EL COYOTE Y EL CORRECAMINOS
- publicado el 13/11/2008
-
DESPEDIDA
Hacia frío en aquella mañana de un lunes de diciembre. Apenas eran las nueve y la estación de autobuses de la ciudad norteña estaba repleta de gente que iba y venía. Me subí más el cuello del abrigo, pero nada me podía quitar la sensación de frío, de soledad y abandono. Apenas hacía media hora que había dejado atrás a la persona más importante de mi vida, y en mi interior sabía que nunca la volvería a ver, por más que nos hubiésemos hecho promesas de más viajes, de una vida juntos y miles de cosas que yo sabía imposibles. Pero el ser humano tiene mucha facilidad para engañarse a sí mismo y yo no era ninguna excepción.
Cada cinco minutos verificaba la hora en mi reloj; aunque sabía que ello no haría que el tiempo se apresurase. Pero ahora que le había dejado a él en una avenida arbolada, con el viento y la ligera lluvia como testigo de nuestra despedida, quería irme cuanto antes. Era como prolongar la agonía de un condenado a muerte. Cuanto antes, mejor.
Cuando por fin me senté en el autobús y el conductor emprendió con maniobras lentas y seguras la salida de la estación y de la ciudad, no quise mirar por la ventana. ¿Para qué? Cada edificio, cada calle de las que había visto con él apenas hacía veinticuatro horas se me clavaban en el alma y me hacían sentir más sola. Llovía con ese ritmo perezoso que solo se da en el norte, y quizá para retrasar la sensación de abandono, le llamé por teléfono. No me resultaba fácil hacer algo tan familiar como llamarle. Cada vez que descolgaba el teléfono y marcaba su número me daba la sensación de estar irrumpiendo en un área privada, de molestarle, de robarle un trozo de vida propia. No sé por qué tenía esta sensación; quizá porque al teléfono su voz se hacía distante, siempre impaciente, como si tuviese muchas cosas qué hacer y yo le estuviese robando tiempo.
La llamada, como siempre, duró poco, y no precisamente por decisión mía, sino que mi voz parecía quemarle la oreja y a mi me dolía tanto su voz distante que no deseaba prolongar la agonía. La primera hora de viaje fue monótona y aburrida, con la lluvia golpeteando el cristal de mi ventana y el autobús deslizándose por la carretera mojada. A lo lejos divisaba las montanas, las casas dispersas y alejadas las unas de las otras, y de vez en cuando algún pueblo que se escondía entre la bruma. Había mucho tráfico a aquella hora temprana, gente que iba a sus obligaciones, a ganarse la vida, a reunirse con algún ser querido…gente que vivía, en suma. Era bastante más de lo que yo hacía.
El hombre que se había sentado a mi lado era callado y silencioso. Me había saludado al entrar en el autobús y cuando se bajó en la primera ciudad en la que nos detuvimos me dijo adiós de manera cortés. En contrapartida, en la parte trasera iba sentado un hombre de negocios que no dejó un momento de llamar por teléfono. Aún sin querer me enteré de todos sus negocios y de que viajaba al aeropuerto más cercano para tomar un avión que le llevaría a Roma, donde tenía audiencia con el Santo Padre. No se si pensaba impresionar a todos los pasajeros con esta información; el hecho es que a mi me dejó indiferente.
Saqué de mi bolso el libro electrónico e intenté leer un poco. Me costaba mucho concentrarme, pero la lectura siempre había sido una de mis fuentes de evasión y me había ayudado a salir de muchos momentos difíciles de mi vida. Confiaba en que ahora me siguiese ayudando. Estaba empezando a leer un ensayo sobre Victoria de Inglaterra cuando se sentó a mi lado un chico joven. Ni me fijé en él, excepto para corresponder a su saludo educado. Sacó su ordenador y lo abrió; pero a los pocos minutos sentí su mirada fija en mí. Era esa sensación entre molesta y curiosa de tener a alguien pendiente de nuestros movimientos. No sabía qué hacer, así que opté por fingir que no me había dado cuenta. Pero me habló.
-Perdona-me dijo, tuteándome, aunque me imaginé que tenía edad suficiente para ser su madre. ¿Eso es un libro electrónico?
-Si-le respondí, un tanto extrañada. Le miré por primera vez a los ojos. Eran verdes, brillantes y orlados de espesas pestañas. Era muy joven, le calculé menos de veinticinco años; con el pelo rubio oscuro y rizado, y una barba poblada. Me había fijado cuando se sentó mi lado de que era alto y con aspecto de deportista.
Pero nada de eso me llamaba la atención, solo sus ojos. No podía apartar los míos de su mirada. Eran los ojos de mi hijo muerto, de aquel hijo que había perdido y que era un enorme vacío en mi corazón; un vacío que nunca se llenaría.
Me tomo el lujo de sugerirle a la autora una banda sonora para el relato: http://www.youtube.com/watch?v=imbwn6iVryQ
Estaba escuchando esa canción mientras lo leía y me ha parecido que no desentonaba del todo.
En cuanto al relato en sí, me ha sorprendido su crudeza. Creo que transmite de forma sencilla, efectiva y directa el sentimiento profundo de desolación y soledad de la protagonista.