REINA Y CONDENADA.

Uno de los verdugos coloca la punta del clavo en el antebrazo, muy cerca de la muñeca, en ese preciso espacio entre los huesos cúbito y radio.

Uno de los verdugos coloca la punta del clavo en el antebrazo, muy cerca de la muñeca, en ese preciso espacio entre los huesos cúbito y radio. El verdugo presiona hacia abajo y la clavija se hunde en la piel de la condenada. Mana algo de sangre y la mujer cierra los ojos y arruga la nariz en señal de dolor, un dolor pequeño y soportable, antesala minúscula de lo que se avecina. Cae el martillo y el clavo atraviesa la carne abriéndose paso hasta alcanzar la madera de debajo del brazo. Cinco serán en total los martillazos necesarios en la operación que realiza el verdugo y, por cada uno de los cinco agudos alaridos correspondientes, la mujer condenada recibe una fuerte bofetada en las mejillas de parte del asistente del verdugo clavador; al parecer le está prohibido gritar y debe ser castigada por eso también. Vuelve a repetirse lo mismo en el otro antebrazo y ya está la condenada con los brazos abiertos y fijos al patíbulo. Los verdugos se ponen de pie y se retiran un paso hacia atrás como para observar con perspectiva cómo va quedando su trabajo. La condenada acostada boca arriba, encima de la cruz, absolutamente desnuda, no para de sollozar.
Para la etapa siguiente es llamado un tercer hombre; la mujer es pequeña y delgada, bastante menuda, sin aparente fortaleza física, pero el entramado compacto de los tendones, nervios y huesos metartasianos de los pies ofrecerán su resistencia a la invasión de los clavos y se necesita de más brazos para sujetarla ya que el dolor que experimentará será 20 veces mayor a lo que sufrió cuando fueron clavados sus antebrazos. El pie de uno de los hombres se hunde con brutalidad en el bajo vientre de la condenada a fin de inmovilizar su pelvis mientras otro, utilizando el peso de su propio cuerpo, asegura las piernas a la altura de sus muslos. Una vez los tobillos fuertemente atados, el verdugo clavador no pierde más tiempo y con la mayor fuerza de que es capaz su brazo, deja caer los martillazos. Los primeros dos segundos que siguen a la penetración de los clavos, anuncian unos alaridos agudos y desgarradores, mas enseguida la mujer los ahoga como gritando hacia adentro, como perdiendo la respiración. Los dos hombres que la sujetan se ven en dificultades al principio pero son más fuertes y logran inmovilizar los involuntarios sobresaltos reflejos de ese pequeño cuerpo desnudo y sufriente; como contrapartida a esa represión y escape al dolor, la condenada suda helada y copiosamente, pone blanco los ojos y tiembla como si estuviera aterida. Cuando ya el verdugo principal ha terminado de clavar, los tres hombres miran su obra a medio terminar como apreciándola y para descansar ellos mismos y también dar tregua a la supliciada. Con rostros serios y atentos miran el cuerpo moreno de la mujer que no ha dejado en ningún instante la agitación, ni los estertores desesperados. Su tórax sube y baja convulso y lo mismo su abdomen. Los hombres parecen solemnes ante la visión, se diría hasta respetuosos y nada dicen, mas uno de ellos -el que dio los martillazos- parece sufrir un trance hipnótico; no pestañea y sus sienes comienzan a manar transpiración. Se fascina observando la sudorosa desnudez de la condenada y su atroz sufrimiento; su boca abierta anhelante de aire, la hondonada que se forma en sus axilas abiertas, sus pechos derramados hacia los lados, las costillas marcadas y el vellón negro de su sexo desnudo; sus muslos morenos le parecen insoportablemente bellos y deleitosos. Casi sin percatarse, la mano del hombre perturbado va hacia su propio sexo enhiesto y comienza a refregarlo. Sus compañeros trasladan ahora sus miradas ceñudas hacia él y quedan, por un instante, estupefactos antes de estallar en sonoras carcajadas, pero el masturbador parece no escucharlos ni verlos y no se detiene sino hasta eyacular.
Dos proyectiles de semen, blancos y viscosos, se precipitan encima de la condenada: uno cae sobre su nariz y el otro en el pecho; casi enseguida de este bombardeo, la mujer se mea producto de la fatiga. La visión del charco amarillo que se ha formado en el suelo redobla las risotadas de los otros hombres que se desternillan llevándose las manos a sus vientres. Ella quiere unirse a la fiesta y yo también voy- dice uno y acto seguido, descubriendo su pene, orina encima del rostro de la mujer que crucificarán.
