Rima VI
- publicado el 04/12/2010
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Nauge, El Ciego
Un gruñido impaciente voló de los labios del hombre, que se recostó contra la pared y alzó el rostro, escondido por el ala de un sombrero, hacia el firmamento. Un niño de unos diez años se hallaba sentado a su vera, con el trasero apoyado en el frío y mugriento suelo de los suburbios de la ciudad en que se encontraban.
—¿Y bien? —insistió el pequeño.
—¿Tus padres nunca te han dicho que no hables con desconocidos?
—Madre no está en casa, no creo que vaya a darme hoy las buenas noches. Últimamente tiene mucho trabajo. Y Padre… No sabría decir si tengo muchos o ninguno —ironizó el crío, avispado.
—Raro es que no te dijeran que tu padre fue alguna figura importante: un general en el ejército personal del rey, un piloto descubridor de ciertas islas…
—Un marinero de renombre. Eso dijo Madre.
El hombre sacudió la cabeza, bajándola, y luego la dirigió hacia el niño. Una sonrisa cruel desgajó sus labios.
—Así que un marinero…
—Sí.
—¿Te gusta la mar?
—Sí. Sabe a sal.
—Como las lágrimas de los que la surcan. Deja que te cuente algo…
—¿Es un cuento?
—Una leyenda.
—¿Ocurrió de verdad?
—¿Acaso desconoces el significado de leyenda?
—¿Una leyenda no es un cuento?
—Una leyenda es un relato con base histórica y verídica respaldado por hechos sobrenaturales.
La confusión en el rostro del niño reveló al mundo que no había comprendido el significado del término. Sin embargo, el hombre, ajeno al mohín del menor y sin ganas de más interrupciones, continuó como si nada.
—Veamos… Una leyenda. Marineros. De hecho, nos centraremos en uno en concreto. ¿Su nombre…? Dicen que las máscaras cambian pero los enmascarados son siempre los mismos. Como tu padre, él tenía muchos nombres y ninguno. ¿Cómo se le reconocía, el nombre por el que se le temía…?
»Nauge, El Ciego. Su cuerpo estaba ajado por cicatrices de guerras tanto suyas como ajenas, y una de ellas le abortó el sentido de la vista. Así pues, con un pañuelo cubriendo sus dos ojos, como si jugando a una Gallinita Ciega constante estuviera, navegaba a bordo de su Musa Errante. Surcó los Siete Mares, atravesó tormentas enfurecidas, descansó en playas blancas arropadas por espumoso oleaje. Tanto sus compañeros como los que le eran ajenos lo temían tanto por su ambición como por su crueldad, pues este robaba oro y se hacía con numerosos botines, sí, pero su oficio no era el de un pirata cobijado a la sombra de un supuesto marinero, sino que también era traficante… ¡Traficante de órganos! Todo aquel que caía en sus manos y no satisfacía sus deseos era abierto en canal. Sus vísceras se aprovechaban tanto de alimento para los largos viajes que la tripulación de la Musa Errante hacía, como para su venta en el mercado negro. ¿Conoces el valor de un corazón, un riñón? Infinito… El Ciego no hacía más que enriquecerse y, sin embargo, su felicidad era nula, puesto que no había más que un nuevo par de ojos que pudiera satisfacer sus anhelos. Quería ver de nuevo el reflejo dorado del atardecer en el mar, las diosas marinas de imposibles curvas nadar en el mar… Y no podía. Aquello podría haber supuesto una auténtica derrota para el marinero, pero, ¿sabes? En lugar de hundirse en su preciada mar, escupió unas burbujas de aire y dejó que estas le guiaran a la superficie. Consiguió unos ojos. No un solo par, sino varios. Muchos, incontables. Cuando atracaba y visitaba un lugar cualquiera, paseaba por el lar, elegía víctimas al azar que le compadecieran por sus apariencias y se aprovechaba de ellas. Algunos, los que más le temían, dejaban un tazón con licor al lado de sus camastros cuando descansaban. Dicen que funcionaba, el alcohol lava heridas y noquea al mal bicho. Sí… Y supongo que te preguntarás qué era de aquellos globos oculares que él…
—¡Oh, no, no! —El niño, que había estado conteniendo la respiración durante todo el relato del hombre, saltó del sitio en que estaba cobijado y sacudió los brazos con fervor, espantado—. ¡De veras que no es necesario! Además, ah… ¡Es tarde! Quizá Madre ya haya vuelto a casa y… ¡Debería marcharme!
