La sombra de la noche

capítulo 1 

UNA ESPADA, UNA MALDICIÓN Y LA CIUDAD ENTERA

 

Cuando el sol salió por el horizonte los campos brillaron con fuerza de vida, esplendidos bajo la brisa otoñal junto al río, sus aguas cristalinas y los peces saltando a contra corriente. Al pie de la montaña, la ciudad se liberaba de su manto invisible, la mirada al Este para que sus calles se enriquezcan con los primeros rayos, la ciudadela de piedra blanca con las torres de Wintong y Cimelez del colegio de magos asomando sobre la muralla que casi alcanzaban competir con los picos más alto de la montaña, cual cubría la retaguardia y obligaba a un ataque directo desde su parte frontal. El campanario del templo al dios Dhaag, señor de las desgracias y la eternidad justo en la plaza principal, con sus escaleras alfombradas con tela de bisonte tintada de azul cobalto con finas líneas en los bordes de rojo fuego, era lo más destacado a primeras horas cuando los pájaros volaban de árbol en árbol cantando pequeñas melodías alegres, persiguiéndose unos a otros desde los portones principales, dónde los goznes ya dejaban caer el puente levadizo de madera hasta el otro lado del riachuelo, hasta el arco de piedra, donde los ángeles esculpidos vigilaban a los visitantes con mirada desafiante, las puertas del palacio. Y los habitantes ya salían para sus quehaceres habituales, debían alimentar a sus familias viviendo en barrios de madera con techos de paja en la periferia, donde los prostíbulos eran pan de cada día, tabernas, herrerías, hornos y cada víspera del trabajo montaban una feria del alimento, para vender pato, pollo, cerdo, hortalizas, coles, manteca, trigo, cebada, levadura, etcétera. La misma se repetía diferentes días en barrios colindantes hasta el palacio, que era un circulo de la alta sociedad, allí estaba los cuartelillos de la guardia y la mayoría de médicos, dentro de palacio residía el señor de la ciudad y entrenaban –además de convivir- los ejércitos. Junto a la puerta Norte se situaba el colegio de magos y a las afueras había granjas y casas de campesinos, atravesando el camino de piedras para alcanzar el templo de Morrhais, rezaban por la salud de todos los habitantes y la buena cosecha.

Desde el Sur venía montado a caballo siguiendo un sendero entre los árboles del bosque, galopaba cortando el aire entre ropas de cuero y un cincho que guardaba un puñal para prevenirse de casos indeseados; desde la primavera pasada el camino se había vuelto peligroso, la ciudad de Hemfrest se construyó demasiado apartada de cualquier lugar, no eran tierras apropiadas para ella y menos para su tamaño, pues podía albergar tres capitales en su interior y aún tendría espacio para otra, por esos motivos, los bosques fueron invadidos por asalta-caminos, bandidos de poca monta, desterrados y toda clase de errantes y ermitaños, asesinos, mafias y secuestradores, la gente iba y venía siendo blanco fácil. Cuando se corrió la voz de la nueva ciudad en los lindes del Desierto Amarillo, creyeron que se convertiría en ciudad sin ley ni orden, el paraíso de los criminales, pero todos se equivocaron. Quién se llama rey de Hemfrest, allá en lo alto en el palacio, sentado sobre un trono de madera de aspecto paupérrimo, no le importó en absoluto cuan quiera pasar o llegar hasta su ciudad, no se dignaría colocar guardias de caminos.

Entró por los portones atravesando el puente levadizo, el caballo relinchó babeante mirando con unos ojos negros como la noche el río. El jinete era un hombre viejo, dio varias palmadas en el cuello del animal para incitarle a continuar. No se sorprendió cuando descubrió que ningún guardia le puso trabas para acceder al interior de la ciudad. Mucho más lejos, parecían darle la bienvenida con los brazos abiertos, penetró en la ciudadela integrándose entre el gentío. Podía ver el palacio al fondo de la calle, era amplia y estaba bien cuidada, sus adoquines se mantenían perfectamente en sus sitios, trabajo de buenos artesanos, la gente no se agolpaba ni peleaban, reinaba la armonía entre sus casas de madera y piedra. Abundaba la comida, la bebida, las risas. El reino en cambio, ajeno a aquella ciudad, estaba sumido en la miseria y la completa podredumbre, habían pasado en alto muchas cosas y, agobiados por fuerzas mayores, la esperanza de vida se reducía a nada.

