Por la mano del hombre

Por la mano del hombre

 

Sorprendido, el hombre se detuvo en uno de los puestos del mercado donde vendían libros viejos y antiguas colecciones de cómics y revistas de macabra índole. Lo había visto por casualidad; casi pasa de largo sin darse cuenta de aquel tesoro, parcialmente oculto entre varios tomos de cocina y una recopilación de relatos de Arthur Machen. Cogió el volumen con esmero, aprestándolo entre las manos con la reconocible veneración de un coleccionista. Siempre había creído que ese libro era ficticio, parte del guion de la película de John Carpenter con el mismo nombre; pero ahí estaba la novela: “En la boca del miedo”, de Sutter Crane.

En un rápido vistazo, el hombre comprobó contrariado que al libro le faltaba la última página; además, estaba deteriorado por haber sido expuesto durante largo tiempo a la intemperie. A pesar de todo ello sonrió. Se lo llevaría sin duda alguna; era una auténtica joya.

Como era habitual en él, preguntó con ensayada indiferencia por el precio de la novela. Una auténtica ganga, como esperaba. Estaba claro que el comerciante no sabía lo que vendía. Era algo que solía ocurrir. Pagó y se marchó del lugar, dispuesto a disfrutar de su compra en el primer banco que encontrase.

Sutter Crane… Lo cierto es que no conocía el nombre del autor en absoluto más allá del personaje de la película; tampoco lo recordaba como uno de los autores que habían continuado la obra del escritor de Providence, como Clark Ashton Smith o August Derleth. El libro en sí era curioso, sin prólogo o notas como introducción a la novela. Por un momento pensó que se podría tratar de la típica adaptación chapucera de una película, pero cuando comenzó a leer se dio cuenta de que era otra cosa muy distinta. Y desagradable.

Ya en las primeras páginas reconoció personajes y situaciones que aparecían en la película: la zona de Nueva Inglaterra, el pueblo de Hobb´s End, el personaje de John Trent… Todo ello se mezclaba en una historia tan distinta como siniestra. El hombre no sabía si ese desasosiego que comenzaba a sentir era producto de las truculentas descripciones del libro o del particular estilo con el que estaba escrito.

Conforme avanzaba en la lectura, ya sin poder evitarlo, el hombre quiso creer que entre las líneas de la novela había algo más. Algo parecido a unas instrucciones, como si algo o alguien le susurrase cosas al oído. Levantó la vista sin encontrar a nadie alrededor suyo; aun así, esas voces que sentía dentro de su cabeza debían de salir de algún sitio. Llegado un momento ya no pudo detenerse. Los escalofriantes episodios se sucedían sin tregua. Cada palabra se unía a la siguiente formando una aberración tras otra, relatando a su vez algo parecido a una revelación. Ese libro le enseñaba cosas. La realidad comenzó a desdibujarse bajo la abominable prosa que impregnaba cada página del libro, y el hombre se vio arrastrado sin remedio por el inenarrable espanto que anidaba en aquellas hojas.

En una última mirada de desesperación, ya con la consciencia empañada por el hálito de la locura y el horror, el hombre levantó la vista para contemplar una visión en verdad dantesca: de los destrozados edificios rezumaba y caía a chorros una secreción negra y viscosa. Un viento aullador se paseaba entre los recovecos y las ruinas de un mundo destruido, arrasado. Sobre su cabeza, un sol muerto como ojo de cadáver iluminaba con fríos tonos azur un cielo apagado, sombrío como sudario de una tierra yerma, marchita. Extrañas criaturas, deformadas por la pesadilla de un demente, se arrastraban por las calles alargando sus tentáculos en serviles propósitos hacia un monolito en donde se hallaba representada una monstruosa deidad, cuya forma y detalles se encontraban más allá de toda descripción posible.

El hombre regresó a su lectura, el rostro deformado por el éxtasis de haber contemplado aquel atisbo de maldad. La auténtica y primigenia maldad que ahora comenzaba a asomarse al mundo.

Los últimos resquicios de humanidad de aquel hombre se perdieron al terminar de leer la última página.

Con alucinada mirada y errático paso se dirigió hacia una tienda de útiles y herramientas. Estaba a rebosar de clientes; sabía lo que debía hacer, hacia dónde debía llegar. Las instrucciones eran claras. Y precisas. Cogió un gran hacha del estante. La más grande de todas.

