El Rayo

Soy en las nubes presencia que el viento convoca. De las manos de un dios rubio fui la extensión que destrozó vastos hielos, árboles robustos, incendió bosques y mató animales de todos los tipos y tamaños. La sed de destrucción de aquél dios era casi tan grande como el miedo y bronca hacia su escurridizo hermano. Ocupaban todo el firmamento con sus persecuciones. Cuando esas contiendas juveniles llegaban a oídos del padre, éste enarcaba las pobladas cejas pero los dejaba estar, por no interrumpir el desarrollo de sus hijos, en todo caso, los juguetes destruidos no tenían la más mínima importancia.

Esos dioses murieron. El cielo quedó vacío por un momento para luego dar luz a un dios solitario y violento que impartía castigos sin modificar el rostro. Abajo, entre los árboles, uno de los animales agarró el pedazo incendiado de un tronco caído y lo llevó a su horda donde lo recibieron dando saltos y gritos. A partir de ese momento la oscuridad comenzó llenarse de puntos de luz.

Con su presencia y una mirada que escrutaba todos los rincones en busca de víctimas, el mundo se convirtió en un lugar sangriento. De arma juvenil pasé a ser castigo de la furia divina. Sin embargo, seguían creciendo pueblos oscuros bajo este dios obsesivo cuyo símbolo era una paloma blanca.

Un hombre elevó un artilugio acercándolo a las nubes, un ínfimo y ligero objeto, diminuta forma aérea a la que asesté un golpe mortal. Caí en su trampa. Desde entonces la oscuridad solo se podía encontrar en el corazón de los hombres, pues el mundo se llenó de luz. Ese hombre la atrapó en un frasco incandescente y lo colgó en los techos de sus casas, a lo largo de las travesías, incluso se veían puntos de luz sobre el mar, dentro de las frágiles naves solitarias. Todo mi poder domesticado en un tubo ridículo! Fue grande la humillación. Esos hombres ahora se ufanaban, y la algarabía se hizo tanta que comenzaron a burlar al solitario y obsesivo dios del ojo.

El tubo iridiscente se convirtió en el dios que infundió a esos hombres de arrogancia, al punto que se están quedando sin nada más que destruir en su nombre. Al igual que sus dioses, los hijos humanos desatan una ira irracional, ésta vez contra la naturaleza. Hijos de padres violentos, ya se sabe.

Vuelvo a la cita. El viento recorre sin obstáculos el mundo, el mar barre con sus olas costas vacías, las plantas florecen y renacen los dioses, pero ya no hay nadie que los tema y el firmamento es, de nuevo, patio de juegos y persecuciones. Como sus bombillas incandescentes, hace mucho que el hombre se apagó, para siempre.

Javier Revolo
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2 Comentarios

  1. sibisse12 dice:

    Quizás ya no se tema a nada o a nadie y sólo hay que mirar a nuestro alrededor para ver la naturaleza ya no es igual. Me ha resultado entretenido y curiosa la forma de dar vida al rayo 🙂

  2. Hola Sibisse;
    Todo cambia. La naturaleza -incluso sin nuestra intervencion- destruye y arrasa… cambia. Lo malo -lo que nos hace danyo- es el cambio que hacemos en contra de nosotros -en sentido muy amplio de «nosotros»-, pues, por culpa de un punyado de «los nuestros» terminaremos todos en la ruina, lo cual deberia ser de algun modo detenido, limitado.
    Un abrazo

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