«El Valle.»

«Desde nuestra posición en lo alto tenemos unas vistas privilegiadas: un pequeño valle, escondido entre montañas encadenadas, se extiende como una alfombra verde, cubriendo la tierra húmeda; aquí y allá, se aprecia la tonalidad más oscura de los árboles de hoja perenne, salpicando el paisaje como las motas en un dálmata.

Hay un río no muy ancho que parte la escena en dos; sus aguas cristalinas ocultan la peligrosa profundidad, si bien la velocidad del caudal ya advierte que no es un sitio apto para tomar un baño. Las rocas arrancan crestas de espuma a la corriente cuando se encuentran en el inevitable choque, y la luz del sol las convierte en destellos de plata bruñida.

Cuánta paz en una sola imagen.

Estamos sentadas en un saliente de la ladera de la montaña que domina el valle, la más alta de todas. A nuestra derecha, una cascada se precipita hacia abajo casi con furia: su agua es tan clara y pura como el río que alimenta, y su caída se inicia en algún punto muy por encima de nuestras cabezas, totalmente fuera de la vista. Pero ni siquiera su rapidez puede romper la calma del valle.

El ruido es ensordecedor, ahoga cualquier otro sonido, incluso los que, como nuestros pensamientos, no llegan a emitirse; hace fácil dejar la mente en blanco mientras la vista se deleita con el paisaje que hay a nuestros pies. El sol le arranca un gran arcoíris que desciende hasta el suelo, dándole a todo un toque especialmente mágico; las gotas nos salpican: están frías, nos erizan la piel con su gélido beso, y, sin embargo, no es desagradable.

Un águila real planea un poco más abajo, con la elegancia propia de su título, en busca de su presa. Es determinación y poder en estado puro, pues no va a rendirse. Nosotras tampoco.

 

El tiempo parece haberse detenido aquí arriba, pero sigue pasando para el resto del mundo. El color del valle va cambiando, como si fuera un reptil mudando la piel: poco a poco, las hojas pasan del verde al marrón, y la alfombra adquiere tonos ocres, dorados y rojos, manteniendo, aquí y allá, algunas manchas verdes.

El sol arranca destellos de oro y miel a los árboles cada vez que el viento sopla. Éste, indiferente, les arrebata sus ropajes de gala, dejándoles las ramas desnudas y las raíces expuestas al frío del invierno, que no tardará en llegar para cubrir de blanco y azul cada centímetro del hermoso valle.

Y nosotras seguimos sentadas en la ladera de la más alta montaña, oyendo el continuo fluir de una cascada y observando a un águila real planear sobre un bosque de apariencia muerta.»

Sarah Havok
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