Jose Luis Bueno García
- publicado el 09/01/2014
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Equilibrio
Joel era el mejor equilibrista que jamás vi en mis 54 años de circo. Hacía cualquier cosa que le propusieramos, lo que fuera, por imposible que pareciera. Era magnífico. Verle actuar hacía que se te parara el corazón, que el aire dejara de fluir hacia los pulmones. Sólo cuando tocaba el suelo volvías a respirar. Carecía absolutamente de miedo.
Yo le observé muy de cerca desde el primer día que le vi. Llegó taciturno, pidiendo trabajo de lo que fuera. Limpiando jaulas si era necesario. Le pregunté qué sabía hacer, su aura era otra. Me dijo que se le daba bien el equilibrio, así que lo llevé al centro de la carpa, y allí se encendió su luz. Jamás he visto a alguien brillar así. Volaba de una cuerda a otra, hacia arriba, boca abajo, de puntilas, girando, saltando… Pura magia.
Pero. Todo tiene un pero. Su expresión era la de alguien amargo. Alguien que siente dolor en silencio. Su gesto era el más triste que jamás vi. Expresaba soledad y enfado. Para las actuaciones le maquillábamos, pero sus ojos le delataban. Era amable con todos, buen compañero y excelente trabajador. Pero nadie le conocía. Era un auténtico misterio. Pronto empezaron a hablar, ya se sabe, el rumor nace de la ignorancia y la envidia. Que si se enroló en el circo porque había asesinado al amante de su mujer, que si lo dejó todo porque su mujer le engañó con su mejor amigo, que si había cometido un atraco y estaba haciendo tiempo hasta poder gastarse el botín anónimamente… Muchas películas baratas habían visto los de la compañía. Ninguno se acercó jamás ni lo más mínimo al misterio del equilibrista, salvo yo.
Recuerdo aquel día como si lo estuviera viviendo ahora mismo. Recuerdo cada segundo. Yo estaba en la pista, ensayando mi número. Soy mago y el maestro de ceremonia. Algo así como el líder del circo. Todos me quieren y yo les quiero a ellos. Hace unos años compramos entre todos la propiedad del circo, lo que para nosotros fue como comprar nuestra libertad. Ahora funcionamos a modo de cooperativa. Todas las decisiones se consensúan, aunque reconozco que mi opinión tiene algo más de peso. Seran los años, o la experiencia, o ambas. Cuando firmamos la compra sentí que ya lo tenía todo. Hacía apenas unos meses que mis hijos habían llenado mi vida, y ahora esto ponía la guinda. En fin, a lo que íbamos. Aquel día estaba ensayando mi número de los sables cuando uno de ellos, el de verdad, el que daba al público para que comprobara, cayó al suelo rebotando en mi tórax. La herida era profunda, perdía sangre a toda velocidad. Siempre fui aprensivo para mi mismo así que sentí como me desmayaba al instante. Desperté en la caravana de Joel. Me estaba cosiendo. Yo le interrogué con la mirada. Me dijo que era médico, que sabía lo que hacía. Le pedí que no dijera a nadie nada, de lo contrario no me dejarían actuar y para mi era vital poder hacerlo. A cambio de su silencio él pidió el mio. Hicimos esa promesa: teníamos un pacto de silencio a todos los efectos. Se quedó conmigo por si volvía a perder el conocimiento, según dijo. Pero luego supe porqué se quedó en realidad. Allí estábamos los dos en silencio. Yo no podía entender qué hacía un médico haciendo equilibrios en mi circo, así que se lo pregunté. Me explicó que hacía cinco años tuvo dos hijos, mellizos, y que a los diez meses de nacer su mujer los abandonó, al parecer superada por la situación. Él siguió adelante con sus pequeños, eran lo mejor que le había pasado en la vida. Hasta que un día, cuando cumplieron trece meses, la canguro dejó una nota: ” Tus hijos necesitan una familia con padre y madre, y tú libertad para rehacer tu vida, así que ha llegado el momento que todo ésto suceda. Sigue tu vida, tus hijos tienen familia.” La sangre dejó de circular por su organismo. La canguro había secuestrado a sus hijos. Joel me contó que no podía parar de gritar, dijo que sintió como la furia le hacía enloquecer. Necesitaba ver a sus hijos, tenerlos en brazos. Llamó a la policía, contrató detectives, siguió la pista de la canguro. Nada. Sus hijos habían desaparecido de la faz de la tierra. Le dije que me parecía una historia de terror, que debía haberlo pasado relamente mal, pero seguía sin enteder porqué decidió enrolarse en el circo, dejarlo todo …
– Me enrolé en tu circo porque el día que desaparecieron mis hijos tu circo se fué de mi ciudad.
– … , no entiendo, ¿Qué quieres decir Joel?
– Manuel, sí que lo entiendes. Lo entiendes perfectamente.
– Joel yo no tenía ni idea, te lo juro.
– Eres un miserable, y vas a pagar por lo que habéis hecho. En estos meses he recogido información y pruebas suficientes para clausuraros el circo, y, sobretodo, para recuperar a mis hijos.
– Por favor, no lo hagas. Yo no lo sabía. Mi mujer se morirá del disgusto.
– ¿Acaso ella no sabe que los compraste?
– No Joel. Te lo juro. Ella cree que una mujer los abandonó en la carpa el último día de función. Y yo también lo creía hasta que he visto el odio en tus ojos al mirarme.
– ¿Me estas diciendo que acogiste a dos bebés? ¿Así? ¿Sin más? y ¿No se te ocurrió ir a la policía?
– Llevaban una nota. Decía que los cuidaramos, que el circo parecía un lugar maravilloso para que sus hijos crecieran. A nosotros nos pareció una señal del cielo. Mi mujer y yo deseabamos tener hijos desde hacía años, pero ella no se quedaba embarazada. Los niños fueron nuestro milagro. Lo sé, hicimos mal, pero te juro que creímos que nos los había entregado su madre.
– Creí que eras un ser malvado y ruín. Luego te conocí y no parecías serlo. Ahora … yo… no sé qué pensar. Tengo delante todas las versiones de esta historia, todos los errores, yo… Todo es tan distinto a cómo lo había imaginado. No sé qué hacer. Me robaste a mis hijos.
– No Joel, yo no fui.
– Entonces alguien de la compañía lo hizo para ti.
– Entonces fui yo.
– ¿Cómo?
– Cada miembro de esta compañía es mi familia. Si ellos hicieron eso por mi, es justo que yo lo pague por ellos. Mátame, torturame, entrégame, haz conmigo lo que quieras, es justo. Pero no mates al circo por favor.
– O bien…
– O bien, ¿qué?
– Manuel no tengo a nadie más en el mundo que a mis hijos. Pero todo este tiempo he visto cómo les tratáis tú y tu mujer. He visto cómo os tratáis todos aquí. Yo… bueno, yo podría ser parte de esa familia, con la condición de que mis hijos sepan que yo soy su padre. Pueden vivir con vosotros si quieres, pero que sepan que soy su padre. Y yo les podré tener conmigo siempre que ellos y yo queramos.
– Joel, aquel día en que recogí a los niños me equivoqué. El milagro que debía llegar a nuestras vidas no eran ellos, eras tu.
- Equilibrio - 30/08/2014