Las joyas de una vida: penúltimo capítulo (I)

–¡Alto! En nombre de Sir Elliot de Sutter, Conde de Ranstings. ¡Deteneos y deponed las armas!

Mucho tiempo después, los encapuchados habían seguido realizando más acciones de pillaje y violencia. En esta ocasión, habían sido descubiertos por varios vasallos del Conde que aguardaban impacientes a someterlos a su emboscada. Y así había sido. Los encapuchados eran cinco, y los vasallos del Conde allí reunidos más de diez. Sin duda, el Conde Elliot se había preparado para la ocasión. Se hallaban frente a una huerta que ardía, incendiada por los asaltantes. La escena estaba bien iluminada por el fuego. No había escapatoria.

–¿Qué hacemos? –preguntó desesperado uno de los maleantes–. Si nos entregamos tendremos la clemencia del conde, ¿no?

Todos miraron al jefe, que permanecía serio.

–No hay clemencia para los traidores en Ranstings… –zanjó–.

–Esto no ha sido nunca una buena idea, ya lo sabía yo… –se desmoronó otro encapuchado entre sollozos–.

–Sé un hombre, y lucha hasta la muerte como tal –pronunció el jefe desenvainando su espada y bajando de su corcel–. ¿Alguien me acompaña?

Tras vacilar, los otros encapuchados repitieron los movimientos y acompañaron a su caudillo. ¿Qué otra cosa iban a hacer? Se abalanzaron contra los vasallos del Conde que, tras desmontar, se enfrentaron a los maleantes que causaban terror en nombre de otros.

El silencio de la noche murió bajo el grito de las espadas y la caricia del fuego. Era inevitable la muerte, pero era mejor que la deshonra, pues su condición era la de traidores al Condado. Habían vendido sus almas por riquezas y posesiones, por las promesas de los enemigos del Conde. Sus arcas se llenarían de oro, pero sus almas arderían para siempre en el infierno.

Tras la sangría, solamente permaneció vivo y en pie uno de los encapuchados, mientras todos los vasallos le rodeaban, cortando cualquier posibilidad de huída.

–¿Eres el jefe? –pronunció uno de los enviados del Conde.

–Lo soy –confirmó el jefe de los encapuchados, sin temor a la muerte ni aparente resentimiento–.

–¿Quién os envía?

No le importó nada responder.

–El Señor de Sussox nos envía.

Los vasallos se miraron. Su acento era claramente de Ranstings. O mentía o era un traidor. En cualquier caso, todos sabían que su destino próximo era el fin de su existencia.

–¿Quién sois?

–Vuestra muerte –zanjó el encapuchado lanzando su espada contra quien la hablaba, clavándola en su pecho, haciéndole caer al suelo con fuerza.

Todos asistieron como podían al herido rompiendo el círculo, y haciendo que el maleante aprovechara el contratiempo para escapar.

El fulgor nocturno fue su amigo. Estaba cansado, nervioso y preocupado. No tenía lugar a donde ir, su objetivo había fracasado. No tenía nada que hacer ya, pero eso no fue lo primero que pensó. Primeramente había que pasar la noche y, cerca de donde estaba, había divisado una modesta cabaña, sola entre las colinas, junto a una provechosa partida de ganado.

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