-¡Jinete! –el hombre gordo vestía una túnica amarilla con una capucha cubriendo la escasez de pelo de su cabeza. Su nombre, Jean Bubbally, no pasaba desapercibido por aquellos con un mínimo de cultura, llegó desde muy lejos en el sur, nunca se lo preguntaron en Hemfrest, fue uno de los más grandes magos del círculo de plata de los emperadores sureños. Cuando se cansó de una vida repleta de lujos, encontró la oportunidad de comenzar de  cero en la nueva ciudad junto al desierto, fundó el gran colegio de magia para enseñar a nuevas generaciones su uso. El mensajero real se detuvo por un momento junto al hombre, pese a tener más de cien años no aparentaba más de treinta- Tengo dudas y tu no eres de la ciudad, quisiera saber si es cierta mi premonición, ¿esperamos tormentas esta tarde? Hace un día esplendido, ¿qué has visto mientras venías?

El mensajero miró al cielo, completamente despejado puso en duda las palabras de Jean.

-No he visto ninguna nube. Ahora le preguntaré yo. Vengo a ver al señor de la ciudad, ¿cómo cree usted que seré recibido?

Bubbally se rascó la tripa con un bastón, cual le servía de apoyo.

-En este lugar la entrada es libre. Pero ten cuidado, esta gente es muy recelosa y no aceptarán que infravalores sus posibilidades. Toma mi consejo y arrodíllate ante Devrik cuando lo veas, el señor de la ciudad puede llegar a ser muy terco.

Espoleó al caballo. Jamás se arrodillaría ante un ladrón de tierras.

Solo en palacio un hombre bajo su armadura, con la visera del yelmo mirando a los cielos, se dignó a alzar el brazo, era un hombre recio, su bigote asomaba más allá de sus ojos. Mientras el jinete, que no era más que un simple mensajero se preguntaba si serviría de algo mostrar el sello real después del aviso de Bubbally. “Sólo son salvajes quitándonos lo que es nuestro”, pensó.

-Preséntate jinete, aquí no queremos problemas, así espero que vuestros motivos sean dignos de confianza o acabaréis en los calabozos –dijo el guardia.

El jinete aun tardó unos segundos en tranquilizar al caballo, sediento debido al haber galopado gran parte de la noche por no encontrarse a solas acampado en mitad del bosque.

-Mi nombre es Cassidir de Lenguaquemada, sirvo al rey de Maranar, señor de todas estas tierras hasta las provincias de Mivap al Sur, cerca del Agua Verde, en su nombre traigo un mensaje para el señor de esta ciudad –extrajo de un fardo colgando en un costado del animal un pergamino enrollado y sujeto con una punta de lacre. Tierras y derechos a cambio de lealtad. El rey de Maranar era conocido por simpatizar con cualquiera que pudiera servirle bien o ser de ayuda.

El guardia frunció el ceño, observó al jinete de arriba abajo sin ver ningún tipo de amenaza en él, era escuálido con aspecto débil, viejo y solo consideró el puñal en su cinto.

-Podéis dejar el caballo en los establos, después me entregaréis ese puñal y uno de mis muchachos os llevará frente al “REY DE LA CIUDAD” –enfatizó para que no lo olvidará.

Cada rincón se apostaba un guardia su vida para salvar al señor fundador de aquella inmensa e iluminada ciudad, parecía saludar los cielos cuando los rayos chocaban contra la invisible cúpula que la protegía; las paredes de palacio se alzaban de mármol blanco, como toda la ciudad, diminutas estrellas azul celeste como puntos en el fondo de una inmensidad blanca, hacía en algunas partes unos remolinos bien estructurados en forma de caracolas, por las noches aquellas estrellas brillaban en la oscuridad, parecía que nadabas por el espacio visitando nuevas galaxias. La bóveda era cristal, un enorme tragaluz y los cristales se sujetaban mediante una estructura de hierro aparentando una especie de sol apagado, en el centro el cristal era azul y reflejaba una estela de mismo color paseándose por el salón del trono, en el suelo una numeración comprendida entre el 1 y el 14, era cuantas horas tardaba el sol en pasar sobre la ciudad, la luz celeste caminaba sobre las horas hasta el anochecer. Tras el trono un cortinaje grueso color esmeralda descendía desde el techo, una espada de plata a manos de un enorme y deformado sapo con una corona, representaba el estandarte de la ciudad. Mientras a lo largo de toda la pared, los frescos sobre la piedra machacada -para hacer relieves- contaba la historia de como se fundó Hemfrest. No le sorprendió en absoluto, como todo, se escribió sobre la sangre de los seres vivos, y con la sangre de los mismos se pintaron aquellos dibujos.