Y fue entonces cuando comenzó a cumplir las instrucciones…

 

La sala era amplia y rectangular, dedicada a uno de los antiguos ídolos de los hombres. La muchedumbre se agrupaba en torno a unos cuantos bidones dispersos, buscando el calor de sus llamas. Un anciano que se erguía tras un altar roto entonaba con tristes palabras una narración, la misma que llevaba contando desde un tiempo ya difícil de recordar. Todo el mundo escuchaba con atención las palabras, que apenas lograban imponerse ante las toses y lamentos de los enfermos que yacían desparramados por el suelo.

Un hombre joven atendía la oratoria con especial interés. Siempre lo hacía.

–… Una noche más, mientras queden seres humanos en el mundo para escuchar, recordamos los infames episodios que nos llevaron hasta nuestra trágica condición actual. Porque no podemos olvidar.

–No podemos olvidar –repitieron todos a la vez en monocorde letanía.

–No, hermanos… No hemos de olvidar que ignoramos las señales, que nos reímos de la amenaza que cayó sobre todos nosotros.

»Ahora no somos más que un débil latido a punto de detenerse, un último aliento que se resiste a ser exhalado. Por ello recordamos una noche más, si con ello fuera posible que entre las amargas palabras pudiera alguien encontrar la solución a nuestro implacable destino. Por ello volvemos a contar la historia del Carcelero, aquel que liberó todo el mal que ahora gobierna estas tierras.

»Todo comenzó cuando…

El hombre joven se impacientó, se sabía de memoria aquella parte. Como el anciano apuntaba, todo comenzó con un tal Lovecraft. H. P. Lovecraft. Todos los amantes de lo macabro se asombraron por el increíble universo que había llegado a imaginar aquel oriundo de Providence. Aunque imaginar no era la palabra adecuada, pues sin saber cómo, aquel escritor llegó a ser consciente de algún modo de mundos y realidades que estaban más allá de la imaginación y comprensión humanas.

Deidades arcaicas conocidas como los Primigenios. Aterradoras criaturas venidas allende los confines del espacio. Nebulosas y constelaciones desconocidas para los hombres, en cuyas abisales profundidades orbitaban horrores indescriptibles. Espantos que se ocultaban en las profundidades de la tierra, dispuestos a encontrar el camino que les permitiera volver a erigirse sobre la humanidad.

No eran simples relatos, se trataba de la devastadora realidad que acechaba en las engañosas sombras de aquella supuesta ficción literaria.

Sin embargo, Lovecraft no fue el único. Le siguieron más nombres, más obras que pasaron por la civilización como simple y macabra ficción. El último apóstol fue Carpenter, en cuya obra “En la boca del miedo” dejaba patente que el fin de los días del hombre estaba cerca. Pero nadie, ni siquiera él mismo, llegó a imaginar que no todo era pura inventiva.

Entonces apareció el Carcelero, y el caos fue liberado.

Esta era la parte que más le interesaba al hombre. De algún modo intuía que la clave del enigma se encontraba en las siguientes palabras que iba a pronunciar el anciano orador.

–… y los Primigenios encontraron al Carcelero y le mostraron su saber en las páginas malditas, y así fue como liberó su ira, vertiendo la sangre de inocentes. Fue conducido por sus crímenes a la oscura prisión en donde yacían otros como él, y fue allí donde halló el portal que esperaba ser abierto.  Al otro lado aguardaban todos los dioses y criaturas que ahora emponzoñan nuestros cielos, nuestra tierra… El Carcelero usó la llave de plata, liberándolos y condenando de este modo a la humanidad, aunque no pudo soltar a La Bestia, que aún dormita entre desconocidos soles.

»Cuantioso saber se ha perdido con el paso de los años, y son ya muy pocos los que vieron con sus propios ojos lo que sucedió en aquellos tiempos. Nuestras esperanzas se desvanecen con el paso de los días, el futuro se desdibuja en el horizonte. No nos queda sino sobrevivir.

»Por ello hemos de recordar.

–Por ello hemos de recordar –repitieron todos con voz contrita.

–Ahora volved a vuestros escondrijos –aconsejó el anciano a modo de despedida–, y guardaos de aquello que acecha en la oscuridad. Quedamos pocos, no lo olvidéis… sed precavidos.

La gente se dispersó entre las ruinas como alimañas en busca de cobijo. El anciano fue ayudado por dos asistentes, desapareciendo tras una oscura cavidad. Tras repasar mentalmente lo que acababa de escuchar, el hombre se deslizó con la pericia de un ladrón hacia su cubil, sito entre lo que quedaba de un antiguo hospital medio derruido.

