Estaciones
- publicado el 21/11/2013
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Cuervos fabulosos
Érase una vez un cuervo azabache. El cuervo graznaba, paseaba por los cielos agitando las alas, se acicalaba entre las ramas. Buscaba la compañía de otros cuervos, se jactaba de sus relaciones ante el resto y, de no tenerlas, las inventaba. Muchas veces dejaba volar no solo sus alas, sino su imaginación, y surcaba cielos fantasiosos que él mismo gobernaba. Muchas leyendas oscuras le representaban, leyendas que él mismo alimentaba por miedo a que le sometieran o rechazaran. Hembras y machos sus plumas brunas tanto abominaban como respetaban. El cuervo se rodeaba de amigos hipócritas que no le importaban. No obstante, un buen día, conoció un ave blanca: un cuervo albino cuyo pico apenas graznaba. La criatura era muy callada. Sus alas estaban desplumadas, había picotazos en su piel descarnada. Otros de su especie la maltrataban por sus diferencias, y con ella se ensañaban. Eres distinta a nosotros, se excusaban. El cuervo negro la cuidaba. Picaba flores aquí y allá, y volvía con el cuervo albino cuando descansaba. Peinaba sus plumas níveas, la atendía y escuchaba. Ella, a cambio, le aconsejaba. Asimismo, entre graznidos dulces, profería sus experiencias y le embelesaba con sus andanzas. Día a día, al cuervo fúnebre enamoraba. Ella le quería, él le correspondía, y ambos se lo demostraban entre las ramas. Los demás cuervos dejaron de prestarles atención, les ignoraban. Todo parecía marchar como en un cuento de hadas. Sin embargo, un dantesco día, los guardias del Buckingham Palace les cortaron las alas.
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