Nadie fue a salvar al elefante
- publicado el 03/07/2019
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Me pierden.
Me he perdido. Estoy perdido y condenado. Maldita sea. No hay luz. Eso es irónico. Hace horas que lo pienso. Hay humedad. Llevo días aquí. Perdí la cuenta. Lo peor es que no me he perdido yo. Lo peor es que yo no tengo patas para perderme, ni para encontrarme. Me han perdido. Me buscaron unos días. Los escuché preguntar por mí. Luego desistieron.
Sé cuándo se torcieron las cosas. Estaba sobre la mesa, entre llaveros, botellas, papeles, bolígrafos, vasos, ceniceros, móviles, y bolsas. Alguien recogió unas llaves, y, de paso, agarró un puñado de plásticos que iría directo a la basura. Yo estaba sobre uno de ellos. Caí al suelo. No me hice daño. Nadie me vio caer. Nadie escuchó el golpe que produje en el suelo. Creo que yo tampoco. El volumen de la música era demasiado alto para permitirlo. Veía las patas de la mesa. Veía lo que había debajo del sofá: pelusas y una moneda de dos céntimos. Las pelusas estaban muertas. La moneda no sabía hablar. Mala suerte. Pero sí sabía escuchar, y reír. También vi pies y zapatos que pasaban a mi lado sin rozarme. Pasé horas allí. De noche alguien me dio una patada. Me deslicé en línea recta hasta el pasillo. Estuve allí parado hasta que se hizo de día. Pasaron por mi lado dos pares de zapatillas en momentos distintos. No me recogieron los dueños de las zapatillas. Quizás también son mis dueños. Alguien preguntó por mí. Otra persona le dijo que me había visto tirado en el pasillo. Escuché pasos. Vi unos pies descalzos. Una mano descendió para recogerme. Me colocó sobre la mesa. Me usaron un rato. Volví a sentirme útil. Volvieron a tocarme. Me sentí querido. Luego me dejaron caer sobre el sofá. La parte trasera de un pantalón vaquero relleno de carne humana se posó sobre mí. Después de horas, se levantó. A los pocos segundos otro culo ocupó su lugar. Me empujó hacia un lado. Quedé embutido en la unión de dos cojines. Me hundí. Con mucha lentitud. Pero me hundí. Dejé de ver la luz. Escuché voces. Escuché música. Escuché risas. Alguien volvió a preguntar por mí. Nadie me encontró. Siguieron las voces y las risas. No sé por cuánto tiempo. Luego se alejaron. Reinó el silencio durante horas. Después escuché pasos. Oí cómo ponían la televisión. Ruidos plásticos. Sillas arrastradas. Me movieron. Alguien levantó uno de los cojínes. Sin la presión de éste, rodé hacia un lado. Una mano me cogió. Su dueño utilizó mis servicios. No me soltó. Me gustaba el calor que desprendía. Al cabo del rato me metió en el bolsillo de su chaqueta. Salí a la calle con él. Me encanta cuando me sacan. Vi colores y árboles y luces y calles. Escuché sirenas y gritos y motores y acentos. Luego volvimos a casa. El propietario de la chaqueta se desprendió de ella. La tiró sobre una pila de ropa en el suelo de la cocina. Conmigo dentro del bolsillo.
Sigo dentro del bolsillo. Estoy en el montón de la ropa sucia. He perdido la esperanza. De vez en cuando oigo pasos y se mueve la montaña de tela donde estoy escondido. Noto que se acumula el peso sobre mí. En tres ocasiones preguntaron sobre mi paradero. Nadie sabía nada. No encuentro ni un resquicio de luz. Irónico, siendo como soy, un mechero. El ambiente es húmedo y apestoso. Han pasado días. O eso me parece. Rezo porque me encuentren.
Tengo miedo. Estoy condenado. Si alguien pone la lavadora… Si alguien mete a lavar la chaqueta, conmigo en su bolsillo… dejaré de funcionar. Estaré muerto.
Senda, 2010.
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