El corazón de la taiga

Pensó que el invierno de aquel año podría haberse considerado el más crudo del último siglo, y así se lo hizo ver al anciano envuelto en pieles. Sólo obtuvo una sonrisa burlona por respuesta. Aquel viejo había vivido inviernos más duros en lo alto de aquellas montañas, y su cara de cuero curtido daba fe de aquellos pensamientos.

La primavera luchaba por abrirse paso en un paisaje sobrecogedor en su belleza blanca y cada rayo de sol que bañaba la taiga removía la vida de las entrañas heladas de aquellas montañas. Se puso la mano a modo de visera para poder admirar la estampa en toda su magnitud mientras con la otra, desprovista ya del guante revolvía el interior de su mochila en busca del monocular. El guía miraba con curiosidad aquella larga figura, casi dos metros en cuclillas, con las botas hundidas en la nieve. Le conmovía su entusiasmo casi infantil, la manera en la que observaba todo como si fuese la primera vez que veía algo semejante. Y en el fondo sentía algo parecido a la envidia. Él había nacido y crecido en la taiga, y no conocía más que aquellas montañas, aquellos bosques.

El objetivo de la cámara enfocó el rostro del anciano oculto parcialmente por la larga cabellera blanca que ondeaba al viento, de la misma forma que su carácter huraño y reservado ocultaba sus pensamientos. En más de una ocasión sorprendió al guía observándole con una mezcla de curiosidad y desdén, y por más que intentaba vencer la reticencia del viejo con su nerviosa verborrea, la única respuesta que obtenía era algún gruñido, monosílabo o risa sarcástica. En ciertos aspectos se asemejaba a una versión occidental y menos risueña de Dersu Uzala, pero ni aquel anciano era un cazador chino ni él era un topógrafo del ejército ruso. No obstante, lo que sí había podido comprobar es que seguramente nadie conocía aquellos bosques boreales como su circunstancial compañero.

Agradeció pisar de nuevo un suelo que no se hundiese bajo sus pisadas. El paisaje se iba transformando a medida que cientos coníferas de copas blancas descargaban su pesada carga, desperezándose a los rayos del sol. Y él sentía que cada paso que daban le acercaba a su destino. No era un conocimiento certero, sino más bien una intuición, un sentimiento que emanaba de su estómago y recorría su corriente sanguínea, revolucionando todos sus sentidos. Los sonidos, los olores, todo le llegaba en una brisa y se alejaba en un suspiro invitándole de forma sugerente a seguirlo. Pensó que si el viejo adivinaba lo que estaba pensando, pondría los ojos en blanco y gruñiría algo sobre los jóvenes de la ciudad. Así que sonrió para sus adentros y avivó su paso para intentar seguir el ritmo del guía.
Ni el ritmo vivo que marcaba el viejo conseguía acallar el emocionado monólogo de su acompañante, y por momentos deseaba llegar cuanto antes a los riberos del gran río. En aquel lugar aquel extravagante joven podría fotografiar cuantos lobos desease. Pensó que era una extraña forma de ganarse la vida. Por la noche, sentado frente a la hoguera, observó sus encallecidas manos a la luz de la lumbre. Unas manos que sólo servían para trabajar. El tiempo que pasaba con su parlanchín acompañante le hacía pensar en cosas a las que apenas había dado importancia hasta aquel momento. O si alguna vez en su vida lo había hecho, ya ni si quiera lo recordaba. A través de las llamas observó la embozada figura del optimista fotógrafo, que se revolvía inquieto en su sueño pronunciando ininteligibles palabras. Ni aún dormido podía tener la boca cerrada.

Abrió los ojos en mitad de la noche de forma instintiva, como le dictaba la costumbre, y se dispuso a avivar el fuego, cuando en la semi-penumbra distinguió un par de puntos brillantes a unos metros de donde se encontraba. Con un jadeo agarró el rifle que descansaba apoyado en el árbol y apuntó tembloroso. Pero ya no había nada allí, sólo la figura, ahora inmóvil, del joven. Comenzó a azuzar las llamas maldiciendo para sus adentros. La edad le empezaba a jugar malas pasadas.

El olor del café despertó al fotógrafo que se estiró perezosamente para después acercarse a la lumbre, agarrando la taza que le alcanzaba el viejo. Tan pronto recogieron el improvisado campamento reemprendieron la marcha. El anciano guía miraba de reojo al joven que aquel día estaba extrañamente callado y en cierta forma ansioso. Esta vez era él quien marcaba el ritmo, mientras el viejo se quedaba conscientemente retrasado, esperando la oportunidad de corregir el rumbo que su inexperto acompañante seguía de forma instintiva. Pero dicha oportunidad no se presentó, pues aquel joven se movía a través de la espesura de la taiga como si hubiese vivido allí toda la vida.

Acamparon a un par de kilómetros del río a pesar de las encendidas protestas del joven que insistía en continuar la marcha. El viejo dio por zanjada la discusión con un cansado gruñido mientras apilaba un montón de leña seca para el fuego. Observó cómo el fotógrafo daba vueltas refunfuñando y protestando mientras lanzaba furtivas miradas de reproche cual niño al que prohíben bajar a jugar con sus amigos. El guía no podía comprender la cabezonería de aquel extraño compañero. Sabía por propia experiencia que un lobo evitaba por naturaleza el contacto con humanos, y la primavera llenaba de presas frescas la taiga, pero no era menester adentrarse tanto en tierra de lobos en plena noche, pues éstos eran animales muy territoriales.

