EN LA NOCHE
- publicado el 12/01/2014
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Los ángeles cuelgan del techo
―En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. El Señor esté con vosotros.
Y con tu espíritu.
Los dedos del sacerdote dibujaron una cruz en el aire. Después, el hombre bordeó un altar níveo y de su superficie recogió un cáliz. Se remangó, lo tomó entre sus manos acartonadas, lo bendijo en un murmullo y lo mostró ante su público.
―La sangre de Cristo, nuestro Señor.
Alabado sea el Señor.
Cerró los ojos, agachó la cabeza. Su barbilla tocó su pecho, su nariz se metió en la copa. Un indescriptible olor metálico impregnó su sentido del olfato.
Sonrió.
―Hermanos: para celebrar dignamente estos sagrados misterios, reconozcamos nuestros pecados. Dios todopoderoso, ten misericordia de nosotros. Llévanos a la vida eterna.
Y bebió.
―Señor, ten piedad.
Señor, ten piedad.
―Cristo, ten piedad.
Cristo, ten piedad.
Después, asintió: una misa apoteósica necesitaba misericordia.
―Unamos nuestras voces en un único rezo, hermanos.
Un tintineo ahogó sus palabras. La copa cayó al suelo, pero nadie se inmutó. Los rezos prosiguieron sin interrupción.
Gloria a Dios en el cielo y en la tierra, paz a los hombres que ama el Señor. Por tu inmensa gloria, te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos y te damos gracias, Señor Dios, Rey celestial, Padre todopoderoso. Y tú, Hijo único, Jesucristo, Cordero de Dios, Hijo del Padre, tú, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros y atiende a nuestra suplica. Tú, que estás sentado a la derecha del Padre, ten piedad de nosotros. Porque solo tú eres Santo; solo tú, Señor; solo tú, Altísimo. En nombre del Espíritu Santo y la gloria de Dios Padre.
Amén.
Espeso líquido carmesí dibujó abstractos en el suelo.
―Daos la mano e id en paz, hermanos…
Sin embargo, nadie esbozó palabra o gesto alguno.
A su excepción.
Los zapatos del sacerdote chapotearon en sangre. A su alrededor, varias figuras se perfilaban en la penumbra y se alargaban hasta perderse en el infinito.
Un reloj, doce horas. Un juego, doce sombras.
Ancladas con esposas a la parte superior de la estancia. Cuencas de los ojos vacías. Muñecas sangrantes y descarnadas, encadenadas sobre sus cabezas.
Las víctimas, desnudas, lucían la espalda desgarrada. La piel, perfectamente seccionada, se abría hasta formar dos alas que se extendían hasta el techo. De allí, con pinzas metálicas oxidadas, tendía la carne muerta, aún adherida a los hombros de los mártires.
Una masacre, doce donnadies. Un ejército, doce ángeles.
Quitando importancia al mutismo de los congregados, el sacerdote paseó entre ellos y los observó sin pudor. Su lengua arrancó hasta atascarse en una enrevesada letanía en la denominada lengua muerta. El silencio que pintaba las paredes oscuras y mal iluminadas de aquel antro solo quedó interrumpido por el susurro que arrastraba la sotana del sacerdote, el roce de la vida contra la muerte y sus jadeos indecorosos.
Una raza, doce infantes.
El apogeo. Un semblante ciego le devolvió una mirada exangüe. El sacerdote se puso a su altura y clavó sus ojos en las cuencas de su siervo.
―Tú… Tú. No. Me. ¡¡¡Sirves!!! ―exclamó, acompañando el bramido con una bofetada.
El cuerpo del pequeño se estremeció. Las cadenas que lo amarraban tintinearon, sus alas se tensaron. El resto de ángeles imitaron al hostigado.
―Ninguno… Ninguno… lo hacéis…
Con un tartamudeo quejicoso en el gaznate, el sacerdote vio como su propio cuerpo imitaba inconscientemente el tambaleo de las criaturas que lo rodeaban.
Tembloroso, trató de abrirse paso entre los cadáveres. De no ser por la deshonra a la que se habían sometido aquellas criaturas, Dios le habría recompensado muy bien por su tarea de profeta en el plano material. En su lugar, y ejerciendo de Ángel de la Muerte, el sacerdote había desobedecido a la Fe, mancillando, corrompiendo y matando a sus discípulos. Aquellas almas escabrosas, mugrientas y pérfidas ya no obtendrían la Ascensión.
Y él tampoco.
Un cántico pueril y divino embriagó sus oídos.
El Señor no acoge a los que pecan, sino el Caído en las entrañas de la Madre Tierra. Sus fieles arderán en llamas, reducida a cenizas de azufre descansará su alma y la roca rojiza se convertirá en su nueva casa…
Las manos tapando sus oídos eran inútiles. El aire se convulsionó en una ilusión óptica y su visión titiló en tonos carmesíes. Los cuerpos se sacudieron con violencia a su alrededor. Las cadenas se rompieron con un latigazo y chirriaron al caer al suelo y arañarlo. Los ángeles, penitentes, se abalanzaron sobre él. Sus rasgos andróginos estaban contraídos en expresión maleante.
Mareado, febril, el sacerdote se hundió en un Estigia de sangre. Un alarido desgarró sus cuerdas vocales.
―¡Señor, ten piedad!
Señor… Ten… ¿Piedad…?
―¡Cristo! ¡Cristo, ten piedad!
¿¿Cristo…?? ¿¿¿Piedad…???
Los querubines de alas carnosas escupieron una carcajada fogosa y Flegias subyugó al mortificado a sus aguas dantescas.
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