Sueños Rotos y Animales de Compañía. Primera entrega

Buenas tardes, les dejo las primeras veinte paginas de mi novela Sueños Rotos y  Animales de Compañía. Se trata de un policial ambientado en la ciudad de Buenos Aires. Sin embargo, no es un policial típico, ya que la resolución del misterio no es lo que motoriza el relato. También tiene mucha presencia el humor y, en ocasiones, el absurdo. Otra particularidad es el uso en los diálogos del castellano como se habla en Buenos Aires, con sus formas propias de acentuación y conjugación de verbos. Este mensaje está editado para orientar mejor al lector sobre lo que se va a encontrar. Del mismo modo, edito el relato porque no había caído en la cuenta que la web no respeta el maquetado del documento original y así es un lío leerlo. Bueno, ojalá les guste.

 

 Lunes

        5:40

Todavía era noche cerrada y hacía un poco de frío, pero a Fifí eso le encantaba. La calle era toda para ella y avanzaba despreocupada con un enérgico pasito. Era de naturaleza sensible y aprensiva. Encontrarse con desconocidos u otros animales le causaba una impresión muy fuerte. Se meaba.
Carolina no había podido evitar compadecerse de la condición de su bebé y para ahorrarle malos momentos había decidido que nunca abandonara la seguridad de la residencia Roma, a excepción, por supuesto, de que se tratara de algún evento social al que debía asistir la familia completa. Carolina nunca le hubiera negado la cálida caricia de los flashes.
De no mediar la intervención de Roberto, la pequeña Löwchen jamás hubiera disfrutado de esas vigorizantes y madrugadoras excursiones. El jefe del servicio había sugerido a la Señora que un paseo por Plaza República del Perú podría ser muy provechoso para Fifí, al ofrecerle variedades vegetales más mundanas que olfatear, diferentes de las exóticas especies que podía encontrar en los jardines de la mansión. «¿Más mundanas?» le había preguntado escépticamente Carolina. «En la variedad está el gusto» había respondido Roberto. Además, había agregado, una corta caminata podría alejar a Fifí de la rutina. «La casa termina atrapándolo a uno» había asegurado. Carolina no había podido más que asentir, sintiéndose por una vez comprendida.
«La casa atrapa» pensó también Roberto aquella madrugada mientras se dejaba caer en uno de sus bancos preferidos de la plaza. En siete años de paseos había tenido tiempo de probarlos todos. Con deliberada somnolencia soltó la correa de Fifí y sacó de su bolsillo una cajita metálica. La abrió, extrajo un papelillo y procedió a llenarlo pacientemente de hierba debidamente picada.
Estaba demasiado fresco, consideró, hundiendo más el cuello dentro del abrigo. O, tal vez, él ya no estaba para aguantar ese frío. ¿Cuántas madrugadas como aquella había vivido, la cara congelada, aguantando la calada, sonriendo tontamente al exhalar vapor y humo, comenzando bien un día, a salvo de jefes y patrones? Muchas. Tantas que ahora él era el jefe del servicio.
Encendió el cigarro y aspiró. Todavía hacía demasiado frío. Tal vez fuera momento de animarse a fumar a escondidas en la casa. Soltó el humo y consideró la idea: ¿Quién sacaría a pasear a la perra entonces? Podría encargárselo a Cinthia, si la Señora estaba de acuerdo. Meneó la cabeza, Olga seguramente se enteraría de lo que fumaba en menos de una semana y, si no era Olga, sería alguien más. Mejor no. Seguía en la plaza o dejaba de fumar.
Soltó una risa que se transformó rápidamente en tos. Dejar el porro.
Aspiró profundamente dentro de la bolsa y las emanaciones saturaron su cerebro. La plaza no decepcionaba. Fifí siempre encontraba algo nuevo que olisquear en aquel sitio. Alguna planta rara. El embriagador olor que descendía de los tachos de basura, demasiado altos para ella. Aves o ratas muertas. El penetrante y recio aroma de un macho marcando territorio, seductor e intimidatorio o, muchas veces, la intrigante composición de sus desechos.
Cuando había suerte, la basura no estaba totalmente dentro de los recipientes. Entonces, pasaba minutos pérdida en el mundo de los olores y sabores, algunos dulzones y empalagosos, otros agrios y ásperos. Mayormente, se trataba de comida, aunque de un gusto muy diferente de la que comía a diario.
Con todo, lo mejor era cuando encontraba bolsas plásticas. Después de olerlas, metía la cabeza dentro y las sacudía para vaciarlas de su contenido. Luego, podía mordisquearlas rabiosamente, sintiendo como se estiraba el polietileno hasta que finalmente cedía. También, podía dejarlas intactas para perseguirlas. Nunca disfrutaba tanto como cuando perseguía bolsas. Si el viento ayudaba, lo único que existía en su mundo era esa bolsa bailarina que se torcía y retorcía, caprichosa, tratando de escaparse juguetonamente, acompañada de un coro de crujidos.
Finalmente, sacó la cabeza de la bolsa y luego la zamarreo hasta vaciarla. Estaba mordisqueando un poco de comida cuando llegó el viento y la bolsa, de repente, cobró vida. Subió, subió y subió y, entonces, empezó a agitarse de aquí para allá en medio de un remolino. Fifí aceptó el desafío y comenzó a perseguirla, intentando alcanzarla con agiles saltos y retándola con ocasionales ladridos. Era muy determinada y tanto se concentró en su objetivo que no se dio cuenta que su cacería la había llevado a la calle, hasta que las luces de un solitario coche la cegaron y solo alcanzó a sorprenderse.
Roberto, de pronto alerta y de pie al darse cuenta de que Fifí no estaba a la vista, escuchó el chirriante sonido de una frenada y, un instante después, un golpe seco. El estómago se le hizo un nudo. Corrió. Las luces de un coche se alejaban del origen de los sonidos. Le faltaban apenas unos metros para llegar a la calle cuando la vio volver a la plaza, vacilar unos pasitos y, luego, derrumbarse.
Se llevó una mano a la boca: la Señora Carolina, Carolina Fernández Lozano de Roma, no tendría con quien desayunar esa mañana.
Las vio juntas, abrazadas, en la portada de Rostros. Paseando por New York en la tapa de Gentiles. Siendo recibidas por Mirtha en sus almuerzos televisados. Hija, mi hijita, la llamaba.
«La concha de mi madre», alcanzó a mascullar a pesar de la mano que le aprisionaba los labios y el reflujo ácido que subía por su garganta. La Señora Carolina se iba a volver loca y el Señor Roma se enfurecería. Su carrera, su futuro, estaban tan muertos como el cuerpito peludo de Fifí. Nueve años en la residencia Roma, quince en total como empleado doméstico y, de pronto, se había acabado. Las rodillas se le aflojaron y tuvo que acuclillarse.
Un momento (¡tan sólo un segundo!) de estupidez no podía arruinar todo por lo que había luchado durante una vida. Se quitó la mano de la boca y aspiró una profunda bocanada de aire helado mientras se ponía de pie. Tenía que hacer algo.