El rey, así lo llamaban. El rey y señor de la ciudad de Hemfrest estaba sentado en su trono, el cuerpo echado hacia delante, apoyaba la frente sobre su puño y a su vez, su brazo en su rodilla. Tenía la otra mano en la cintura, pensando y escuchando. Al lado del trono dos hombres le acompañaban, uno parecía viejo, con arrugas y el pelo cano, sin embargo estaba muy erguido, sacaba pecho mostrando un valor innecesario y su mano sobre la empuñadura de una espada, vestía un jubón metálico y grebas. El otro hombre era más joven, vestía con túnica negra, una capa con el símbolo de la eternidad. Se arrodillaba frente a los tres hombres un niño harapiento, la cara sucia, cortes en sus brazos y alrededor del torso. El niño era demasiado escuálido, no aparentaba pertenecer al mundo de fuera de las murallas del palacio; incluso en el anillo más pobre se podía respirar prosperidad. A su lado un guardia empuñaba una pica al aire, tomaba su posición de escolta, pero no le interesaba lo más mínimo nada de aquello.

-Todos están muerto –decía el niño entre llantos. No miraba al rey, ni a los otros, sus ojos se fijaban en el suelo, mientras su cara se escurría en lágrimas-. Todos están muertos.

-¿Cómo ha podido ocurrir esto? –habló el hombre más anciano- Llevamos casi diez años inspeccionando estas tierras, jamás nos hemos topado con nada semejante a su descripción. Miente.

-¿Ese es tu veredicto? –preguntó el hombre de la túnica- Llegamos sin nada protegiéndolos de los peligros del camino, siempre nos lo estás recordando. Cómo superamos las tormentas del desierto, bajo la calurosa mano del sol, a través de ahogadoras corrientes de fuego transformadas en aire, capaz de matar bestias con su suave aliento ardiente. Este niño y su familia lo lograron.

-¿Me estás acusando? –bramó feroz el hombre más viejo- Yo mismo he hecho esas patrullas y he limpiado esta tierra de asquerosas cosas, cuales soy incapaz de describir. Nada me ha cegado los ojos, he mirado a la muerte directamente y la he desafiado. Lucho cada día defendiendo esta ciudad. No hay nada como lo que él está describiendo. Nada se esconde bajo las montañas.

-¿Y qué hacemos? ¿Lo ignoramos?

“Lo ignoramos” meditó el rey.

-No podemos negar que la protección de las granjas en la periferia de la ciudad están un tanto desprotegidas, en las afueras de la muralla no hay patrullas, siquiera los vigías se preocupan –intervino Devrik, el rey y señor de la ciudad. Miraba al niño con sus ojos profundos bajo los rizos de su pelo negro como el azabache, apenas había sobrepasado los veinte años, pero aunque lo nombraban rey, ninguna corona descansaba sobre su cabeza y sus vestimentas eran más propias de un soldado que siquiera de un noble.

-Tiene razón, mi rey, sin embargo estamos bajos de espadas –objetó el hombre más viejo-. Dentro de las murallas ya tenemos demasiados problemas, cada día y noche las tabernas se llenan de borrachos, robos en los mercados, asesinatos…

-Aún siguen molestándonos toda esa gentuza que piensan mal de nuestra humilde comunidad, echarlos al bosque no ha servido de mucho –terminó el hombre de la túnica.

-Entonces deberéis reclutar más hombres. Habrá castigos a los soldados con patrullas al exterior de la muralla.

-Su alteza, podría ser un poco premeditado, nuestros soldados no aceptarán tales castigos.

-Demasiado acostumbrados a la buena vida –Devrik levantó por primera vez la cabeza para mirar al hombre de la túnica-. Lo harán o comenzaré a ejecutar a vistas de todo el público.

-Aún faltan muchas leyes por escribir –dijo el hombre de la armadura-, somos muy jóvenes como ciudad, no tenemos puestos los objetivos para el reino, la paz de Hemfrest se tambalea sin una autoridad clara. ¿Cómo vamos hacer respetar unas normas que no existen? Ni siquiera conocemos la pena por la deserción.

-Nuestro rey es demasiado bueno… -comenzó el hombre de la túnica.

-E ingenuo –dijo Devrik-. Esta tarde podríamos extraer a los presos de las celdas y ajusticiarlos en mitad de la plaza.

-Nadie lo entendería, ni siquiera tenemos verdugo –dijo el hombre de la túnica.

