NO EXISTE EL HOMBRE DEL SACO
- publicado el 21/03/2018
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Las joyas de una vida: penúltimo capítulo (III)
William no tenía escapatoria, pues la habitación se había llenado con los vasallos del Conde, que perseguían al jefe furtivo de los encapuchados. Las esperanzas de Beatrice se marchitaron por completo. Sus sospechas eran absolutamente ciertas. William bajó la cabeza por el peso de su vergüenza. Había ocultado a su amada para poder evitar la mirada de culpa que, de no ser por las sábanas, estarían escudriñando en ese momento cada rincón de su alma.
–No entendéis nada. Ranstings merece la paz, la necesita. Mi padre no lo comprende. ¿Qué importa que estas tierras sean de un señor o de otro? Lo necesario es la paz, el bienestar de todos. Podríamos habernos colmado con tesoros y riquezas y marchar a cualquier otro lugar, pero mi padre es demasiado estúpido. Mantiene ideas que no son prácticas para estos tiempos. De nada sirve pertenecer al linaje ni defender el honor. Lo que cuenta es la paz, a cualquier precio.
Los vasallos del Conde, que habían irrumpido en la habitación, se miraron con sorpresa y confusión. En cierta medida, ese hombre tenía razón. Ellos también vivían en Ranstings, también tenían tierras y también habían sufrido acciones violentas desde tiempo atrás, precisamente por ese hombre que tenían delante. Pero estaban cansados de luchar por algo que parecía inevitable, y las ideas de William de Sutter se presentaban muy tentadoras.
–Os pido que me acompañéis a ver a mi padre, que cojáis las armas y que le exijamos la abdicación. Una vez Ranstings sea mío, haré lo adecuado para que éstas sean tierras de paz.
Habían sido enviados por el Conde, y ahora se les alentaba a ir en su contra. Era una idea demasiado ingenua, quizás. Pero no todos lo vieron de esa manera. Algunos hombres envainaron sus espadas y se pusieron junto a William. Otros mantuvieron su posición, pero ya no podían superar en número a los traidores. Se habían creado dos bandos.
–Esto no es justo –alegó uno de los vasallos que permanecieron fieles a su Señor–. El orden, lo establecido; eso es lo que debemos cumplir. Ése es nuestro cometido, y el Conde tiene los suyos propios. Esto no os llevará a ninguna parte, William. Esto no es lo correcto.
William no dudaba de lo que había hecho. Sus decisiones siempre estaban bien meditadas.
–Lo pongo en duda, aquí y ante nuestro Señor.
Y tras ello, los vasallos salieron de la habitación. Después de ellos, lo traidores. Solamente uno de ellos, miró a un rincón de la cabaña, a sabiendas de que había perdido el amor de su vida para siempre.
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