Prisionero
- publicado el 25/08/2011
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«Dejando huella» (un relato de 1.270 palabras)
Sí, estoy atrapado; colorado como un tomate y sudando la gota gorda… ¿Que cómo he llegado a esta situación? Tal vez la responsabilidad última la tuvo mi madre, al dotarme de una educación por la que debía saber comportarme correctamente en cualquier circunstancia. O quizás sea la crisis, que me obliga adaptarme a una economía, digamos, más “económica”.
Sea lo que fuere, no lo sé muy bien, algo me empujó al poliderportivo de Valdemorillo (pero que mentirosillo soy, la explicación es más sencilla: en el único gimnasio del pueblo no me sentía demasiado cómodo —les invito a leer España profunda— y la voz de mi mujer se hacía eco con mayor fuerza en mi cabeza, “pagamos un poco menos por el gimnasio y además tenemos piscina,… piscina,… piscina”).
—Vale, vale. Ya te he oído —protesté por la insistencia de Eva.
—Piscina,… piscina —seguía susurrándome al oído.
Cómo me gustaría estar ahora en la piscina. Está cubierta y dividida en calles por unos cables de acero recubiertos por unas piezas de plástico amarillo, que cuando nadas con estilo “libre” como yo, descubres, en manos y pies, que no tienen nada de blanditas. No importa. En este momento me encantaría compartir calle incluso con esos que te miran condescendientes, cuando detrás de ti se forma una caravana de nadadores resignados… ¡Pero si los hay que nadan con aletas en los pies!
—Y además tiene sauna —argumentaba Eva con voz sugerente.
Sí, amigos. Lo hizo, repitió “sauna” varias veces. Y aquí estoy, encerrado en un cubículo de paredes forradas de madera, sudando y resoplando por el calor seco que despiden unas piedras de un rincón. Es un espacio en el que caben con holgura cuatro personas, seis algo apretadillos; y, como era de esperar, reservado para los de tu mismo sexo.
Debe ser muy poco estimulante ver sudar a los del sexo contrario a tu lado… O tal vez sea todo lo contrario, y que las normas traten de impedir que te descubras atractivo bajo las gotitas de sudor que resbalan hacia la barbilla, para abortar el ritual del cortejo: ¿qué, nos hacemos una duchita de agua fría juntos? Porque, afortunadamente, no es necesario ir a los vestuarios para refrescarse: hay una ducha a la entrada de cada sauna.
Sólo tienes que apretar un botón en la pared y de la alcachofa sale un torrente de agua tibia, que se enfría en la medida que se usa. Lo ideal sería repetir el proceso de frío-calor varias veces, para estimular el sistema circulatorio y eliminar toxinas; pero en la práctica no aguanto más de dos duchas. Me entran un mareo y debilidad que como advertencias fisiológicas tomo muy en serio.
Normalmente la sauna está vacía, pero cuando llegas a la entrada y descubres unas gafas y un gorro de baño en el banco de enfrente de la ducha, sabes que no estarás solo detrás de la puerta. En esta ocasión, además, había unas aletas. Debían pertenecer al tipo que se hace tres largos y saca pecho mientras espera a que yo termine el primero. Sí, un pecho depilado que parece burlarse de sus homónimos pilosos.
Como yo apunto canas, y bastantes, y para más añadidura por el resto del cuerpo, en el último corte de pelo no detuve la máquina en la cabeza: su capacidad segadora me descubrió un cuerpo nuevo. Valeee, fue por los nadadores depilados de la piscina. Uno quiere pasar desapercibido, aunque bien pensado creo que ahora llamo más la atención, porque todos me conocen de vista, y a la vista salta que a mi imagen le falta algo… Suspiro en la sauna, dándome cuenta de que tal vez el culpable de mi situación sea yo mismo.
—Hola —saludé al hombre que estaba sentado en el banco superior de la sauna.
Era el único hombre que hacía uso de la sauna, y no me agradaba la idea de sentarme en el banco inferior.
Solamente podía sentarme enfrente de las piedras calientes o debajo de aquel tipo. En una opción me achicharraba demasiado la cara, y en la otra me calentaba la idea que pareciera estar insinuándome, de que él no apartara el ojo de mi culo… (Lo sé, los hombres somos un poco ridículos).
Me senté a su lado (de igual a igual, ya sabes, que no haya nadie por debajo) y no cruzamos ni una palabra. Ni siquiera la clásica conversación de ascensor sobre el tiempo o sobre los resultados del último partido de fútbol. Y lo agradezco, sin duda me haría parecer mariquita el hecho de no entender de fútbol… Cómo explicar que a mí me gustan las plantas, que me estoy haciendo un huerto con sus zanahorias y sus calabacines…
Al cabo de unos minutos el hombre de las aletas se despidió. A través del cristal de la puerta pude ver que no recogía sus cosas, y que poco después accionaba la ducha. Lógico, de poco vale una sauna si luego no te duchas con agua fría. Yo empezaba a necesitar refrescarme, de modo que en el momento que oí que no accionaba la ducha salí de la sauna.
Un culo apretado, musculoso y depiladísimo, trataba de contener en la base de la espalda los restos de jabón que bajaban de los hombros… No sé porqué se me antojó muy lubrificado. ¡Por todos los santos, que soy muy heterosexual! Regresé hacia la sauna más sofocado que antes. ¿Por qué diantres se tenía que duchar allí? ¿Y en pelotas?
Pues nada, heme aquí, sin duchar, mareado, enrojecido por el calor y la vergüenza, rezando para que no entrara de nuevo en la sauna. ¡Joder mamá, podrías haber sido más flexible! ¿Y tú, Zapatero, qué habrías hecho tú si en mi situación te encontraras a Rajoy desnudo, llevándose el índice a la boca? En fin, cuatro minutos de disparates varios se me hicieron interminables.
Y más porque cada quince segundos me asomaba al cristal para ver si me esperaba agazapado en algún lugar de la estancia. Cuando finalmente se marchó… (¡ay que ver lo que tardan algunos en quitarse el jabón!) salí escopetado hacia la ducha. Juraría que el agua fría sobre mi piel provocaba un pequeño siseo y que se levantó una ráfaga de vapor.
“Nunca más, nunca más” me decía sabiendo que me refería a que nunca más entraría sólo en una sauna. Mi hijo Alejandro también era socio del polideportivo, y a pesar de tener sólo doce años tiene una envergadura física próxima a la mía: ronda el metro ochenta. Sería, sin saberlo él, mi guardaespaldas una o dos veces por semana.
Me dirigí a los vestuarios, un intenso olor a colonia cosquilleó mi pituitaria. En el momento en que las taquillas se presentaron a mi vista el hombre del pecho (y trasero) depilado abandonaba la estancia. Vi que en uno de los armaritos descansaba un objeto verde, pensé en advertirle de un posible descuido. Pero deseché esa opción, podía ser un ardid para provocar un segundo encuentro (Lo sé, lo sé; los hombres podemos ser muy retorcidos en esto del amor).
¡Que le den por culo!, me lo quedaría yo: él me había hecho pasar un mal rato, y eso podía ser una justa compensación. ¿Qué sería? Podría ser un móvil muy pequeño, tal vez un reproductor de música o un mechero de gasolina. “Eau de oranges verts”, era un frasquito de plástico verde y estaba vacío. Vaya chasco.
¿Por qué las colonias parecen mejores si están denominadas en francés? Me respondo al tener la certeza de que yo, jamás, me acercaré a un tipo perfumado con agua de naranjas verdes… y menos en una sauna.
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