-Nos estamos yendo del tema sobre este niño –el hombre más viejo dio unos pasos frente al rey y se arrodilló. Sacó su espada y la clavó cogiéndola por la empuñadura delante de Devrik, agachó la cabeza en acto de reverencia-. Yo indagaré las nuevas negras del niño. Esta misma tarde partiré a las montañas con cuatro hombres de la guardia, acamparemos y dormiremos bajo el manto de estrellas si es necesario, si es cierto que ahí fuera hay algo, lo encontraremos y expulsaremos de estas tierras.

El rey miró a los ojos al niño, todo su cuerpo padecía espasmos, mientras tenía los ojos llorosos y se abrazaba a sí mismo.

-¡No! –tanto el hombre arrodillado ante él como el de la túnica se volvieron sorprendidos- Lo haré yo. Necesito quitarme las telarañas de mi cuerpo –el rey se levantó y caminó hacia los portones.

-Pero alteza, ¿cómo va hacerlo? Podría ser peligroso –el hombre de la túnica corría tirando de los faldones de su vestimenta para no tropezar-. No es buena idea… no es buena idea…

Tras Devrik también fue Cassidir de Lenguaquemada junto a los demás. El guardia ofreció su mano al niño para ayudarlo a ponerse en pie, pasaría toda la semana en palacio, los médicos de mayor prestigio tratarían con él para ayudarle olvidar, después tendría que elegir entre unirse a la guardia donde lo adiestrarían hasta su día de mayoría, o formar parte de uno de los cultos a los dioses.

-Es mejor idea que estar sentado en ese trono de mierda. No tengo ni idea de reinar, me elegisteis para este cargo por mi padre, pero no es lo mismo guiar una caravana a través del desierto que gobernar un castillo.

-No tenemos ni idea de como se gestiona un reino –aceptó el hombre con la túnica-, después de las hambrunas y las tormentas de magia, lo más parecido a un reino ha sido la caravana. Intentamos asimilarlo tal y como hemos leído.

-Yo también he leído esos libros –Devrik se detuvo bajo la boca del portón- y esto no se parece nada en absoluto. Por alguna razón hecho de menos la marcha en el camino, sin ningún rumbo, con una vida nómada buscando prados ricos en árboles frutales, pastos y con ríos de agua cristalina, la aurora de la mañana dando la bienvenida con un aire cálido matinal. Odio el sedentarismo.

-Sin embargo decidimos quedarnos en este sitio –dijo el hombre más viejo-, luchamos por esta tierra y tu padre murió por ella, aquel alinderiano nos la ofreció. ¿No fue él quién nos dijo que viniéramos aquí? Ahora tienes un pueblo que proteger, que te quiere.

-¡Que le jodan a la polla de ese jodido alinderiano! Lucho por este pueblo simplemente por que me han elegido para estar aquí. De buena gana cogería mi caballo y saldría corriendo.

Devrik se dio cuenta de Cassidir, le señaló con un dedo desafiante nada más sentir su curiosidad, no recordaba haberle visto entrar en la sala del trono, pero allí estaba.

-¿Quién eres y qué quieres? –frunció los ojos queriendo fulminar al mensajero con su mirada.

-Mi nombre es Cassidir de Lenguaquemada –añadió a la conversación el mensajero con aire de superioridad- traigo un mensaje del rey en el trono de Maranar –el hombre tendió el pergamino lacrado a manos de Devrik, el rey de la ciudad de Hemfrest no malgastó su tiempo en cogerlo, continuó su camino hacia el exterior de palacio. El mensajero se apresuró a espaldas de los tres hombres, hizo un ademán para adelantarlos para cortarles el paso, pero el hombre de la túnica puso la mano para impedírselo.

-No me importa lo que diga tu rey, aquí no nos interesa sus palabras.

-Pero estas palabras…

-Sólo es un ataque contra mi humilde ciudad. ¿Quién fue el idiota qué le dio derecho sobre los lindes del desierto? Llevamos casi 10 años aquí asentados. Nadie vino ha ayudarnos. Luchamos por estas tierras contra caciques monstruosos más parecidos a sapos que a hombres. Y nadie vino ha ayudarnos. Hemos sobrevivido y montado esta ciudad con nuestro trabajo, nuestro esfuerzo; yo tiraba de la soga cuando levantamos las piedras sobre nuestras cabezas, quienes alimentaba a los niños, a los pobres, cuando la gente enfermaba era yo quien buscaba hierbas medicinales, el que rescataba libros y preparaba los brebajes necesarios, el que desafió a los monstruos de las tierras para proteger a mi gente, soy yo quien detuvo al ser de la montaña cual mató a varios de mis amigos. Nosotros conseguimos sobrevivir como un pueblo libre contra todas las adversidades –se detuvo a pies de la escalera, su voz se ahogaba entre los ruidos de las calles, el vecindario rebosaba de vida, elevó la voz para hacerse oír-. ¡Y nadie vino a ayudarnos! A cientos de millas, separándonos los lindes de los bosques, las montañas de la mano, pueblos de arcilla, madera y piedra, campos verdes llenos de maíz, trigo y un montón de lameculos dispuestos a bajarse los pantalones o a abrir la boca para chuparle su diminuta polla, dime. ¿Qué quiere vuestro rey?

