En Vías de Putrefacción #7
- publicado el 02/09/2008
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El juicio
– La quise tanto como se puede querer a una mujer – respondió con su marcado acento del Este -, pero menos que a un perro.
Si le hubieran dejado fumar en la sala, aquél hubiera sido el momento de exhalar una enorme nube de humo. No le habían dejado pero, igualmente, el ambiente se densificó por el gas imaginario.
La abogado le miró con desprecio, pero no pudo aguantarle el reto cuando él le devolvió la mirada, y volvió a dirigirla hacia los papeles que tenía en la mano.
– Repito la pregunta – retomó después de un descanso – : ¿qué explicación tiene para que le encontraran con el cuerpo de la víctima entre sus brazos, empapado en sangre y con el arma aún humeante en la mano?
Sus ojos tenían el iris pálido, pero su mirada era oscura, ausente de arrepentimiento.
– Su piel era tan suave – las eses resbalaron entre sus labios y en su boca se dibujó lo más parecido a una sonrisa, al alzársele la comisura derecha. Después, cerró los ojos y respiró profundamente. Guardó silencio.
– Creo que el acusado puede retirarse – afirmó la letrada al ver que se negaba a responder. Había tantas pruebas en su contra que el juicio era pura interpretación.
El abogado defensor no opuso ninguna resistencia, tan interesado en acabar la farsa como su contrincante. El pelo rapado con corte militar, la mandíbula cuadrada y los pómulos marcados revelaban que compartía origen con el acusado. Y su tranquilidad denotaba que su interés en el juicio consistía sólo en la pantomima.
El acusado abrió los ojos y se dispuso a levantarse, sin esperar la confirmación del juez.
– Sólo una pregunta más – interrumpió la abogado, cargada de pronto de todo el coraje que le había faltado momentos antes – : La víctima apareció desnuda, con moratones por todo su cuerpo y con sangre bajo las uñas; sin embargo, no había rastro de haber sido forzada sexualmente. Los cortes que presentaba usted eran limpios, y no presentaba otros signos de violencia… ¿A quién está encubriendo?
La mirada del hombre se clavó violentamente en la de la letrada y ella pensó que el tiempo era eterno, pero esta vez la sostuvo sin achantarse. Cuando sus pupilas comenzaron a temblar y estuvo a punto de rendirse, él retiró sus ojos, pero no los bajó. Paseó su mirada por toda la sala y fue a pararse un instante en un hombre en la segunda fila del público asistente. Vestía un traje azul oscuro, con raya diplomática gris, todo en lana fría de la mejor calidad. Tenía el pelo entrecano, pero la piel de su cara era artificialmente tersa, dejando entrever todos los huesos de su calavera. Sólo un moratón debajo del ojo izquierdo, aunque bien oculto por el maquillaje, rompía la perfección eslava de su rostro. Confianza y tranquilidad, con una sonrisa leve pero reveladora.
– ¿Fue él? – preguntó ella, señalando al hombre del traje con un dedo acusador.
– Era su última pregunta – respondió desde el estrado, respondiendo a su exaltación con tranquilidad.
– ¡Contésteme! – gritó.
– La quise tanto como se puede querer a una mujer, pero menos que a un perro – fue la contestación que obtuvo, pero pudo ver que en sus ojos habría podido brotar una lágrima si sus emociones no se ocultaran detrás de una máscara.
El juez le dio permiso para retirarse y él lo hizo. Durante un instante se miró las manos y la sonrisa se le borró del rostro. La amó, la salvó y la mató. Después, otra vez, la sonrisa parcial, falsa, esquiliana, se apoderó de su boca, y salió de la sala a zancadas largas y elegantes, escoltado por dos policías.
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