Dulce recreo
- publicado el 04/04/2010
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Dinero fácil
La mañana había sido desastrosa para Charles Foster. En sólo unas horas había perdido un millón de dólares y no le había quedado más remedio que vender a precio de saldo las dos hamburgueserías mejor ubicadas de la cadena que montó en un abrir y cerrar de ojos y ahora se había convertido en su principal quebradero de cabeza.
La venta de esos negocios le permitiría cortar la sangría de pérdidas que estaba sufriendo, pero tenía que pensar en algo más. Ya no le valía jugar con los precios, negociar con los proveedores, despedir a unos cuantos empleados o reducir los sueldos de los que sobrevivían a cada una de las podas que había realizado.
Todo eso ya lo había intentado. Y el resultado había sido desastroso. Aunque los consejos de su amigo Jerry Thompson le llevaron al principio a un crecimiento fulgurante de sus negocios, hacer dinero ya no era tan fácil. Más bien, resultaba imposible. Ahora, cada medida -la mayoría de ellas tijeretazos- tenía un impacto negativo en el balance. Prescindir de las campañas de publicidad, eliminar los platos especiales y deshacerse de un buen número de trabajadores sólo había provocado una desbandada de la clientela.
Lo que más le desesperaba era, precisamente, el hecho de haberlo intentado todo. Y su desazón crecía a medida que era consciente de todo el tiempo que se pasaba delante del ordenador desde el que lo controlaba todo. Empezaba a pensar que había perdido el norte porque al menos cinco de las ocho horas que estaba en el trabajo tenía la nariz pegada al monitor. Durante el resto del tiempo apenas le daba tiempo a repasar su correo electrónico y dar a un par de rondas de rutina para comprobar si todo estaba en orden.
Ya ni siquiera hacía caso a Jerry. Los correos electrónicos que le mandaba caían en saco roto. El último de ellos había llegado a su bandeja de entrada hacía poco más de una hora, pero él decidió ignorarlo porque conocía su contenido: “Deja ya las malditas hamburguesas, Charles. Si sigues así sólo vas a conseguir arruinarte”. Había recibido mensajes de ese tipo decenas de veces en las últimas semanas. Puede que su amigo tuviera razón, pero él no era un perdedor a pesar de que el fracaso le perseguido durante muchos de sus 38 años de vida.
Quería intentarlo una vez más. Por eso apenas se había levantado de su asiento en los últimos días. Sólo apartaba la vista del monitor cuando decidía conceder un descanso a sus ojos cogiendo alguna llamada telefónica y a su espalda dando una de esas rondas con las que trataba de asegurarse de que todo estaba en orden.
Al hombre al que le gustaba controlarlo todo tampoco le interesaban ya los monitores que le enseñaban el trabajo de adolescentes adiestrados para hacer hamburguesas en menos de un minuto y le mostraban a padres que comprobaban perplejos que sus hijos eran capaces de engullirlas incluso en menos tiempo.
Después de perder su segundo millón de dólares en unas horas, Charles decidió concederse un descanso. Sabía que la parada era fruto de la desesperación, como también lo era detenerse a leer el último mensaje de Jerry.
“Lo siento, Charles. No me has dejado alternativa. He hecho la vista gorda durante mucho tiempo, pero si no doy la voz de alarma lo hará otro y yo también me quedaré sin trabajo. Como asistente del responsable de sistemas acabo de mandar un correo al director de recursos humanos informándole de las horas que pasas haciendo el tonto con ese simulador de mierda. No me puedo creer que hayas perdido el sentido de esa forma… Es que cualquier día van a asaltar alguna de las hamburgueserías y no lo vas a ver en los monitores que tienes a medio metro. Lo siento, tío, porque me siento en parte responsable de esto. No me guardes rencor. Algún día te darás cuenta de que he hecho lo que debía. J.T.”.
La pantalla plana que le había atrapado en las últimas semanas cayó estrepitosamente cuando Charles le propinó el primer puñetazo. El segundo se estampó contra su mesa. Le dolió tanto que sólo pudo calmar su furia aplastado con su bota el monitor que yacía apagado en el suelo. Por primera vez en varias horas se levantó de su asiento, pero ya no para efectuar una de esas rondas en las que regañaba a los adolescentes que gritaban más de la cuenta o tiraban los vasos de cartón por los aires.
Sus pasos le llevaban a casa y sus pensamientos, a la frustración de saber que no encontraría un trabajo con el que hacer dinero tan fácil como el que había conseguido, por lo menos durante un tiempo, con el ordenador. Sólo la ficción concedía premios así a perdedores como Charles Foster.
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