La conversación había terminado, el mensajero no insistió, su sola presencia anunció las palabras del rey de Maranar, ya conocía la respuesta de Devrik. Al día siguiente montaría sobre su caballo y cabalgaría de nuevo hasta su rey, la respuesta no le agradaría lo más mínimo, entonces las espadas sonarán y los ejércitos reales alzarán sus estandartes contra la ciudad de Hemfrest.

Pero aquello no importaba, la ciudad resistiría.

Alzó la mano para hacer callar a sus dos hombres, ya estaba cansado de tanta palabrería, le gustaba sentir el aire de la mañana, acompañó con sus ojos al mensajero del rey hasta perderlo entre la multitud. Raudo se marchó a los establos, nadie le siguió respetando los deseos internos de su señor, demasiado tiempo a su lado les había enseñado cuando debían dejarle tranquilo, muchas veces los necesitaba desde la muerte de su padre. Ninguno olvidó jamás aquellos días, Hemfrest era un monstruo con forma humanoide, lo encontraron bailando y cantando en mitad del bosque junto a un pequeño séquito, fue el primero en empuñar la espada de plata que ahora adornaba el cinto de Devrik. Al principio fueron las presentaciones, difícilmente confiaron en aquella aberración, pero les compró con alimentos y cobijo cuando la caravana estaba en su peor momento. Agradecidos por las ayudas, Hemfrest habló de su hermano, tomó el poder suficiente para desterrarlo lejos de su pueblo y después condenó a la servidumbre y esclavitud al resto. La guerra que vino después, ellos no estaban preparados para aquella guerra, pero abandonaron su estado nómada para tratar de encontrar una estabilidad en ese pequeño y joven paraíso. Hemfrest murió, al igual que muchos otros, amigos, hermanos, vecinos y padres. Cuando Devrik recordaba la historia, se encontraba vacío, desesperado y supo que nunca mereció la pena.

El hijo de Erlyier ya comenzó a aprender el oficio en los establos, era un joven fuerte, podía cargar gran cantidad de heno con sus brazos desnudos y Devrik supuso que su brazo sería mortífero con una espada en su mano, pocas personas aguantarían el impacto; una vez trató de ofrecerle a su padre un puesto en la guardia de la ciudad para su hijo, el hombre respondió incómodo, es un oficio peligroso y quería demasiado a su descendiente para perderlo y se negó. Siempre obedecía a su padre, el joven se educó bien dentro del ámbito familiar, pero no podría negarse cuando la ciudad corriera peligro, quizás entonces sea el muchacho quién tome la decisión, para Devrik era un hombre muy desperdiciado, llegaría lejos dentro de las milicias. Erlyier estuvo presente en la caravana, nunca ayudo en su defensa excepto al carromato que su bueyes solían tirar, se encerraba como una comadreja dentro de su toldo, con un cuchillo en la mano rezaba abrazado a su esposa para que las bestias no desgarraran la garganta de cada uno de los guardias y llegaran hasta él. En aquella época Devrik solo tenía diez años y no sus manos ya estaban manchadas de sangre.

Su caballo siempre estaba preparado para partir, en el momento que fuera y a donde lo quisiera. No se planteó en ningún momento el peligro al cual podría enfrentarse, si la historia del niño es cierta, en los bosques a los pies de las montañas había un monstruo que ha devorado a dos familias de campesinos de las afueras de las murallas.

Abandonó la ciudad, el camino bifurcaba en adelante hacia el bosque, rumbo al sur, mientras uno de tierra daría un gran rodeo por el exterior de la muralla hasta el camino del templo de Morrhais, no siguió ni uno ni otro, su caballo trotó fuera hacía las montañas, con la verde hierba y flores de pétalos blancos con tonos morados acariciando las patas del caballo, el sonido de la corriente del riachuelo era tranquilo y sereno, los peces saltaban y sus escamas plateadas se doraban con la luz, junto al molino de madera donde revoloteaban los pájaros, el aire se respiraba tranquilo y los sonidos de la ciudad ahora estaban muy lejos. Frecuentaban los conejos asomándose y escondiéndose en la hierba, oliendo con sus diminutos hocicos al extraño jinete paseando por aquellos lares, después corrían huyendo de posibles amenazas de ratas de campo, no frecuentaban mucho, los lugareños las descubrieron tan solo unos días atrás y temían una plaga que pudiera afectar a los campos.

