Aurelio el avaro

Todo el mundo en la oficina recuerda perfectamente a Aurelio. ¿Quién no se ha fijado nunca en el antiguo jefe, el anciano más avaro y agarrado que jamás ha existido en la Tierra?

Recuerdo la primera vez que le vi: vestía un traje gastado, con unas coderas más gastadas aun que el propio traje. Sus zapatos tenían agujeros. No llevaba ni reloj ni anillos.

En fin, al principio pensé que se trataba de un bedel, pero pronto me di cuenta de que era el jefe. Por supuesto que me dije que no podía ser, que un jefe de este tipo de empresas tiene que ser tremendamente rico; pero sus ropas gritaban todo lo contrario.

Según iban pasando los días me di cuenta de que era el anciano más avaro del mundo. Si en el baño te dejabas el grifo goteando te amonestaba quitándote diez euros del sueldo. Si te dejabas la luz encendida te amenazaba con que ibas a pagar el recibo entero. Incluso una vez me regañó como a un crio por dejarme un bocadillo a medias y tirarlo a la basura.

El tío era tan avaro que se permitía el lujo de regañarnos por “despilfarrar” el dinero. Un dinero que lo ganábamos en su propio departamento con nuestro sudor y esfuerzo.

Según fui trabajando en la empresa, me di cuenta de que todo el mundo le odiaba por su avaricia y sus regañinas. Era realmente desesperante que un hombre tan cegado en el ahorro te echara la bronca por tus despilfarros. Ni que mi dinero fuera suyo.

Cierto día un compañero de trabajo y yo decidimos seguir a Aurelio. Nadie sabía en que se gastaba su dinero, pues estaba claro que con su sueldo podía vivir de unos lujos extraordinarios.

Para desgracia nuestra, Aurelio no tenía coche, ni tomaba el metro ni el autobús. Desde la oficina a su casa había tres horas de viaje caminando, y el tío era tan avaro que prefería ir andando antes que gastarse dinero en transportes.

Sudorosos llegamos a su casa, dentro de un barrio pobre. Cada vez estábamos más perplejos. ¿Dónde derrochaba Aurelio su dinero si no era ni en coches, ni en Rolex, ni en un piso lujoso?

No se había percatado de que le seguíamos por las calles de Madrid. Era bien entrada la hora de la cena. Aurelio salió de su casa pocos minutos después de haber entrado y se dirigió a un bar, pero en vez de entrar, abrió los cubos de la basura y empezó a sacar restos de comida.

Mi compañero y yo nos miramos con los ojos desorbitados. ¿Cómo un hombre de su altura, un jefe de una empresa importante, podía “cenar” sobras de comida?

Boquiabiertos vimos como entró en su casa. Decidimos llamar a la puerta para ver la casa por dentro. Aurelio nos abrió con una sonrisa muy cálida, pero no nos invitó a pasar. Aún así mi compañero y yo vimos por encima de su hombro que la casa sólo tenía un “mueble”, si es que se podía llamar así, pues se trataba de un cartón en el suelo con un cojín desgastadísimo. Incrédulos cogimos un taxi y nos fuimos a casa. La avaricia de Aurelio era inmensa, desmesurada.

Al día siguiente comentamos la situación en el trabajo, a espaldas de Aurelio. Muy pocos se lo creyeron. Era imposible que una persona rica viviera como un pobre. Algunos del departamento decidieron seguirle los fines de semana, para encontrar sus vicios, pero fue en vano.

Meses después, Aurelio anunció que tenía cáncer y que se moriría en pocos días. Tal vez semanas. Nuestra sorpresa no fue de “oh, pobrecito”, sino de “¿si se está muriendo, porque no despilfarra su dinero?”.

Nadie volvió a saber de Aurelio después de que nos dijera que se iba a morir. Supusimos que había comprado un vuelo al Caribe o a alguna isla o país exótico a vivir sus últimos días de vida.

Pronto supimos que no. La hermana de Aurelio vino una semana después a la oficina. Nos dijo entre lágrimas y sollozos que había muerto dos noches atrás por cáncer y que por favor fuéramos al entierro.

A regañadientes accedimos, más bien obligados por el nuevo jefe. Nadie quería ir al entierro de un avaricioso, pero no nos quedaba otra.

En el entierro vimos un grupo de más de cien niños junto con cinco mujeres. Las mujeres lloraban a moco tendido, y algunos niños también. Nadie de la empresa derramó una lágrima.

No pude silenciar mi duda, por lo que le pregunte a una de las mujeres porque lloraban su muerte y que hacían tantos niños en el entierro. Me respondió que Aurelio había apadrinado a ciento veinte huérfanos en varios orfanatos de Madrid.

Me quedé boquiabierto. Siempre pensamos que Aurelio era un ser despreciable. Un avaro. Y resultó ser una gran persona. Todos aprendimos la lección de “las apariencias engañan”, y en la empresa decidimos apadrinar a los chavales que habían perdido a su apadrinador.

Autor: Germán Pérez Campo, 11 de Agosto del 2008

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5 Comentarios

  1. Lascivo dice:

    Creo que el género Parábola se ajusta a la perfección.

  2. champinon dice:

    Parábola: Dicese de aquel movimiento enque en primera instancia se eleva o disminuye para, a partir de la mitad (en caso de ser fuerzas constantes) invertir el tipo de movimiento creando una estela «parabolica»

    Tambien dicen que es la forma aplatanada y tambien eso de las fabulas pero con personas, no?

    Info sacada del RADLJC

  3. Lascivo dice:

    Entonces la antena parabólica es igual que la antena fabulosa pero con personas, no?

  4. champinon dice:

    la antena parabolica es como la de los animales pero ademas tira piedras y come rayos,…

    Claro, como la fabulosa,…

  5. champinon dice:

    Cambiando de tema y ahora un poco mas serios:

    Una parábola es un relato con personas y con un fin de moraleja, (yo no lo sabia)

    Hablando de prejuicios,… mejor no hablo porque no lo soporto, es un tema que me pone nerviosos, pero este es un relato k ace pensar y que creo k merece la pena leer…

    Gracias! xD

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