Mendigos de la luz

Ya iban a ser casi las doce de la noche y estaba nervioso por todo lo que se le pasaba por la cabeza. Estaba excitado pero con ganas de hacerlo. Sentía que era la hora, que había llegado el momento de saber cómo eran las cosas antes y tener quizá un atisbo de posibilidad de volver a conciliar el sueño pensando en un futuro mejor. Faltaban apenas unos segundos para salir de la cadena de montaje, coger la bicicleta y pedalear y pedalear hasta perderse en la noche. Miles de metros cuadrados repletos de personas con un mono de trabajo, cada una parada, como una máquina, como pieza más. Piezas humanas que cogen otras piezas artificiales para reconstruir lo que ya hacía tiempo que se había perdido, el sol. Aunque mucho era el escepticismo de aquel proyecto esclavista algunos eran los que creían en ello; sobre todo la gente que estaba en el poder y que hacía que la vida apocalíptica fuese todavía más despreciable.

De entre todo el conjunto de trabajadores se topó con la mirada de un compañero. Parecía más de amistad puesto que destilaba cierta complicidad, como si los dos supiesen de lo que estaban hablando o mejor dicho, pensando. Asintió con la cabeza y tras el sonido de la alarma, cogió rumbo a la puerta y emprendió lo que consideraba que fuese su destino.

Una vez fuera caminaba calle cuesta abajo cuando se percató de que un individuo le estaba intentando robar la bicicleta. Aceleró los pasos, se puso en actitud agresiva, enfureció el rostro y casi habiendo llegado al sitio, el otro tipo le miró, le entró miedo y salió corriendo.

– Será… – pensó.

Agarró el candado, lo abrió, quitó las cadenas, deshizo la escarcha del sillín y se montó.

La bicicleta era algo vieja pero aparentaba solidez y aguante. Si había aguantado tanto tiempo, por qué no iba a hacerlo un poco más. Decían los rumores, que después de la extinción del transporte de combustible y la imposibilidad de los renovables, las bicicletas rondaban por las mil en todo el mundo, por eso eran tan queridas y por lo tanto robadas.

Pedaleando y pedaleando iba avanzando por la carretera en la que todavía se notaban las rayas blancas rectangulares que dividían la vía en dos sentidos; era muy raro ver alguna superviviente en aquellos tiempos pero debía de ser por motivo de la escasa lluvia que tuvo que haber en el sitio. No terminó de corroer todas las marcas y eso le gustaba, le animaba a seguir camino adelante. Miraba a ambos lados y sólo veía oscuridad. En ella descansaban las almas de todos los árboles y plantas que tiempo atrás hubo allí. Aquellos tiempos en los que el oxígeno era verdadero y no como el de ahora, artificial, creado para sobrevivir pero tan nocivo que apenas se llegaba a los sesenta años de edad. Tenía que ir con cuidado porque la única luz existente eran unos grandes faros, enormes, que destellaban un color amarillento y casi cegador si te acercabas, y lo suficientemente potente como para abarcar varios radios de kilómetros.

Comenzaba a sudar y sin embargo parecía que no le disgustaba la idea de seguir sudando ya que por momentos aceleraba el ritmo. De repente dio un giro pequeño a un lado; entre la oscuridad del camino divisó lo que parecían ser figuras humanas, a las que tuvo que esquivar. La posibilidad de llegar a salvo sin accidentes, sin atropellar a ninguna persona, le hizo bajar el pie del acelerador e ir más lento. Pasaron unos cinco minutos, el sudor se le había quedado pegado, la cara la tenía cansada y el cuerpo algo molido. No era la primera vez que hacía tantos kilómetros en bicicleta, aunque se podía contar con los dedos de una sola mano las veces que lo hizo y eso que se acercaba ya al cuatro la primera cifra de su edad. Estaba pareciendo vislumbrar lo que parecía ser un cruce cuando comenzó a sacarse un mapa del bolsillo trasero. Era pequeño para ser un mapa, aunque lleno de detalles, notas, consejos etc. Uno de estos últimos decía así: – ‘No estés fuera más de las tres, sabes que si te cogen…’-. Estas palabras le recordaron lo que todo el mundo sabía, que si te pillaban merodeando fuera de lo que se conocía como el ‘núcleo’, te detendrían y posiblemente terminarías desapareciendo en la oscuridad. Nunca fue temeroso y no tenía miedo, mas no por lo primero sino porque llevaba más de un año preparándose para esa noche. Se le veía firme, impaciente pero prudente por la dirección que iba a tomar, por el rumbo final y definitivo que iba a cambiarle la forma de ver las cosas. Miró a la izquierda, después echó la vista atrás, al cielo y otra vez a la izquierda. Mientras giraba iba intentando evitar contemplar lo que iba dejando atrás aunque no podía; la escena denotaba que creía que no volvería a recorrer ese camino de vuelta aunque tampoco le importaba demasiado.