En la ribera del lago de los enamorados, la corteza de los árboles había sido arrancada, podía verse huellas de osos y lobos, apestaba a carne podrida. No muy lejos se situaba la hacienda de los Marsers, el niño describió a su manera los gritos de la noche anterior de la muerte de sus padres, desgarradores y estridentes, el horror y el dolor los transformaba en estertores de muerte. Aunque la distancia era grande entre la hacienda de los Marsers y la del niño, él afirmo que las ventanas de sus vecinos fueron cubiertas con rojo sangre, las luces se apagaron y pudo escuchar a la insólita bestia comer. Su montura relinchó en protesta del camino escogido por su guía y jinete, un terror flotaba en el corazón del bosque, y Devrik comenzaba a creer la historia del niño, el bosque aparentaba abandonado, lúgubre. Mientras el cielo se había encapotado, desde el desierto, una tormenta eléctrica se aproximaba a gran velocidad y pronto el mundo se sumiría en sombras.

La sangre aún estaba pegada en las paredes de madera, un camino pegajoso, cómo un sendero directo al infierno, conducía dando vueltas alrededor de la casa; contra un árbol un cadáver despedazado, completamente esparcido, la cabeza sin carne dejaba ver la calavera envuelta en moscas y algún que otro carroñero picoteando los ojos, el resto del cuerpo apenas se identificaba. Cuando Devrik bajó del caballo, el animal se encabritó y luchó alzándose sobre sus patas traseras, consiguió librarse de las ataduras de su jinete, salió corriendo rápido hacia el castillo, maldijo a todos los dioses y los alinderianos viendo a su caballo abandonarle en mitad de un paisaje hostil. Ciertamente, sintió el temor en su corazón, escalofríos recorrían su piel, sus nervios florecieron, tembló desamparado entre los árboles. Puso su mano sobre la empuñadura y extrajo con cuidado la espada, la espada de plata que nunca mella.

Rastreó el suelo, las huellas no humanas se hundían en la tierra, trataba de imaginar a la criatura descrita entre confusiones e incoherencias por el niño harapiento y sucio. Cuadrúpedo, apariencia de lobo, de la carne salían unas especies de cuernos desde la boca hasta la cola, ojos negros como fosos libres de párpados, en algunas partes no tenía piel; un aspecto horrible y además del tremendo tamaño, creyeron que estaba exagerando, debido a la confusión y el shock de ver como aquella criatura destrozaba a su familia ante sus ojos, pero las huellas no mentían y debía ser muy pesada, debía de ser enorme. Se alejaban a trote entre los árboles rumbo al norte.

Moviéndose sobre las raíces de los árboles podía mantener sus pasos en silencio, agudizaba el oído para no ser sorprendido, pero excepto algún que otro mosquito no había ninguna amenaza. Pinchó el barro con la espada, el suelo era blando y podría arriesgarse a hundirse, los gusanos del desierto amarillo cavaban túneles incluso más allá de los bosques buscando topos para comérselos. Después de montar la empalizada alrededor de la aldea, antes de convertirse en ciudad, varias personas murieron en hoyos donde se situaban bocas de gusanos. Se apresuraron en adoquinar todas las calles para crear una capa de protección dentro de las murallas. Criaturas muy traicioneras, él sería un buen bocado sino anduviera con pies de plomo. Al retirar la espada del barro, la suciedad cayó resbalando por el mineral como si éste lo repeliera, quedó tan limpia como antes de pinchar el suelo. Continuó siguiendo el rastro sin detenerse.

-¿Estás buscando setas? –emergió de las sombras de las raíces y Devrik dio media vuelta levantando la espada por encima de su cabeza, podría ser un enemigo letal, pero mucho antes de aquella esclavitud a los pie de la montaña, ellos dos ya eran amigos. Marius fue un muchacho regordete y achaparrado, tuvo el pelo corto, la piel rosada y unos ojos castaños, recordaban de él a un joven que amaba a su hermano más que su propia vida, lleno de ilusiones y muy agresivo con un arma. Defendió la caravana de muchísimas amenazas, cuando la ciudad prosperó fue el primero en presentarse para proteger la nueva empresa entre sus manos. Aquellos tiempos quedaron muy atrás, la imagen del muchacho marchitó y éste ahora es muy delgado, el pelo largo y grasiento, su forma languideció de manera antinatural, estaba pálido y abandonó a su hermano en la caseta donde descansaban después de las guardias- Creía que los reyes no salían de sus bonitos tronos, sentaban su culo sobre ese pedazo de madera hasta que les engordaba tanto que ya no podían levantarse nunca más.

