La orgullosa ave
- publicado el 11/11/2014
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Vidas ejemplares
Ricocerdo aparcó su flamante Mercedes blanco justo delante de la puerta del banco del que era cliente distinguido desde hacía muchos años, cuando empezó a forjar su importante fortuna derivada del negocio porcino trufado con algo de contrabando, usura y algún que otro negocio menos confesable.
Bajó del coche resoplando, sudaba copiosamente y la fina habanera de hilo marrón oscuro aparecía empapada en la espalda, cuello y axilas.
“Tendría que adelgazar un poco” pensó mientras se dirigía con pasos cortos y lentos hacia la puerta del banco; un solicito empleado que lo había visto llegar a través de las amplias cristaleras de la entidad mantenía la puerta entreabierta; entreabierta también su boca dibujando una estúpida sonrisa, el torso doblado echando mucho el culo hacia atrás y la cabeza inclinada mirándose la punta de los zapatos.
Ricocerdo entró resoplando sin reparar apenas en el tiralevitas que como un disco rayado repetía una y otra vez “buenos días” subiendo y bajando a la vez la cabeza.
Sin dejar de resoplar cruzó el patio de operaciones dirigiéndose directamente al despacho del director que avisado salía en ese momento raudo y veloz a su encuentro esbozando la misma estúpida sonrisa que su subordinado.
Dejándole con la mano tendida y el saludo en los labios entró Ricocerdo al despacho desplomándose literalmente sobre el amplio confidente que D. Zóspiro tenía frente a su ordenada mesa, la madera crujió y por un momento pareció ceder amenazando con romperse ante el peso que acababa de venírsele encima, para tranquilidad de, el cada vez más nervioso director, el confidente resistió y Ricocerdo permaneció sentado.
Ricocerdo estiró el brazo y dejó caer sobre la pulida superficie de la mesa de despacho una bolsa de plástico de supermercado.
¿Quién podía sospechar de una inofensiva bolsa de supermercado?, se decía para tranquilizarse.
• “Truxen ayer siete kilos y aquí tienes otros oito, miraver si con esto y locabia en la conta yai los cen para hacer laimposición esa; Dios que calor tendes neste puto sitio” D. Zóspiro cogió con sumo cuidado la sucia bolsa de plástico y extrajo los fajos de billetes, aquellos billetes como todos los que durante tantos años había traído Ricocerdo olían de una forma muy peculiar, olían a orines.
Disimulando el asco que siempre le habían producido, D. Zóspiro hizo varios montoncitos sobre la mesa, arrugó la bolsa para tirarla a la papelera cuando la voz aguda y desagradable de su principal cliente le sobresaltó.
“¡Alto ahí mamón, devólveme la bolsa que me sirve para otra vez, hostia!”
Sin decir palabra y sonriendo siempre le tendió la mano con la bolsa arrugada para que Ricocerdo la cogiese, como este no llegaba sin inclinarse un poco estirando el brazo, D.Zóspiro se levantó de su asiento y se la puso en la mano a su cliente, este la apretujó un poco más y se la embutió en el bolsillo del pantalón.
“Ahora mismo llamo al cajero para que lo cuente D. Rico “
“Que cajero nin que cojones Zospi, contalo tu hostia “
Zóspiro tragó saliva, extendió las manos como el pianista que va a iniciar un concierto, y sin dejar de sonreír sujetó uno de los fajos con la mano izquierda, iba a llevarse a los labios los dedos índice y pulgar de su mano derecha cuando con una imperceptible mueca de asco los retiró inmediatamente y cogiendo los billetes por el borde comenzó a contar mentalmente.
Afortunadamente todos los fajos estaban formados por billetes del mismo valor, los había con billetes de mil, de dos mil y cinco mil, estos los menos, de forma que contar los ocho millones le llevaría un buen rato, máxime teniendo en cuenta que muchos de ellos estaban pegados entre sí, lo que interrumpía de continuo la mecánica del conteo para despegarlos. La sensación de suciedad en la yema de los dedos y el olor a orín cada vez más penetrante hacían que Zóspiro se sintiese peor por momentos, y no podía dejar de sonreír pues Ricocerdo con los ojos clavados en las manos del director no perdía detalle de cada uno de sus movimientos, vigilaba desde sus pequeños y brillantes ojillos y contaba él mismo a la vez que lo hacía D.Zóspiro, bueno más que contar réquete contaba, pues como era evidente los fajos habían sido revisados , contados y vuelta a contar por Ricocerdo antes de llevarlos al banco.
Ese era uno de sus pasatiempos favoritos, contar dinero, comer y cazar, las mejores cosas que había inventado la vida.
Que delicia cuando solo en su habitación dejaba al descubierto el viejo colchón de su cama, uno de esos colchones de lana con la funda a rayas rojas y blancas, bueno, lo fueron en su día, descorría la cremallera que tenía en uno de los laterales, metía la mano y sacaba, como por arte de magia, un fajo informe de billetes y lana, todo mezclado, húmedo, humeante casi. Repetía la operación de meter y sacar la mano e iba depositando sobre la mesilla de noche los montoncitos al lado de la foto de sus padres y del enorme crucifijo de plata y marfil que le había comprado, por cuatro cuartos al curita del pueblo cuando este quiso cambiar de coche.
