Apuros de un escritor
Los vecinos de enfrente -Joaquín Gómez y su esposa Gabriela- le dejaron la llave de su casa y le encargaron dar de comer a la perrita y regar las plantas. Estarían de vuelta a la mañana siguiente.
A Carlos no le hizo mucha gracia. Estaba pasando por la etapa angustiosa del escritor que debe culminar una obra en la que ha trabajado desde hace mucho tiempo. Despidió a los Gómez con un gesto hipócrita y regresó a su escritorio. Se sentó y dispuso el ritual de costumbre: encender y apagar seis veces la luz de la lámpara; rodearse de trece amuletos y una pata de conejo; y poner en la radio «Love me two times». Era lo que él llamaba «un proceso excéntrico de creatividad». Pero escribió poco y mal, y las horas pasaron entre divagaciones intrascendentes. No sabía como darle aquel giro de erotismo al final de la novela que sus lectores sabrían agradecer. Cuando volvió a la realidad era muy de noche y se acordó de la perrita de los vecinos.
Estaba frente a la casa de los Gómez, con su fachada envuelta en penumbras y silencio. Tocó seis veces el timbre -¡qué estupido, había olvidado que tenía las llaves en su bolsillo!-. Entró y de inmediato cumplió con la obligación de alimentar a la chow chow y regar las plantas. Luego se sentó en el sofá sólo para admirar los cuadros de Botero que adornaban las paredes. Un falso reloj de arena marcaba las 2 am. Tenía que volver a seguir escribiendo pero prefirió subir al piso de arriba.
Mientras avanzaba por el corredor sintió la electricidad que impulsa al voyeur a explorar un mundo por descubrir. Abrió la primera puerta a su izquierda y se halló en la recámara de los Gómez. En la mesilla de noche había una foto enmarcada: Gabriela y sus tetas rebosantes en un vestido primaveral –aquellas grandísimas tetas que sólo había podido entrever algunas veces- , y a su lado su marido Joaquín, con la sonrisa estúpida y la pelada prominente de siempre. Abrió un armario y encontró una hilera de brassieres blancos y negros…
¡Como se estaba divirtiendo! Había descubierto una pequeña llavecita bajo un tapete. ¿Qué función tendría? Abrir algo sin duda, tal vez algún candado… y allí estaba uno, efectivamente, sellando un mueble de madera. La llavecita calzaba a la perfección. En el interior había una pequeña cámara, un usb y numerosas fotos que rozaban lo pornográfico. Siempre había imaginado a Joaquín como un calvo cursi e impotente, pero el material que tenía entre sus manos desmentía sus ideas de manera inapelable.
Pelados vemos, costumbres no sabemos…
De pronto, oyó abajo los ruidos de un auto estacionándose. Se fijó a través de las persianas y tuvo que correr mientras los Gómez se apeaban del taxi, guardar las fotos, frotar la pata de conejo que llevaba en el bolsillo mientras bajaba las escaleras, abrazar a la perrita y esbozar una sonrisa al tiempo que los Gómez cruzaban la puerta de entrada. ¡Pero si esta perrita es un amor!
De madrugada, sentado frente a su escritorio, terminó de escribir la novela, con ese giro final de erotismo facturado exitosamente.
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