El caserón de la calle Nueve
- publicado el 04/06/2016
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Silencio
Todo comenzó cuando cambió su foto de perfil en facebook. Dicho cambio no conllevó la cantidad acostumbrada de megustas. Nada por lo que preocuparse, en principio. Tan sólo el silencio de algunos contactos con cuya aprobación contaba de antemano.
Su actualización de estado pocos minutos después tampoco obtuvo todo el apoyo previsto. Eso ya le extrañó más, pues se trataba de una cita motivadora del popular Paulo Coelho, autor al que nunca había leído pero cuyas sentencias solían adornar su muro y el de muchos de sus contactos con profusión de megustas, comentarios ycompartidos.
Ello la llevó a reflexionar, sin proponérselo, en torno al seguimiento que últimamente venía recibiendo su twitter. No es que su popularidad en dicha red social se hubiese desplomado, ni mucho menos. Pero sí había percibido un descenso progresivo, tanto en número como en frecuencia, de los retweets de sus publicaciones.
Llegaba tarde a su cita. Antes de guardar el móvil en el bolso comprobó el whatsapp. Nada relevante.
No se presentó. Ni siquiera se molestó en enviarle un whatsapp para avisarla. Tampoco es que se acabase el mundo, no era para tanto. Un buen polvo, sin más. Mientras esperaba se entretuvo tomándose una selfie para su instagram, que inmediatamente posteó en facebook. También compartió el hiperglucémico frapuccino en fotografías desde todos los ángulos posibles. Y actualizó de nuevo su estado con una cita anónima acerca de la informalidad y la deslealtad características de nuestra sociedad. Aguardó unos megustas que no llegaban más que con cuentagotas. Ningún comentario, todavía. No respondía a sus whatsapps ni veía sus privados en facebook. ¿Le habría ocurrido algo malo? Le daba igual, o debería. Lo hubiera llamado pero no quería parecer desesperada. Pagó y se marchó.
Como cada mañana, lo primero que hizo fue consultar sus redes sociales. Apenas algún megusta desganado. Ningún mensaje, tampoco comentarios. Pocos, muy pocos retweets. Y los mismos seguidores- incluso alguno menos, creyó, recontando grosso modo-. Sin novedad en el whatsapp, más allá de las aportaciones intrascendentes que alguien había hecho a una olvidada conversación grupal. Seguía sin tener noticias de su cita. Lo llevaba claro si esperaba que diese no ya el primero, sino un solo paso (más).
Un sombrío estado de ánimo fue apoderándose de ella conforme el día avanzaba sin una sola novedad reseñable en el seguimiento recibido por sus distintos avatares virtuales. Su última actualización de estado en facebook, casi un grito de socorro ya, no se había hecho acreedor ni de un mísero megusta. El silencio de varias de las que consideraba buenas amigas- conocidas íntimas, cuando menos- era lo único que había recibido por respuesta a sus reiterados whatsapps. Tampoco veían sus privados enfaceboook. ¿O era acaso que no querían verlos?
El smartphone de última generación no dio señales de vida en toda la jornada. Bien a la vista sobre el escritorio, al máximo el volumen, la batería recién cargada. Online en toda red social y servicio de mensajería susceptible de su log in, y no eran pocos- de hecho, más bien todos-. Nada. Se habían pasado la mañana, los cuarenta y cinco minutos para la comida y el trabajo de tarde en el más absoluto y deprimente de los silencios. De regreso a casa, en el vagón de metro inusualmente vacío, repasaba cada una de sus ignoradas actualizaciones de estado y tweets en saco roto. Media docena de ilusionadas fotografías profusamente filtradas, incapaces, no obstante, de llamar la atención de nadie. Siquiera la última, de hacía escasos minutos: una instantánea del desierto vagón. Siempre repleto hasta los topes, la soledad con que la obsequiaba aquella noche no generaba en ella sino una mezcla de extrañeza y desasosiego. ¿Dónde había ido todo el mundo? Incluso la mitad de la oficina parecía haberse cogido vacaciones de golpe. Y nadie de entre la otra mitad se había dignado dirigirle la palabra desde… ¿anteayer?