Cuando la masa informe le parecía suficiente cerraba la cremallera, trasladaba todo aquello sobre la colcha, y comenzaba a separar, desarrugar y clasificar los billetes; aquí los de mil, allí de dos mil, estos de cinco mil, y aquí la lana.
Luego contaba y agrupaba, los de mil en grupos de nueve billetes y uno doblado al medio cogiendo a los otros, diez mil; los de dos igual, grupos de nueve y uno abrazándolos, los de cinco mil cuatro y uno. Hecho esto hacía mazos de cien mil, los ponía en fila colocando siempre de menor a mayor y contaba nuevamente el grupo, cien, doscientos, quinientos, dos millones, cuatro, diez….
Ricocerdo podía pasarse horas haciendo esto, contando, colocando, volviendo a contar, mirando, admirando aquellos papeles verdes, rojos, marrones, a los que tanto amor tenía. Luego, una vez hechos grupos de quinientas mil pesetas, cogía del cajón de la mesilla gomas elásticas e iba poniéndolas a los fajos. “Les poño las brajas,” decía entre carcajadas.
Así es que no apartaba la mirada de las manos de D.Zóspiro que iba ya por los tres millones y comenzaba a sudar y a sentir cada vez una náusea mayor; eso sí, sin dejar de sonreír, bueno digamos de poner una mueca en su boca que hacía rato había dejado de ser sonrisa para convertirse en un rictus de difícil traducción.
Las manos comenzaron a acalambrarse y temblar. Paró un momento como para tomar aliento y miró por encima de las gafas a Ricocerdo.
“Sige hostia Zóspiro que no tengo todo el día joder”. Le espetó este impaciente.
Zóspiro aflojó el nudo de la corbata, aspiró profundamente y volvió a la tarea deseando terminar cuanto antes; el estómago empezaba a subírsele peligrosamente a la boca y el café y los churros del desayuno comenzaban a pugnar por salir.
Contó un millón más, iba a comenzar con el quinto cuando, sin poder evitarlo, el volcán en el que se había convertido su estómago erupcionó, y un chorro viscoso y humeante salió disparado de su boca a los billetes agrupados en la mesa.
“¡Hostia cabrón que haces a mi dinero hijo puta!” bramó Ricocerdo.
Zóspiro, sorprendido, asqueado y sin poder contenerse levantó la cabeza y otro surtidor, esta vez más veloz y copioso, salió disparado para estrellarse en la cara roja de ira de Ricocerdo. Este, tratando de esquivar el vómito se echó hacia atrás con tanta fuerza que el respaldo del confidente cedió y Ricocerdo quedó por un instante suspendido sobre las patas traseras de la silla con los brazos abiertos en cruz tratando de asirse a algo que evitase su caída de espaldas. No lo logró. Zóspiro con la cara congestionada y los ojos llorosos alcanzó a ver, a cámara lenta, como Ricocerdo se tambaleaba sobre el confidente por unas décimas de segundo para luego, con gran estruendo caer hacia atrás sobre la mesa auxiliar de aluminio y cristal que tenía frente al sofá, lleno de folletos con propaganda del banco.
El grito de Ricocerdo sonó como algo animal, como el berrido de un cerdo al que en la matanza acaban de clavarle el cuchillo en la yugular.
Zóspiro se levantó de un salto de la butaca y se quedó quieto, petrificado, mirando casi sin ver, sin creer lo que veía en el suelo de su despacho.
Ricocerdo tumbado boca arriba agitaba brazos y piernas incontroladamente mientras de su cuello del que sobresalía como una daga incolora un gran trozo del cristal de la mesa, manaba un surtidor de sangre roja y caliente que ya había comenzado a formar un charco oscuro sobre la alfombra color beige. Los sonidos que emitía ahora eran gorgoteos ininteligibles, la sangre le salía a borbotones por la boca muy abierta, la frente, los ojos, el pelo, estaba todo salpicado del vómito de D.Zóspiro.
La escena era dantesca, irreal, de pesadilla, Zóspiro inmóvil no reaccionaba, Ricocerdo agonizaba desangrándose y ahogándose en su propia sangre.
Amorfo, el solicito empleado que había recibido en la puerta del banco a Ricocerdo hacía unos minutos, entró sin llamar en el despacho del director, alertado por los gritos y ruidos que acababa de oír. Atónito ante la escena que se encontró, temblando y orinándose en los pantalones sin poder controlar sus esfínteres salió corriendo lanzando gritos incoherentes a avisar a sus compañeros del banco.
Entre tanto, Ricocerdo abrió mucho los pequeños ojillos, más si cabe la boca y tras unos espasmos de sus extremidades y una gran burbuja de sangre que quedó, como un globo rojo en sus labios hasta que esta explotó llevándose su último aliento, Ricocerdo expiró.
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