¡QUIEN ME LO IBA A DECIR!...
- publicado el 04/08/2016
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Celos
Me encanta tirarme boca arriba en el sofá, mirando fijamente al techo hasta que mis ojos se cierran y los sonidos que me envuelven se van difuminando. Entonces mi consciencia se pierde en un mundo maravilloso, lleno de interminables praderas verdes y lagos de agua cristalina.
Reconozco su aroma antes de que se siente a mi lado, y cuando noto su mano acariciando mi pelo, pongo los ojos en blanco y estiro todas mis extremidades desperezándome. Ella acerca su nariz y comenta que hay alguien que necesita un buen baño. Yo también afino mi nariz, pero no comprendo qué es lo que le desagrada, y la miro con ojos interrogantes.
Mi boca se hace agua cuando ella sirve la comida y pienso que es la mejor cocinera del mundo. He probado todo tipo de comida precocinada, pero no hay nada como la auténtica comida casera, y así se lo hago ver dejando bien limpio el plato. Ella siempre lo agradece y me mira con dulzura. Yo por mi parte me vuelvo al sofá a echarme una buena siesta con el estómago bien lleno.
Las calles están atestadas de gente y eso me encanta. Yo suelo caminar rápido, pero ella tira siempre de mi cuando pasamos delante de un escaparate y se queda embobada mirando ropa y zapatos, lo que a mí me parece absurdo. Estaría guapa con cualquier cosa que se pusiese. La única respuesta que recibo cuando gruño molesto es una mirada de reproche.
Me encantan las terrazas de verano, y si hace algo de brisa fresca las disfruto doblemente. Ella siempre pide una coca cola “light” porque está a dieta. Bueno, en realidad siempre está a dieta aunque yo creo que está estupenda tal como está. Se dedica a leer un libro y no me presta mucha atención, pero no me importa, porque yo estoy demasiado ocupado viendo pasar a la gente.
La tarde se estropea de improviso. Una figura masculina se acerca a nuestra mesa y ella parece sorprendida y complacida al mismo tiempo. Intento hacer memoria, y el intenso olor de su colonia me da la clave. Ella siempre se sorprende de mi olfato aunque yo considero que no es para tanto, sólo lo normal. Le identifico como un compañero de trabajo con el que suele encontrarse de vez en cuando, lo cual como es natural no me agrada en exceso.
Él me saluda amistosamente y yo le correspondo con una mirada de indiferencia, le dejo claro que no me cae demasiado bien. A medida que pasa la tarde, yo estoy cada vez más indignado cuando compruebo cómo ellos dos se enredan en una animada conversación en la que no faltan risas cómplices y algún que otro galanteo por parte de él ante mi estupefacta mirada.
Ella se disculpa para ir al servicio, y una vez que abandona la mesa él se queda mirándome con su sonrisa bobalicona. Yo también lo miro, pero la mirada es cualquier cosa menos amistosa, y pienso que es la hora de actuar y dejar el asunto bien claro. Así pues me incorporo y me acerco donde él se encuentra, y sin dejar de mirarle ni un solo momento levanto mi pata trasera y descargo toda mi mala leche contra la pernera de su pantalón beis. Él se levanta airado y amaga una reacción violenta cuando le enseño la cantidad y calidad de mis dientes.
Ella está muy apesadumbrada con su amigo. Se disculpa una y otra vez mientras me lanza miradas encendidas, hasta que él se disculpa y le dice que tiene que marcharse a casa. Pobre infeliz, no me ha durado ni un asalto.
Una vez ha desaparecido de nuestra vista, la mirada compungida de ella se torna en otra de reproche, y casi gritándome me pregunta en qué estaba pensando. Como única respuesta me tumbo en el suelo y sacando mi enorme lengua le doy un gran lametón a mis partes y pienso: «¿Qué es lo que esperas? Sólo soy un perro…»
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