciden. Además, las corroboran los objetos que descubrimos en la caseta de Zakaría: la agenda con teléfono y dirección del piso secreto de Yakubi, los frascos de escopolamina, las jeringuillas, y el arma homicida.

—Tantas pistas, inspector, sin que hayan sido explotadas al principio…

—Bueno, yo tenía las dos pistas principales: las pastillas de Cialis, encontradas en el bolso de Munia, y que Yakubi tomaba, por padecer disfunción eréctil; y la zurdera de Zakaría que explicaba la forma en que fueron asesinadas Munia y Umaima: cuando le ofrecí el paquete de Marlboro, él lo cogió con la mano izquierda, y no con la derecha, que tenía retorcida. Sospeché entonces de él. Pero abandoné mi razonamiento cuando Samira nos desorientó con esa falsa pista del psicópata que mata con escopolamina. También nos despistó, con aspaviento, al hacernos creer que corría peligro de muerte.

El joven recordó la espeluznante muerte de Bilal y, en vez de hacer una pregunta que lo hubiera involucrado en ese crimen, dijo cautelosamente:

—Bien. Veo que por fin se ha resuelto el caso, le felicito, inspector.

—Esta mañana acaban de informarnos de que Chentuf asesinó a Bilal, y al huir por una  azotea, cayó al vacío y se hizo trizas.

El policía calló un momento, luego miró fijamente al enfermo:

—Pero ignoramos quién mató a los ayudantes de Chentuf.

Tawfik se apresuró a mantenerse impasible. Comprendió súbitamente que los policías estaban allí por una segunda razón, y sintió que el corazón le salía por la garganta. Venían a interrogarlo sobre la muerte que él mismo había causado a esos villanos. Cabían dos posibilidades: o lo relacionarían con esas muertes, y en tal caso él declararía que obró en legítima defensa; o no lo relacionarían, y en ese caso él contestaría las rutinarias preguntas. Pero esas posibilidades implicaban dos escenarios: ¿lo creerían al defender la legítima defensa?; si mintiera ocultando lo que había hecho, ¿no surgirían luego pistas y pruebas que lo incriminarían y llevarían a la condena perpetua? En ambos casos se sentía perdido. Imaginó los titulares en los periódicos: «Tawfik Marrún, el asesino mafioso de varias personas», y un sudor helado le cubrió la frente.

¡Nada importaba ahora! Contaría su viaje en la furgoneta y también cómo mató a esos villanos.

—Lo veo muy pálido, señor Tawfik. ¿Quiere que llame a la enfermera?

—No. Estoy bien. Mire, inspector, le voy a contar exactamente lo que ocurrió en Marrakech. Conduje la furgoneta y…

—Sabemos de su viaje, señor Tawfik.

—Le digo que paré a tomar un helado y al abrir la heladera…

—No diga nada, los policías no somos estúpidos. Sabemos que usted llevó una carga de heladeras, la entregó y fue a pasar una noche de ensueños en el hotel Edén.

El joven lo miró anonadado y a la vez complacido. Se preguntó cómo sabían lo de su idilio con Eva y se alegró de que no lo relacionaran con esos crímenes.

—Pero, inspector, yo he…

—Señor Tawfik, sabemos que usted tiene una debilidad respecto a las faldas, pero de allí a cometer asesinatos, no le creemos tan estólido. La policía de Marrakech tiene la neta convicción de que esos villanos fueron todos asesinados por la mafia de la droga.

El joven se sintió tranquilizado. Cerró un momento los ojos, luego los abrió y dijo, orientando la conversación por otro cauce:

—Sigo sin entender cómo mató Zakaría a Umaima, estando la entrada del edificio bajo la constante vigilancia del sereno.

—Él mismo lo explicó antes de morir: cuando usted salió de la vivienda Yakubi, conduciendo la furgoneta, él le siguió en taxi. Aguardó en la oscuridad. Le vio salir del piso, con la bolsa de viaje. Entró a la una y veinte, aprovechando los pocos minutos que el sereno pasó en los aseos. Permaneció con la víctima hasta el alba, y salió, al marcharse el sereno a rezar.

—Muy diabólico el tipo este. ¿Y qué hay de Belarbi?

—Lo detuvimos en Larache. Confesó que llevaba años traficando con droga bajo las órdenes de Chentuf.

Viéndose fuera de toda sospecha, Tawfik suspiró con alivio y dijo:

—En fin, inspector, con la derrota de la mujer más malvada e inteligente del mundo, como lo fue Samira Yakubi, podemos decir que bien está lo que bien acaba.

—Por desgracia, el dinero y el sexo hacen que muchas mujeres tengan esa mente tétrica —sentenció el policía, y, pensando en las amigas de Tawfik, añadió, guiñándole un ojo—: por fortuna, también hay mujeres honestas, admirables, bellas y… enamoradas.

 

Al marcharse los policías, Tawfik palpó el bolsillo de su pijama, toqueteando la cajita que contenía el anillo con dos esmeraldas.

                                                                                        FIN

 

Relato extracto de:  Tétrica  mente. Ed. Indep. published, 2024, 212 p.

Ahmed Oubali
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