El hombre no se inmutó, sino que simplemente asintió y volvió a dirigir el rostro hacia el cielo. El pequeño aguantó a su lado un latido, dos, y al ver que el otro no reaccionaba y su voz ronca no volvía a rasgar el silencio impuesto por la noche, giró sobre sus talones y salió corriendo.
Ante sus ojos claros, la ciudad pasaba rápida, difuminada. El crío apenas se fijó en dónde pisaba, su inconsciente le guiaba. No paró a descansar hasta que llegó a unos escalones húmedos y llenos de moho. Los subió de un salto y empujó la puerta para entrar en casa, cerrándola tras él de nuevo. Un jadeo. Antes de poder recuperarse por completo, sus pies lo movieron hasta atravesar una desgastada cortina tras la cual su madre guardaba todas las botellas de alcohol que consumía cuando llegaba a casa después de trabajar. Tomó entre sus manos la más llena, vertió parte de su contenido en un pequeño y desconchado bol, y luego se escurrió hasta un cuarto contiguo. En el suelo, una maltrecha cama. Dejó el alcohol tanto del tazón como de la botella al lado de la almohada y, tras desvestirse con rapidez, corrió a meterse bajo las sábanas. Con el rostro vuelto hacia el ron que yacía a su vera, trató de conciliar el sueño y olvidar a cierto marinero.
Marinero que aquella noche celebraba su insomnio. Tras la despedida del crío y su huida ante la historia que había contado, siguió sus pasos. Tres pasos fueron los que dio hasta ascender por los escalones que separaban la calle de su casa. Si los suburbios de la ciudad destacaban por algo era por su escasa seguridad. El hombre abrió y cerró la puerta tras de sí y, arrastrando lo que parecía ser una pata de palo, se deslizó hasta el cuarto del niño. Este yacía encarando el marco de la habitación carente de puerta, una botella y un tazón. Sus párpados estaban cerrados, su respiración era profunda, parecía estar descansando. Tampoco importaba, porque de no estar haciéndolo en ese momento, lo haría de inmediato. El lobo de mar se cernió sobre el muchacho y cuando lo alzó en brazos ya no respiraba. Lo cargó a un hombro y luego volvió a agacharse. Tomó el bol del suelo y vertió su contenido en su propia boca: «Así que ron, ¡oh! Buena elección», felicitó el pirata al sordo cadáver. Tras acabar de beber el contenido del tazón, lo estampó contra una pared, cogió la botella y, con ambas manos ocupadas, salió de nuevo por la puerta.
Sus pasos, aunque torpes, también eran resueltos, y no tardaron en llevarle al puerto. Con el camino memorizado, tal como el crío había alcanzado anteriormente su casa, el marinero llegó a la suya. La Musa Errante y su tripulación le dieron una cálida bienvenida. Haciendo caso omiso a sus inferiores, el capitán se adentró en las vísceras de su navío y buscó a tientas su camarote.
Cuando llegó, cerró la puerta tras de sí y dejó caer el cadáver del niño en su cama. Acabó la botella de licor de un largo trago y la apartó a un lado. Sus curtidas manos se movieron como las de un auténtico cirujano sobre el rostro del pequeño. Cuando se apartó, acabada la operación, los globos oculares del muchacho pasaron a conservarse en dos pequeños frascos redondeados y descansar en una estantería.
Un parpadeo, secundado por otros tantos. Los ojos se sincronizaron y temblaron. Lo primero que distinguieron fue una habitación oscura. Una sombra, recortada entre sombras, se acercó a ellos y sonrió: labios cortados, dientes que se echaban en falta, fétido aliento que empañó su ventana. Cuando el vaho desapareció de la jaula de cristal en que se encontraban, los ojos claros, armonizados con el resto de semejantes de aquel camarote, distinguieron la figura de un segundo ciego yaciendo en una cama.
No disfrutarían de aquella visión por mucho: los restos del crío desaparecerían en el próximo picnic en alta mar.
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