Las joyas de una vida: capítulo 2

No eran tiempos buenos para nadie. No lo eran desde hacía mucho tiempo. Ni tan siquiera el clima era bueno. Siempre llovía y tronaba sin cesar. Días enteros ensombrecidos por el capricho del Señor y las incomprensibles elecciones de la Divina Providencia. Los monjes se dedicaban en silencio a la oración y a la contemplación de las sacras leyes que legó el Todopoderoso a los mortales. Las gentes del campo sufrían sus clásicas desdichas: hambrunas, epidemias, actos de bandidaje… Nada que no pasara a menudo. Las intrigas del Condado llegaban hasta la misma casa de su Señor, Elliot de Sutter.

Las tierras del Condado de Ranstings no eran muchas, ni las mejores. Hay veces en que una porción de un pastel tiene más sabor cuando sabes que no vas a hallar más trozos iguales en el plato. Ranstings era, en la práctica, una estrecha franja que separaba otros tres territorios: Birgham, Sussox y Buth. Los señores de aquellas tierras contaban con condiciones mucho más propicias para consolidar su poder sobre sus vasallos y, quizá por ello, anhelaban añadir ese pequeño lote de tierra a sus posesiones, un terruño que la casa de Sutter se había empeñado en no perder. Le habían ofrecido oro, joyas y virtudes a cambio de ceder el lugar, tantas como para hacerse con nuevas tierras en cualquier otro lugar, pero el señor de Ranstings se mostraba reticente. Por ello sufría presiones constantes que no hacían más que empeorar su salud.

Pero el Conde tenía un hijo, William de Sutter, heredero del condado, hombre fuerte, recio y de una determinación intachable. No obstante, veía a su anciano padre cada día más cerca de la muerte sin haber encontrado una solución a sus problemas. No sólo iba a heredar las virtudes del condado, también sus infortunios. Con todo, hacía mucho que William no sonreía, su vida era dura y triste. Nada parecía ser un bello momento digno de recordar el mañana.

Un día como cualquier otro, decidió marchar a una de las villas del condado a sabiendas de que era el día del mercado y, por ende, habría multitudes de curiosidades con las que evadirse del tormentoso presente. Lo que no imaginaba era que aquella visita a Villabaldía iba a cambiar su vida para siempre.

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Hageg

 

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