Dulce hogar

Tu mujer y tu hija están muertas.

          Dejame describirte la escena, querido (¿verdad que ella —tu esposa— siempre lo decía así, con todos sus ademanes, muecas y gestos? A mí también me ponía de los pelos, querido. Te alegra que se haya ido, ¿a que sí?).

          Hoy fichaste temprano en el trabajo, de nuevo. Fuiste a buscar a tu hija Pilar a la Escuela de Danzas. Miraste el ensayo durante más de media hora; contemplar a media docena de colegialas sueltas de ropa y jadeando por el esfuerzo fue excitante, ¿a que sí?  La secretaria se puso incómoda. Te estuvo vigilando, sentada tres butacas detrás, con la vista clavada en tu nuca. Ella no te conocía. Pilar también se mostró sorprendida. Al parecer, fue la primera vez que asististe a un ensayo. Trató de explicarte que ya había hecho planes para ir a estudiar a lo de una amiga, pero igual la cargaste en el auto. Directo a casa.

          Subieron las escaleras hacia la habitación de Pilar. Amanda, tu esposa, los miraba desde un rincón, atada a una silla. Llevaba dos horas aguardando en esa posición, pero la mordaza le impedía quejarse (no me explico cómo pudiste aguantarla hasta ahora, querido). Ante su mirada, tendiste a Pilar sobre la cama. La desnudaste. Saboreaste su ropa interior todavía húmeda, el aroma dulce del sacrificio. A pesar de sus lágrimas de terror, comenzó a jadear casi enseguida cuando comenzaste a jugar con tu lengua sobre su virginidad. Aferró sus piernas en torno a tu cadera y comenzó a embestir; besó apasionadamente los labios de su padre; te arañó la espalda en el momento del clímax. Quizá pensaba que si cooperaba, todo terminaría pronto; o quizá, simplemente lo disfrutó. No te preocupes; usaste protección.

          Te tendiste a su lado, encendiste un cigarrillo. Arrojaste la cerilla hacia donde tu mujer se deshacía en lágrimas. Su cuerpo, bañado en solventes, ardió con furia voraz. Cuando Pilar se calmó, te pidió un cigarrillo.

          Claro, dijiste. Un Philip es la mejor opción para los amantes y para los condenados a muerte.

          Vas a matarme, sentenció. No respondiste.

          Cuando terminó de fumar, se tendió de lado. Sacaste la Parabellum y le disparaste. Todavía tibios, sus sesos se escurren por la pared.

          En este momento, estás matando a tu amante. Todas sus vecinas están viéndote dispararle en el pasillo del cuarto piso, con la misma Parabellum con la que asesinaste a tu hija. Ellas, igual que la secretaria de la Escuela de Danzas, te recordarán cuando la policía les muestre tu imagen. Acababas de abandonar el edificio con sigilo, ¿a que sí?

          También pasé a saludar a mamá. La pobre vieja estaba tan senil que ni siquiera recordaba haber parido gemelos hace cuarenta años. No la culpo; ya pasaron treinta y cinco… Siempre fuiste tan celoso de ella, y ahora está muerta. Todas están muertas.

          Cuando me arrojaste a ese pozo, debiste haberte asegurado de que no saliera.

Atentamente (¿a que sí?),

Hermano.

Leandro Kreitz
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