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¡RINGGGGGGG¡, suena el despertador, son las 7 AM. La mujer despierta abruptamente, su mano izquierda está metida en su entrepierna y la derecha soba sus abultados pechos. Se sorprende al ver su camisón de dormir abierto. Al principio no entiende y la cabeza se le confunde por unos instantes. Soñaba y era tan real la imagen de pesadilla. Se da cuenta que su sexo está húmedo. Se sienta en la cama y se lleva los dedos embadurnados de sus jugos a su nariz; ahí está el olor a almizcle, a concha excitada, a zorra diría su hermano. Lo que más la impresiona, hasta casi avergonzarla, es descubrir que se ha estado masturbando mientras dormía; si, se ha calentado con ese sueño cruel y macabro. No puede ser, dice en voz alta y se cierra el camisón guardando otra vez su pesado busto. Había algo extraordinario en esa pesadilla -bueno, no podemos llamarla pesadilla considerando la excitación- lo extraordinario, aparte de la calentura, fue que ella observaba la escena de la mujer siendo clavada, como una espectadora, era una voyeur mirando desde afuera sin participar y sin embargo ella sabía que la condenada era ella misma y eso era precisamente la causa de su excitación. Había sido condenada a la crucifixión en ese sueño y eso ¿le gustaba?, pero no era ella y se recordaba claramente como espectadora. Nunca estuvo acostada de espaldas encima de la cruz cuando los clavos atravesaban la carne y los huesos, pero era ella y lo sabía bien. Ella era una mujer de piel blanca, rellenita, de busto y trasero grande, de curvas, sus tetas estaban coronadas con una gran areola, su entrepierna la llevaba afeitada, su cabello era liso y castaño y sus ojos hacían juego con él. No se parecía en nada a la crucificada; esta era de piel morena, delgada, parecía ser de menor estatura, sus ojos eran negros lo mismo su cabello azabache el cual era ondulado y muy largo, y el sexo estaba oscurecido por un matorral de vellos muy espeso y negro. Ella había estado presente como testigo en la crucifixión, pero sabía que de algún modo era «su propia crucifixión»; sintió un escalofrío al pensar esto y al mismo tiempo le cosquilleó el bajo vientre. Había sido como estar desdoblada observando su propia muerte. Tal vez sea un recuerdo de mis vidas pasadas, pensó, pero seguía intrigándole las sensaciones placenteras que le había provocado el sueño. Tengo una sensualidad-dad-dad; tengo una voluptuosidad-dad-dad masoquista, decía, remarcando con los labios y la lengua, la sílaba «dad»; sin darse cuenta sus dedos se habían posado otra vez encima del clítoris.
Se levantó, se desnudó y se metió bajo la ducha. No pudo evitarlo(no quiso evitarlo) y otra vez evocó el sueño de la condenada retorciendo su cuerpo ante los martillazos y el semen y la orina de esos bestiales hombres cayéndole encima.
-Yo soy esa, soy esa, soy la clavada, la humillada, la ultrajada y comenzó a restregarse el clítoris con furia como si fuera una posesa, mientras el agua tibia le corría por su cuerpo y abría su boca imaginando que el agua que tragaba era la orina y el moco blanco de esos sucios y brutales bárbaros. Al correrse gritó de placer al punto de derramar lágrimas, luego continuó bajo la lluvia unos minutos, sin moverse, sentada ya en el suelo. Mientras se maquillaba ante el espejo se lamentó de que la campana del reloj la sacara de su sueño sin dejarla terminar de presenciar la escena; había faltado la segunda etapa, el izamiento de la cruz con la condenada colgando de ella. Cuando ya estuvo lista salió rauda de su departamento rumbo al trabajo.
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¡Cuanto sufrimiento, cuanto dolor¡ en esto pensaba la condenada cuando habían terminado de clavarle en sus antebrazos. Sus brazos abiertos habían quedado fijos al patíbulo de madera. Era aterrorizante para ella pensar que aquello había sido sólo el inicio y lo más suave ante lo que se anunciaba. A continuación atravesarían sus delicados tobillos y romperían sus huesos -hasta ahora sólo habían taladrado su carne- Seguramente se cagaría de dolor como se sabía que pasaba con la mayoría de las crucificadas y todos verían cómo su mierda maloliente brotaría de sus entrañas y su desnudez y su humillación ¡que horrible¡ y no tenía sentido solicitar piedad, tan sólo le quedaba gritar y gritaría, y gritaría y lloraría más aún.