A medida que pasaron los días en aquel silencio contumaz, una terrible sospecha fue formándose en su mente: es posible que en el momento de morir, desorientado por el enorme trauma que el hecho mismo debe de suponerle, el finado no tenga conciencia fehaciente de su propio deceso Algo así llegó a pensar que estaba sucediéndole, una especie de muerte en la red. Porque no le cabía duda de que, en la dimensión gris y sin filtros de la realidad cotidiana, seguía tan viva y coleando como el día que la habían dado a luz. La prueba era que cada mañana había ido a trabajar, lo último que se le hubiera ocurrido hacer caso de no estarlo. Parecía, más bien, haberse vuelto invisible. Y no sólo en todas aquellas páginas web porfiadas en su mutismo. Porque nadie en la oficina hablaba con ella, y sus denodadas tentativas de entablar conversación con los pocos compañeros que todavía andaban por allí- un imparable y súbito absentismo parecía asolar la otrora populosa plantilla-, apenas si obtenían algún monosílabo desganado por respuesta. Lo mismo cuando al regreso, abandonado el ya siempre vacío vagón de metro, se encaminaba al supermercado por calles desiertas y mal iluminadas, animadas y radiantes no hacía tanto, y la cajera, antes tan interesada en su variopinta vida sentimental, se limitaba entonces a mascullar un precio inaudible sin ofrecerle la bolsa reciclable acostumbrada. Incluso el gato se había largado, parecía, para siempre. Y es que la última de sus nocturnas excursiones de caza- tanto de ratas en exceso osadas como de hembras en celo- se prolongaba ya más de lo habitual y razonable.
La pérdida de seguidores que en su cuenta de twitter creía haber percibido unos días atrás se confirmaba con toda crudeza. Ya no era mera sospecha sino hecho demoledor. Una sangría que había venido acelerándose hasta hacer rayar en la irrelevancia su presencia en dicha red. Sus centenas largas de amigos en facebook se habían visto mermadas en unas cuantas docenas ya, y hacía tiempo que sus actualizaciones de estado no importaban a nadie, lo mismo que sus fotografías. También los kilómetros recorridos en sus sesiones de running, minuciosamente consignados por una de tantas apps dedicadas al respecto y puntualmente enlazados a sus variados muros de exposición pública, habían dejado de interesar siquiera a quienes nunca tardaron en jalearlas con telemático ardor.
La constatación de su lastimosa inexistencia se produjo cuando, aquejada de gripe, se había ausentado de la oficina durante los últimos dos días, y ni un solo colega, siquiera el negrero al frente del departamento de recursos humanos, se había molestado en preguntar por ella. No era sólo que sus compañeros no hubiesen descolgado el teléfono o tecleado un caritativo whatsapp, es que su cada vez más menguada nómina de amigos virtuales había hecho caso omiso de sus reiteradas actualizaciones de estado, ignorando sistemáticamente sus intermitentes y debidamente anunciadas jaquecas, la creciente densidad de sus flemas y la cavernosidad doliente de sus ataques de tos. Lo mismo respecto a las fotos con que había venido ilustrando los diferentes remedios ensayados, tanto farmacéuticos como caseros; éstas habían despertado similar, por nulo, interés.
Y llegó el día en que sucedió lo no por inimaginable menos temido: su extinción virtual. Ningún amigo en facebook, ni un solo seguidor en twitter e instagram. Nada. Se ahogaba en el silencio absoluto, enfangada en la soledad de su casa, abandonado un trabajo en el que nadie se había percatado de su ausencia. Corrió al supermercado a procurarse una botella de algo con que ayudar a tragar los tranquilizantes en los que de nuevo había caído tras años de enorgullecedora limpieza. La cajera, aquella que siempre aprovechase el breve momento del cobro para preguntarle por éste o aquél apuesto acompañante con que le había parecido verla, la misma que desde hacía varias semanas apenas si le dedicaba una adusta farfulla del precio de sus compras, ésta vez ni siquiera la vio. No era que no la hubiese mirado- eso, dignarse mirarla a los ojos cuando le espetaba la cantidad requerida, había dejado de hacerlo mucho tiempo atrás-; es que, sencillamente, no la había visto. Y ello pese a haberse quedado parada a escasos centímetros durante varios minutos. Podía oler su densa respiración; sin embargo, sus ojos la atravesaban impávidos, como si estuviera hecha de vidrio. Pasó de largo frente a la figura impertérrita, la botella de ginebra barata en la mano, sin que aquélla alterase su gesto de esfinge.
Media botella y más comprimidos de los recomendables la ayudaron a tomar una decisión. Tras twittearla se encaminó a la estación de metro. Tuvo que esperar pocos minutos antes de ver los faros embocar su parada. Entonces se arrojó a las vías. Decenas de personas se precipitaron fuera de los vagones, alarmadas por el brusco frenazo- impotente ante la tragedia avecinada.
Su último tweet fue trending topic durante algunas horas.
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