Tan pronto hubo encendido el anciano la lumbre, el joven fotógrafo pareció tranquilizarse y sus protestas comenzaron a remitir. Incluso el buen humor y optimismo de los que había hecho gala desde el principio de aquella travesía regresaron provocando un torbellino de preguntas acerca de las costumbres de aquellos magníficos animales. Pero tan pronto como se dejaron escuchar los primeros aullidos se quedó callado mirando frenéticamente a su alrededor. El viejo venció su habitual mutismo en un intento de mitigar el miedo que parecía manifestar el joven, comentándole el significado de esos sonidos que aquellos animales emitían para advertir de los límites de su territorio cuando sentían presencias extrañas. No obstante el anciano guía pudo comprobar que la intranquilidad que embargaba al fotógrafo se debía más a un sentimiento de ansiedad que de miedo.

Se despertó sudando de un sueño febril en medio de la noche y se incorporó a medias apoyándose sobre el codo derecho. Miraba a la luz del fuego la silueta de su mano izquierda escudriñándola en busca de algo que ya no estaba allí. El anciano dormía plácidamente a un par de metros de donde se encontraba y él se entretuvo unos momentos en observarle. Seguramente aparentaba más edad de la que en realidad tenía, pero toda una vida a la intemperie había endurecido y secado su cuerpo como una pasa. Se acurrucaba en sueños rodeado de las que posiblemente eran sus únicas posesiones. Un hombre solitario y libre, sin ataduras. Y entonces abandonó el calor del campamento dedicándole una furtiva mirada de simpatía y sincera admiración.

Avanzaba con premura a través de la maleza. A pesar de las bajas temperaturas de la noche, su sangre hervía elevando la temperatura de su cuerpo, obligándole a desprenderse de la ropa sobre la marcha. Esquivaba sin dificultad cualquier obstáculo que se le presentaba en su carrera, pues sus ojos se habían adaptado de tal forma a la oscuridad que era capaz de detectar incluso el movimiento de cualquier alimaña que rondara la noche. Pronto los aullidos se hicieron más intensos y empezaban a envolver su marcha y entonces pudo distinguir sus siluetas. No tardó en verse rodeado por rugientes figuras de pelaje erizado con sus cuartos traseros tensionados listos para lanzarse a por la presa. Lejos de amedrentarse irguió su enorme figura todo lo que le permitía el hecho de que ya no se sostenía sobre sus dos piernas, lo cual provocó que la otrora amenazante actitud de los animales deviniese en una sumisa, casi temerosa. Y con un gesto triunfante elevó su descomunal cabeza profiriendo un aullido que espantó a todo ser vivo en un radio de un kilómetro.

El anciano guía seguía desesperado el rastro que a duras penas distinguía a la luz del quinqué que sostenía tembloroso con su mano izquierda. El fusil en su mano derecha apuntaba a la incertidumbre que ocultaba la oscuridad. Unos metros más adelante empezó a discernir las prendas del joven fotógrafo, lo que provocó que comenzase a gritar su nombre en todas las direcciones. El hecho de no encontrar rastro de sangre entre las mismas le tranquilizó a medias, pero le reafirmó en su intención de encontrarle a cualquier precio. Cuando sus sentidos le indicaron la presencia de los lobos, ya era demasiado tarde y moviendo en derredor la única fuente de luz que tenía, pudo comprobar que estaba rodeado. Así pues dejó lentamente el quinqué en el suelo y sosteniendo firme su viejo rifle se preparó a vender caro su pellejo.

Tras varios minutos de absoluta quietud, sintió unas pisadas a su espalda, y girando lentamente encaró a la criatura más descomunal que vería seguramente en toda su vida. A pesar de sostenerse sobre cuatro fibrosas patas, su altura era semejante a la del anciano, y éste calculó que si se irguiese sobre sus cuartos traseros, alcanzaría fácilmente los dos metros. El pelaje que cubría todo su cuerpo era negro como la noche, y dos ojos amarillentos escrutaban con curiosidad al guía, que cerró los ojos encomendándose a todo en lo que jamás había creído. El examen finalizó cuando el animal, que parecía reconocer al anciano, giró en redondo su enorme cuerpo abandonando con perezosas zancadas el lugar, hecho que fue imitado por el resto de la manada. Antes de desaparecer en la oscuridad volvió su cabeza hacia la estupefacta figura que dejó caer el rifle al suelo al ver refulgir en la oscuridad dos puntos brillantes.

El amanecer sorprendió al anciano guía que preparaba café sobre las casi consumidas brasas de la hoguera. Cuando oyó las pisadas a pocos metros llenó una taza del oscuro líquido que ofreció a la figura del joven fotógrafo que ya había recuperado su ropa. Ambos permanecieron sentados al calor de las brasas sin intercambiar una sola palabra. Cuando el viejo se incorporó cargando con su exiguo equipaje, se volvió hacia su joven acompañante preguntándole: “¿vuelves a tu casa?”, a lo que el fotógrafo respondió: “creo que ya estoy en casa”. El anciano se encogió de hombros como si ya conociera de antemano la respuesta, y sin mediar palabra, como era costumbre en él, levantó una mano despidiéndose de su extraño compañero para perderse en la espesura del bosque, que también era su casa.

Dani San
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