Un día en el museo
- publicado el 30/10/2009
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Plagiados
Lo encontré una tarde lluviosa, tirado a la orilla de una carretera poco transitada. Tan pronto lo vi, supe que no pertenecía a nuestra realidad, que había sido arrojado en este mundo inhóspito y desconocido para él, cuando aún le quedaba mucho tiempo por vivir.
Aún en el lamentable estado en que se encontraba, era un hombre hermoso. Reunía, para mí, todas las perfecciones masculinas posibles. Como pude, lo auxilié. Lo subí a mi auto y lo conduje rápidamente al primer hospital que hallé en el camino. Luego, como no tuviere a dónde ir, lo llevé a mi casa y me encargué de cuidarlo. Una vez se sintió mejor, me relató su historia: en efecto, era un personaje arrojado de la forma más vil fuera del mundo en el que había sido creado. Su autora, una escritora mediocre de novelas rosa, no hallando argumentos suficientes para que continuara con vida, había preferido inventarle un burdo accidente de tránsito y sacarlo de escena. También me confirmó lo que yo ya sospechaba: si se quedaba en este mundo ajeno, viviría muy poco. Le era forzoso volver a su realidad. Sin pérdida de tiempo, compré la novela a la cual hasta hace poco había pertenecido. La leí varias veces y comencé mi trabajo. Mi idea era cambiar el argumento y darle cabida al personaje rescatado. Trabajé en ello toda una noche, reescribiendo mi historia ajena, y a la madrugada, lo había logrado: el bello intérprete renacía en las páginas de la nueva versión que escribí. Cuando me retiré a descansar y quise comprobar si aún dormía, tuve que conformarme con el delicioso olor a sándalo con que dejó impregnada la cama. Al día siguiente, fui a la oficina de mi editor y le entregué aquellas páginas recién concebidas, frescas de tinta y emoción.
Pudo haber terminado allí. Pudo haberse tratado sólo de una anécdota fantástica. Pero al cabo de un par de meses, apareció ella, la autora original, la señora X. Mi editor me llamó un tanto contrariado, diciéndome que aunque no me creía capaz de cometer plagio, había recibido ésa misma mañana la visita de la señora X, reconocida escritora quien, muy enojada, había expuesto sus argumentos para asegurar que mi última novela no era más que un plagio descarado de la suya y que por ello, había instaurado una demanda en mi contra.
Tuve entonces que acudir a los tribunales. Traté por todos los medios de explicarles que, en efecto, se trataba de un caso atípico, pero que la señora X ya le había dado muerte a su personaje cuando yo lo hallé en la carretera.
Ella a su vez argumentaba que si bien había decidido que lo mejor en ese momento era que él muriera, al permanecer con vida le seguía perteneciendo. Que lo más ético de mi parte habría sido buscarla y devolverle a su hombre y no apropiármelo, como había hecho.
La suerte no estuvo de mi parte. Pasé 2 largos años en prisión, tiempo suficiente para fraguar mi revancha. Leí toda la obra de la señora X, informándome además sobre su vida y hábitos.
Cuando finalmente salí del penal, me dirigí de inmediato donde mi antiguo editor. Le llevaba el producto de 2 años de trabajo. Accedió a publicarme, no sin reticencias, al cabo de algunos días.
En síntesis, mi nueva novela versaba sobre una mediocre escritora de novelas rosa que un buen día, sin tener ya nada más qué decir, comienza a plagiar la obra de un colega, robándole sus personajes. El escritor afectado decide demandarla y ésta, finalmente es llevada a la cárcel.
La crítica fue benévola y las ventas se movieron de manera aceptable, así que decidí marcharme por un tiempo y tomar las vacaciones tantas veces aplazadas. Cuando regresé, quise saber de la señora X y lo hice visitándola directamente en el penal. Ahora ella es mi personaje. Cuando cumpla 2 años recluida, veré que giro darle a la historia (si es que ella no está escribiendo ya sobre mí, si es que ella no es quien me dicta lo que ahora escribo.)
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