Cuando sus pies fueron claveteados, un sudor helado nacido de sus últimas vértebras subió por su espina hasta la cabeza, llegó a su frente y de allí se derramó por todo el cuerpo. Se supo untada de transpiración y no pudo lanzar el alarido que tenía atrapado en su garganta. Sentía que perdía el aliento. Se desesperó. En vano esperó el desmayo que no llegó y quedó en ese estado de suspensión donde todo el universo fue dolor y ella su juguete pequeño y sin importancia. En un momento abrió los ojos y vio que sus tres verdugos estaban observándola con seriedad; quería decirles algo pero no sabía qué, tal vez un ruego de piedad o puede que un insulto impotente. Tanto fue su padecimiento que pensó que lo que siguiera ya no le importaría así fuera más dolor y degradación y precisamente comenzó a percibir que sus esfínteres se soltarían de un momento a otro, cuando unas gotitas tibias que cayeron en su nariz y pecho ocuparon su atención. Le costó comprender que se trataba de la simiente blanca de uno de sus verdugos; vio, entremedio de su desfallecimiento, cómo los otros dos se burlaban, pero a ella ya no le importó toda esa crueldad; casi no se dio cuenta de que se había orinado, pero si volvió a reaccionar y a mortificarse cuando el chorro amarillo del meado del otro verdugo le salpicó en el rostro, entonces fue como si los dolores se reanimaran. Ella ahí, sufriendo y ellos riéndose a carcajadas ¡cómo podía ser¡ ¿por qué eran tan crueles? ¿por qué la vida era tan horriblemente injusta y tirana? mas otra vez volvió el sudor helado y entonces las voces de los hombres se alejaron como si de pronto se fueran ellos a kilómetros de distancia de ese lugar, luego, todo se oscureció.
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Se vio en un lugar extraño y totalmente desconocido, parecía ser una casa y se le ocurrió que ricamente amueblada aunque no sabía si ese juicio era exacto. Ante ella se encontraba una mujer en sus aposentos; de alguna manera supo que aquella mujer no la podía ver ni oír. Era una señora hermosa o a ella le parecía hermosa. Estaba semidesnuda con una túnica transparente pero tenía sus pechos descubiertos, estos eran muy grandes como los de una madre lechera y se le ocurrió que aquella señora debía de tener muchos críos; parecía bien alimentada y sana, su piel era muy blanca y tersa y su cabello lacio y sedoso. Vio que tenía la mirada puesta en el infinito y ¡OH¡ se estaba manoseando sus verguenzas y sus pechos; practicaba indecencias, tal vez fuera una mala mujer, pero después reflexionó, se dio cuenta que la señora se encontraba sola, es más, vivía sola en esa casa y algo le dijo que no tenía marido, tal vez fuera viuda ya que a juzgar por la edad que aparentaba no podía ser una doncella, luego pensó que la indecente era ella al espiar la intimidad de otra mujer. A pesar de la extraña situación sintió simpatía por esa mujer de abultados pechos, pero no sabía por qué.
La mujer extraña se levantó y caminó hacia otra habitación(ella la siguió), esta era un lugar muy limpio y parecía hecho de mármol. Esta mujer debía de ser una reina considerando los lujos entre los cuales vivía. Vio que se desnudaba y se introducía en una fuente de la que emanaban tibias aguas claras. Comenzó a bañarse. Su sexo estaba completamente depilado y lo mismo sus sobacos. Si, ella era una reina. Mientras le caía el agua sobre la cabeza, la mujer volvió a procurarse deleite haciendo indecencias, al parecer era una reina muy ardiente ya que cayó en un éxtasis que la hizo bufar y gemir como lo hacen los animales, luego se untó el cuerpo con espuma y volvió a quitársela con el agua que emanaba de la pared de al lado de la fuente. Salió de la fuente y se secó la piel con una manta de vivos colores para luego untarse el cuerpo con esencias muy olorosas y agradables. Se pintó los ojos y los labios como lo hacen las mujeres de mala vida – y también las reinas- y se vistió con extraños ropajes y se calzó con unas sandalias duras y estrechas; tomó un morral como de pellejo elaborado (muy lindo) y caminó hasta el portal; iba a salir de su palacio; ella la seguiría para saber donde iría, mas todo se oscureció.
Abrió los ojos y seguía acostada boca arriba sobre la cruz. Los verdugos se disponían ahora a izarla. Ella sabía que al quedar suspendida de los clavos sus dolores se multiplicarían en veinte veces a lo que ya había vivido, y no obstante tardaría muchas horas en morir, todos la verían en su suplicio humillante, pero ahora tenía un consuelo y acaso una esperanza. Cuando plantaran el poste de la cruz en el suelo, el primer remezón repercutiría en sus muñecas y pies taladrados y entonces si, se le soltarían los esfínteres y se cagaría por el dolor, mas ese dolor la transportaría otra vez a ese mundo extraño y entonces averiguaría a qué lugar se había dirigido la mujer de grandes pechos, la seguiría porque ella estaba cierta(y no sabía cómo es que lo estaba, pero eso no le importaba), cierta de que aquella extraña mujer era ella misma con otro cuerpo y otra vida, otra existencia en que era una elegante y extravagante reina que vivía sola en un su propio palacio .

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