El rey de la ciudad de Hemfrest sonrió. Guardo la espada en su vaina y caminó hasta Marius.

-¿Y tú? ¿Ahora comes ardillas? –ambos dieron un fuerte abrazo.

Profirió una risa siniestra cual se repitió como un eco entre los árboles.

-Intento cazar campesinos, pero alguien se me ha adelantado –dio un vistazo a su alrededor queriendo encontrar algo.

-La guardia encontró a un niño en harapos, estaba asustado y tenía el rostro manchado de sangre seca. Mendigaba en los portones del sur algo para llevarse a la boca. Lo trajeron a palacio para incorporarlo a una educación que le llevaría a la milicia o a los cultos de las deidades, sin embargo, cuando le preguntaron qué hacía sólo y dónde estaba su familia, la historia salida de sus labios contaba horrores, sangre y muertes –Devirk se agachó para volver a mirar una de las huellas y palparlas con la mano-. Hablo de una enorme bestia que devoró a su familia, después de acabar con sus vecinos.

Marius no se sorprendió ante la historia, puso su mano en su barbilla, pensó detenidamente.

-Ya llevo cuatros años moviéndome por este bosque, nunca he visto nada atacar a los campesinos, excepto mis hermanos y yo.

-Puede haber sido uno de tus hermanos.

-No –atajó Marius-. Todos partieron el año pasado hacia el otro lado del Desierto Amarillo, van en busca de una vieja gloria, pero son cosas que nos atañen a nosotros.

-¿Por qué te quedaste? –el rey miró a su viejo amigo.

-No soy el único, unos cuantos permanecemos en el templo para no perder esta posición, hay muchas familias rivales y aunque esta ciudad no es un punto estratégico, sigue siendo nuestra. Sea quién sea tu monstruo, no tiene nada que ver con nosotros.

El señor de la ciudad rio divertido.

-Sólo estaba poniéndote a prueba. Por la descripción y las huellas, es una bestia cuadrúpeda, gigantesca y nada parecido a un hombre –frunció el ceño, miró a Marius-. Esta ciudad no es vuestra, me pertenece a mí.

-No te enfades conmigo, no me interesa tu ciudad ni por esta maldición caída sobre mis hombros, ni como hombre mortal, y menos a sabiendas de cómo las otras familias se filtran entre tus muros y gobiernan a tus espaldas –negó con la cabeza.

-Menuda cosa, ya he acabado con varios de esos hermanos tuyos. Todo lo que puede moverse, ver, respirar, caminar, también puede morir. Aunque tampoco quiero ser dueño de nada. Muchos días deseo huir.

-Menudo gran defensor de la ciudadela –rió Marius.

-¿Acaso no eras tú quién se encargaría de la seguridad de la ciudad?

Un trueno cruzó el cielo con gran estruendo, ambos miraron arriba asustados.

-Eso ha caído demasiado cerca. No me extrañaría nada que los dioses se hayan enfadado con nosotros –dijo Devrik-. Estoy tan acostumbrado a cargarles todo lo malo que pasa en mi vida.

Marius miró divertido a su amigos.

-Hay demasiadas cosas por las que castigarte, pero creo que se trata de una simple tormenta eléctrica. O quizás no, quizás lo que dijo ese hombre… -no terminó la frase, mantuvo silencio mirando al cielo.

-¿Qué hombre? –preguntó dubitativo el rey de la ciudad.

El sonido fue tan estridente que parecía haber estallado en mil pedazos sus oídos, durante un buen rato estuvieron sordos vigilando a todas partes, espalda contra espalda controlaron toda la zona. Caían más rayos, pero lo hacían demasiado cerca. Devrik temió ser sorprendido por el monstruo que venía a cazar, paseó su mirada a un lado y al otro, ni rastro de la criatura, sin embargo otro estallido sonó con más fuerza. De cada rama, tronco y hoja emergían rayos como extensiones del bosque chocando contra el suelo, un árbol explotó en llama y madera a muchos pasos. Ambos sacaron las espadas, aunque no fueron conscientes de ello. El espectáculo mejoró, los rayos cesaron en gran parte y comenzó una lluvia de fuego, hojas quemadas desde la copa de los árboles hasta las flores a pies de tronco. Un apocalipsis nacía para tragarse el mundo.