Una vez bajo la seguridad de su morada, el hombre sacó todos los documentos y enseres que había ido acumulando sobre el Carcelero: notas que él mismo había ido confeccionando, mapas, un par de libros sobre los mitos de Cthulhu, una vieja cinta VHS de la película de Carpenter… Había aprendido a leer gracias a uno de los ancianos. Siempre escogían a unos cuantos jóvenes para enseñarles a entender el viejo mundo; quizá alguno de ellos pudiera encontrar una respuesta y conducirlos a un mundo mejor.

Escogió una revista de cine en donde comentaban la película, al mismo tiempo que tomaba un mapa descolorido de la costa este americana. Tras cotejar los distintos datos de que disponía, el hombre había llegado a una conclusión sobre la ubicación de la ciudad donde había comenzado todo. Sospechaba que se encontraba en una zona llamada Nueva Inglaterra, la cual se hallaba a unas cuatrocientas millas de allí. Todas las pistas que había ido recolectando lo señalaban como algo más que posible. Si hubiera podido ver la película las cosas podrían haber sido más fáciles, pero eso ya no era posible en el mundo actual, y no conocía a nadie que la hubiera visto. Eran tan pocos ya…

Tras meditarlo un momento, el hombre decidió que partiría hacia esa zona, en busca del  sanatorio mental que había sido el punto de partida de todo aquel infortunio. Iría solo, pues escasa ayuda podría recibir de los famélicos y andrajosos compañeros que tenía; además, no serían más que un continuo estorbo. Seleccionó a conciencia todas las cosas que se llevaría consigo y después procuró ir a descansar pronto.

Salió de entre las ruinas del hospital iluminado por la escabrosa luz que ahora conocía el hombre como amanecer. Parapetado entre los recovecos de los distintos edificios, el hombre avanzó durante un tiempo a ciegas, incapaz de reconocer el terreno que le mostraba el mapa. Empleó casi todo el día en salir de la ciudad y encontrar la interestatal. Le pareció el camino más directo y seguro. Nunca se había adentrado tan lejos en las tierras baldías, pero lo que encontró no se diferenció demasiado de lo que él ya conocía: silencio. Vacío. Muerte. Las cenizas creando remolinos espectrales, barriendo la destrozada autopista en continuas oleadas, llevando consigo el ulular de un viento que relataba a los oídos del hombre todas las miserias de aquellos tiempos.

De vez en cuando aparecía una de esas gigantescas criaturas que dominaban los negros cielos, entonces el hombre corría a ocultarse en alguno de los numerosos vehículos oxidados que encontraba a su paso.

A lo lejos pudo ver las enormes montañas. Sabía que esas montañas se habían levantado usando los huesos y la carne de los hombres como argamasa. Era allí donde vivían las abominaciones. Estaba demasiado cerca, debía tener cuidado.

Los días pasaron. El hombre se refugiaba para descansar en devastadas casas de campo o cabinas de camión, según el caso. Llegado un momento decidió seguir un sendero que discurría en paralelo a la autopista; le pareció más seguro. Aprovechó los bosques muertos para pasar desapercibido y se apartó de las distintas poblaciones, pues no estaba seguro de lo que podría encontrar en ellas. Llegado un momento tuvo que bordear un gran lago, en cuya caliginosa superficie se hallaban atrapados varios barcos herrumbrosos.

El hombre se alimentó con cuidado, administrando juiciosamente las escasas y preciadas provisiones, y bebió en los charcos que presentaban mejor aspecto, tal y como le habían enseñado.

La marcha era lenta, precavida, y con no pocos momentos de temor e incertidumbre. Pasaron varios meses antes de que llegara a los aledaños de su destino.

Se adentró en la ciudad no sin aprensión. Allí había comenzado todo, por lo que la devastación era total. Sabía por los ancianos que el sanatorio mental era un edificio grande y antiguo. Llevaba consigo un dibujo que procuraba representarlo. La ciudad no era demasiado grande, y el sanatorio parecía fácilmente identificable, pero a pesar de ello le costó dos días encontrarlo.

Sorprendentemente, la fachada del edificio aún se mantenía en pie. Era como uno de esos antiguos templos. El interior se encontraba en peor estado, aunque no era nada que no hubiera hecho el mero paso del tiempo; parecía simplemente abandonado. Tras sortear varias salas bajó hasta las celdas de los reclusos. Estaban todas abiertas. Se detuvo delante de una de las puertas. En una inscripción pudo leer: “Paciente John Trent”. El hombre se mojó los labios. Atravesó el umbral… Dentro pudo ver innumerables frases escritas en un desconocido idioma repartidas por las paredes y el suelo. También halló varios dibujos de un estilo y diseño ciertamente siniestro. Tropezó con algo: era un cadáver momificado, el de John Trent. Su mano aún agarrotada portaba una sucia llave de complejo diseño, señalando hacia la boca de un túnel, de la cual salía expelido un acusado y frío hálito.