Recorridas unas decenas de metros, más escombrosa esta calzada, sin apenas asfaltar, iba bajando con entereza puesto que tenía que estar firme para no caer si tuviera que dar algún sorteo para evitar chocar con algo o perder el equilibrio. En tal estado de exultación descendía camino abajo, encorvado y echado en la bicicleta, como un buen  profesional. Inesperadamente un grandioso haz de luz iluminó parte de la carretera que tenía delante y esto hizo que girara el cuello para ver lo que sucedía. Perdió el control de la bicicleta, se deslumbró y cayó al suelo. El batacazo fue leve aunque no opinaba lo mismo su medio de transporte, que estaba hecho un desastre, con el cuadro roto y las ruedas torcidas. Al tiempo que se incorporaba la luz se fue apagando; habría sido uno de los pequeños focos de vigilancia patrulla que tienen por la periferia. Lo bueno fue que no le vieron, lo malo era que ahora tenía que valerse por si mismo para llegar a su destino. Echó un vistazo al velocípedo, se acercó a él y lo cogió por el roto sillín. Estaba hecha un desastre la bicicleta y sin embargo no se le pasó por la cabeza en ningún momento abandonarla ahí, moribunda en el oscuro y frío asfalto. De esta manera siguió caminando al lado izquierdo de esta.  Anduvo metros y metros mas no divisaba ninguna señal, ningún indicio del sitio al que esperaba llegar. Un resoplido llevó a otro, a un siguiente y hasta a rugidos de rabia, impotencia y frustración.

Cuando se predisponía a continuar el resto del camino cabizbajo y dejándose conquistar un poco por el sueño, creyó ver colores, pigmentos en la opacidad negra. Una inmediata, jovial y esperanzadora sonrisa se dibujó en su incrédulo rostro. Hacía muchísimos años que no veía colores, que no contemplaba el esplendor de una luz de color. Creía que estaba soñando, pensaba que no podía ser cierto aquello. Había muchas prohibiciones por entonces y los colores era una de ellas. No podía irradiarse luz alguna que no fuera amarilla vigía, color por defecto del desierto nocturno. Apresuró la marcha de tal manera que prefirió echarse la bicicleta a la espalda y correr como si en ello fuera la vida. Era lo que llevaba esperando desde hacía un largo rato, una muestra que le indicase que estaba cerca. Pero ya sabía que eso, más que una señal era la evidencia. Seguía los pigmentos de la oscuridad y estos cada vez se hacían más anchos y largos. Cada segundo que avanzaba limpiaba un poco más la imagen que se le iba apareciendo ante él. No quería prisa ahora sino pausa; se le veía en la cara que disfrutaba con cada paso que daba hacia delante. Como si de un modelo de ropa se tratase caminaba por su pasarela lentamente, contemplando una especie de edificio bajo, de tienda. Se notaba que le habían azotado muchos vientos, estaban desgastadas las paredes externas pero el resplandor que ofrecía lo compensaba con creces. Blanco, rojo, azul… eran las tonalidades que decoraban el lugar. Estaba aturdido por la emoción del momento, sabía que al final de la alfombra mental por la que iba caminando estaba lo que podría ser su resurrección humana o su más profundo hundimiento. Decididamente caminó firme hasta la puerta una vez hubo dejado su ya inservible bicicleta afuera. Puso los dedos sobre el pomo y empujó la puerta.

Estaba dentro, estaba por fin dentro; en el lugar con el que tanto había soñado estos últimos años. La impresión fue buena, era acogedor el sitio. No tenía apenas muebles, alguna que otra silla, una mesa cuadrada, prendas por el suelo, cuadernos y folios con notas etc. Lo que no perdía de austeridad lo ganaba en iluminación. Tenía luces de colores también por dentro aunque más pequeñas.

– Adelante amigo, pase – dijo una suave voz que salía de dentro de lo que parecía ser un salón.

Sobresaltado al advertir la presencia del hombre, el cual era posiblemente el más viejo que jamás había visto, anduvo un poco hasta él y se quedó observándole durante casi un minuto. El anciano era delgado, con una buena melena blanca y camisa. No dejaba de sonreírle.

– Pareces sorprendido, no sé si era lo que esperabas. Si has venido hasta aquí me imagino que es por la razón por la que todos vienen… Quienquiera que fuese el que te habló de este sitio supongo que tendría una buena razón…o que te consideraría a ti una buena razón. Te estarás preguntando que sucede aquí… entra en aquella habitación y siéntate frente a la pantalla que tendrás enfrente.

– ¿Es cierto que sale él…que se ve el mundo con sol? – preguntó sin parpadear.

El anciano le hizo una señal para que pasara a la otra sala de la casa. Le hizo caso y comenzó a caminar hacia la habitación contigua. Casi al llegar al umbral de la puerta el viejo hombre se acercó, le cogió de un hombro y le sacudió una palmadita en la espalda. Tras esto se adentró en el cuarto…

…al cabo de más de una hora la puerta se abrió y su figura pudo verse entrando de nuevo en la habitación primera. Estaba abstraído, extasiado, con aspecto de enajenado pero sereno y tranquilo. Al percatarse de que el anciano seguía allí, casi en la misma posición de antes, le asintió con la cabeza, se agarró ambas manos y le lanzó un gesto de bendición a este que fue devuelto con una sonrisa.

– Ojalá pudiera verlo todos los días de mi vida.

– Yo lo hago…y de momento estoy durando tanto como se supone que debiéramos de vivir de años, en términos verdaderos.

El hombre de larga melena se aproximó a él y le miró a los ojos.

– Hay quienes no pueden soportarlo pero también hay quienes ven la luz en su vida, y no me refiero al sentido físico solamente. Puedes marcharte o… quedarte con nosotros.

– ¿Nosotros?

– Diariamente vienen hombres, mujeres… son como tú, aunque ya los conozco a todos. Viven por la oscuridad de esta zona, son como vagabundos que día tras día se acercan aquí a respirar aire puro, a mendigar un poco de luz… a regar la esperanza que se les está muriendo por dentro. No sé cuánto tiempo estaremos sin que nos descubran pero hasta entonces…

De repente se separó del anciano, anduvo hacia una de las paredes donde parecía haber un hueco para sentarse y se acomodó.

– Hasta entonces esperaremos… – dijo, esbozando una sonrisa sincera y real, sobre todo real.

Samerson
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