-Una tormenta eléctrica demasiado antinatural –dijo Marius.

-Estás seguro de que ninguno de los tuyos está relacionado con esto –Devrik zarandeaba la espada de plata delante suya creyendo ver enemigos invisibles.

Una bestia de casi dos metros saltó por encima de ellos. Ambos cayeron de espaldas sin poder reaccionar a tiempo, aquella monstruosidad cuadrúpeda no pretendía herirles, en vez de ellos corría huyendo de algo. De qué. En menos de un segundo se había perdido entre las llamas.

-Esa cosa podía habernos matado en un momento –objetó Devrik. De un salto posó sus pies sobre el suelo y ayudó a su compañero a levantarse, tenía una herida muy profunda en la pierna, alcanzó el hueso y la musculatura se abría como un papel mojado-. Podrás cicatrizarlo pronto.

Marius respiraba agitadamente, cojeó un par de veces cuando trataba de andar, agarrado del hombro de Devrik, lo miró asustado.

-Llevo casi dos días sin comer nada, tengo tanto poder para regenerar mis heridas como tú alas para volar. Maldición, ni siquiera he traído un maldito caballo –después sus piernas fallaron y quedó en el suelo, el rey de la ciudad agachado puso su mano, a modo de almohada, tras la cabeza de su compañero. Marius miró fijamente a los ojos de Devrik-. Escúchame bien. No he venido aquí a cazar como dije, te he mentido… -rio- era una broma.

-¿Qué importa eso? –tiró fuerte de Marius para levantarlo sin conseguirlo.

-¡Escúchame, maldito seas! Olí tu olor desde el templo y vine a buscarte, anoche, un hombre vestía de manera muy extraña. Portaba una piedra muy rara. Jajaja. Todo él era raro.

-¿De qué estás hablando?

-Mencionó algo de un fin del mundo o algo así, quería hablar conmigo… y contigo –Marius empujó a su amigo hasta ponerlo de pie con su sola fuerza-. Ve al templo y habla con él, algo se avecina. Y si no lo entiendes mira alrededor. ¡Mira!

La lluvia de fuego provocó incendios, estos se propagaban y pronto estarían rodeados por un mar de fuego insalvable.

-¿Y tú qué? –grito Devrik con odio en sus palabras.

-No te preocupes por mí, ya me las apañaré. No es la peor situación de la cual he salido. ¡Corre, corre! –gritó con rabia y no paró hasta que el rey de la ciudad de Hemfrest desapareció de su vista. Otra mentira. Llevaba más de dos días sin comer, no tenía fuerzas ni para levantarse. Poco a poco las llamas le consumieron al igual que el bosque se convirtió en columnas de fuego ascendentes al cielo.

 

A las afueras del bosque, el rey se dio un respiro para contemplar el infierno a sus espaldas, el cielo estaba negro a pesar de ser mediodía. Relámpagos jugueteaban por toda la cúpula celestial, como niños tratándose de atrapar unos a otros. Los fuegos consumían los prados, las aguas se evaporaban, los animales morían y el Desierto Amarillo, empujado por la fuerza del viento, se replegaba sobre si mismo. Tornados invadían el horizonte y una extraña lluvia negra caía a tierra. La belleza se tornaba tristeza. Desde la ciudadela llegaban gritos de horror, no le extrañaba en absoluto que todo el mundo tuviera miedo. El propio Devrik estaba asustado y temblaba de pies a cabeza. Continuó corriendo, deseando volver al palacio a refugiarse, pero no, debía ir al templo y si Marius decía la verdad, aquel hombre insólito del que hablaba podría tener respuestas. Aunque aún no conocía las preguntas exactamente. Otro rayo apenas a unos metros de él, sintió el calor y cuando el sonido alcanzó a la luz, Devrik fue obligado a postrarse sobre sus rodillas. Debía de ser fuerte y avanzar.

De repente el silencio. Volvió a mirar atrás contemplando el fin de toda existencia, como un telón cubriendo el horizonte. Un rayo atravesó de Norte a Sur y una enorme figura se reflejó en la iluminación, tan descomunal que las montañas parecían simples niños. Su sola visión deformó la cara del rey, cual no creía a sus ojos, pero estaba allí y caminaba hacia él muy despacio.

 

Robert Arthur Slamer
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