El hombre sintió que el corazón se le aceleraba mientras cogía la llave y se la colgaba del cuello. Estaba cerca de algo, pero ¿de qué exactamente?

Se adentró en la negrura casi sin pensar. Comprobó que los pies le resbalaban, pues el piso estaba cubierto por una sustancia indefinida, de pútrido olor. No se molestó en detenerse para examinarla.

Pasó un tiempo indefinido hasta que logró atravesar el túnel. Fue como adentrarse en otro mundo. Lo primero que se encontró fue un oxidado cartel anunciando la proximidad de Hobb´s End. Ese nombre…

El pueblo estaba vacío, desolado, la inmundicia y la cochambre repartida por sus calles como légamo de olvido. Recorrió despacio el pueblo pero no encontró nada digno de mención. Fue al descubrir la gran iglesia bizantina cuando el hombre supo que debía dirigirse hacia allí. El cielo, perpetuado en un eterno crepúsculo, dejaba entrever varios surcos rojizos, como si fuera una herida causada por una monumental zarpa.

Atravesó el templo, que estaba flanqueado por varias efigies de horrendas criaturas de inimaginable procedencia. Al fondo, detrás del altar, se podía ver un fresco que ocupaba toda la pared. Representaba con fuerte realismo una escena de pesadilla, muy acertada con la realidad de aquel tiempo: sobre las ruinas de una ciudad se alzaban miríadas de abominaciones, dirigiendo sus cuerpos tumefactos hacia las alturas, en donde se podía ver un cielo anubarrado, del cual emergían unos tentáculos de gigantescas proporciones, extendiéndose por todo el horizonte… Era aquello algo que todavía la humanidad no había llegado a ver. Se sintió sobrecogido. ¿Qué significaba exactamente aquella representación? Parecía como una especie de advenimiento. Comprobó que, en una de las esquinas, la obra estaba firmada por alguien llamado Pickman, y que el nombre de la misma era “Por la mano del hombre”

Apartó la vista de la pintura, incapaz de soportarla por más tiempo.

Accedió a la sacristía y allí descubrió una especie de despacho. Sentado frente una mesa vio un cadáver postrado sobre una máquina de escribir, en la cual un folio en blanco parecía dispuesto a albergar un final espantoso. La habitación desprendía un aire siniestro, había algo en aquel lugar que… Un ruido desagradable llamó su atención. ¡La puerta! ¡Temblaba, se movía como si fuera un ser vivo respirando! Tras ser testigo de aquellos portentos supo entonces que había llegado al final, que tras aquella puerta se encontraban las respuestas por las que el hombre había rezado, suplicado y sufrido durante todos esos años.

El hombre se echó mano al cuello. ¿Sería posible…? Al introducir la llave, la puerta se desgajó como una fruta podrida. Más allá solo se atisbaba la oscuridad y un helor de muerte. Traspasó el umbral y la puerta se cerró tras él; aun así, pudo escuchar sobrecogido que la máquina de escribir comenzaba a emitir un cadencioso teclear…

Al poco, le invadió la sensación de estar flotando en un gran vacío en el que avanzaba a indescriptible velocidad.

Pasado un tiempo imposible de concretar, el hombre vio acercarse hacia él unos puntos lumínicos. Pronto estuvo rodeado por la perniciosa composición estelar de las Híades, en cuyo centro de malignidad pulsaba la estrella Aldebarán como el corazón vivo de un ente inhumano. En poco tiempo la estrella ocupó todo el espacio frente al viajero estelar, irradiando una luz cárdena y mortecina. A punto de hundirse en el abismo de horror que conformaba tan indescriptible escena, el hombre vio agitarse algo en el mismo centro de la estrella, como si fuera un imposible y aberrante embrión. Ocupaba casi toda la superficie del astro. La abominable silueta pareció desenroscarse, despertar de su letargo… Con movimientos lentos y sinuosos, la criatura abandonó el oscuro regazo de la estrella, desplegando unos tentáculos de una longitud que no podía ser medida, atravesando una especie de membrana.

Una miríada de ojos se abrió al unísono, e incluso en el frío de aquel vacío espacial sintió el hombre antes de morir el grito de horror, locura y muerte que expelía aquella abominación.

Y, por la mano del hombre, Azathoth, el uno por encima de todos, despertó de su sueño para traer al universo el final vaticinado en forma de siniestro manto de oscuridad, que cubrió al mundo para siempre como negra mortaja.

Juan Miguel G. S. Sanchez
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