Los dioses
- publicado el 16/12/2013
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Rebelión
La calle está vacía; el frío de la noche ha espantado a medio mundo, en la esquina de Álvarez y Seneca tan sólo se alcanza a ver al velador en turno, parado junto a su bicicleta; tomando un café cargado. Poco sabía él del triste espectáculo que se desarrollaba en el almacén en el que reposaba su vehículo.
-Si de mí dependiera todos y cada uno de ustedes serían libres. Pero yo sólo soy un contador, lo lamento. La última palabra le supo agria en los labios, se los relamió tratando de pensar en lo que suponía. Allí estaban ellos, en un almacén, prácticamente a oscuras, simplemente con el brillo naranja de velas sebosas y la luz azulada, casi blanquizca, que se filtraba por las ventanas: la noche estaba despejada y estrellada. Hace apenas un par de horas estos sujetos eran libres, algunos estaban trabajando aún; otros esperaban ya el reposo y pensaban en las labores del día siguiente. Nadie imaginaba terminar en este lugar, Ni siquiera él. No, una disculpa no era suficiente, se había trastocado su realidad; ellos creían en un orden, se les había prometido coherencia: un mundo que funcionara con ciertas reglas y ritmo; ellos harían su parte y con un poco de suerte morirían al final de sus días; con la satisfacción de quien ha cumplido su propósito. «Ahora habrá mucho de que arrepentirse», pensó, «maldecirán haber nacido como nacieron, de ser lo que se les ha destinado a ser».
El sudor que recorría su gorda cara dejaba entrever su incomodidad, el cuello de su camisa se humedecía en manchas amarillas mientras se movía con pasos gráciles entre las filas interminables de rostros desgajados, acompañados de cuerpos esqueléticos y vestidos con overoles apagados y polvorientos a modo de juego. En cada overol había un gafete de identificación con foto, nombre y número. Estiraba una mano chorreante a cada uno de los gafetes, escrutaba con una mirada apagada mientras buscaba el garabato correspondiente en su lista. Gruñía un leve sí cuando por fin localizaba al sujeto en cuestión. Acto seguido le pedía que se desvistiera y revisaba la piel de la costilla derecha; allí se repetía, a modo de tatuaje, el número del gafete y un código de barras que escaneaba para confirmar la correspondencia de todos los datos. Uno de los sujetos pidió su ropa, a lo que un guardia que acompañaba muy de cerca al contador contestó: “Donde vas no la necesitarás”, como si fuera lo más gracioso que hubiera dicho jamás estalló en una carcajada que rezumaba odio. El contador no pudo reprimir una mirada llena de asombro y disgusto, mientras prometía que cuanto más cooperaran y esperaran todo saldría mejor. Le pidió al guardia que contuviera su lengua y se limitara a cumplir las órdenes; éste, con una sonrisa que bailaba en sus ojos le dijo: “Es lo que hay”. «No basta con lo qué les haremos, quieren dejar en claro que hay una diferencia; que no son dignos ni siquiera de usar ropa» dijo para sí.
«No, una disculpa no basta, una disculpa es lo más estúpido del mundo en esta situación» – concluyó. Apretó los labios hasta que fueron una cicatriz blanca y repitió el proceso de identificación con cada sujeto de la bodega. Al final, había una pila de ropa de tamaño considerable que se colocó en la esquina más alejada del grupo y se le prendió fuego. El reconocimiento se dibujó en los ojos de cada sujeto en la sala; el terror comenzó a bailar en la mayoría de ellos. Unos emitieron gruñidos, otros respiraban de forma pesada mientras movían el peso de su cuerpo de un pie al otro. Nadie estaba impasible. Al poco rato se escucharon los primeros por qués; los no hemos hecho nada, los qué está pasando. Los gritos, que comenzaron de forma aislada aquí y allá, iban en aumento; primero ahogados, entrecortados; después más guturales y desesperados; al final estaban cargados de comprensión. Pronto las primeras detonaciones se escucharon. La estampida fue inútil, huían de la ráfaga de fuego, pero no había lugar al cual correr, sólo quedaba la esquina contraria a la pila ardiente de ropa, y en esa frenética búsqueda se aplastaban los unos a los otros. Al final, quedó en pie aquel que había pedido su ropa. Le dirigió una mirada suplicante al contador mientras repetía que no habían hecho nada, ninguno de ellos, que siempre habían cumplido con su propósito. Iba a decir algo más cuando estalló su cabeza en una serie de chips electrónicos, cables, acero y aceite caliente.