 

6:24

Estaba llegando, pensó preocupado Julio Márquez. No recordaba un llamado en madrugada de Roberto desde que tenían veintipocos años y a su amigo le habían caído tres chicas inesperadamente de visita en su casa. Aquello no había vuelto a suceder (ni el llamado de madrugada ni las visitas inesperadas) hasta entonces y, por el tono de su amigo al teléfono, supo que esta vez no iba a ser tan divertido.
En la oscuridad de Plaza República del Perú vio a alguien mover los brazos. Detuvo su F100, vehículo con que se ganaba la vida, junto a la acera, no apagó el motor y salió. Roberto se acercaba con paso rápido. Márquez descartó entonces que tuviera algún problema físico. Frunció el ceño. Barrió con la mirada la zona buscando más personas, pero no las encontró. Se alegró, sospechando que sería mejor que lo que iba a suceder a continuación quedara solo entre ellos dos.
—Roberto —saludó nervioso.
—Gracias por venir tan rápido, che —respondió el jefe de servicio.
—Dijiste que era una emergencia —reparó en el bulto envuelto en unas bolsas plásticas que Roberto llevaba bajo el brazo. Se armó de valor y preguntó—: ¿Qué tenés ahí?
—Esto… —Roberto dudo un poco— esto es Fifí.
—¿Quién? —preguntó descolocado Márquez.
—Fifí, la perra de mis patrones.
—Uh, ¿palmó? —preguntó más que nada por educación.
Roberto asintió y Márquez decidió ir al grano: —Bueno, entonces contáme1, ¿qué pasó? ¿Cuál es la emergencia?
Un par de golpecitos al bulto fue toda la respuesta que obtuvo.
—¿Me despertás a las seis de la mañana y me hacés venir cagando porque se murió una perra?
—No es solamente una perra: Es Fifí —explicó decidido Roberto. Luego su decisión se desvaneció un poco antes de seguir—. Además, no es que se haya muerto sola, sino que…
—¡La mataste! —exclamó interrumpiéndolo su amigo.
—¡No! Calláte y escuchá: la atropelló un coche.
—Uh —se lamentó nuevamente Márquez poniendo cara de dolor—. Bueno, esas cosas pasan…
—No son cosas que pasan —interrumpió Roberto—. Por lo menos no a los perros de los ricos, porque tienen empleados que los cuidan.
—¿La cagaste? —preguntó Márquez, no sin cierta delicadeza.
—La re-cagué —asintió Roberto y miró al suelo. Su amigo siguió su mirada. Así se quedaron los dos unos segundos. El aire que exhalaban se condensaba en la oscuridad.
—Bueno, no pasa nada —dijo el transportista, rompiendo el silencio con un tono más animado—, por más plata que tengan tus patrones sigue siendo una perra y…
—Qué no es solamente una perra —interrumpió ofuscado Roberto—. Además de ser una celebritie —Marques arqueó las cejas, pero Roberto continuó sin prestarle atención— mi patrona vive pendiente de ella. Ya te conté que la trata como si fuera la hija.
—Sí, pero…. —intentó matizar Márquez.

1 Nota del Autor: en los diálogos los verbos son conjugados y acentuados de manera tal que reflejen el uso que dan los argentinos en general, y los porteños en particular, al castellano.

—Se va a volver loca —continuó Roberto nervioso— y va a volver loco al patrón en el proceso y ¿sabés quién va a terminar pagando los platos rotos? Yo, por supuesto.
«Con toda razón» pensó el transportista e intentó tranquilizar a su amigo: —Bueno, si decís que se lo van a tomar tan mal, en el peor de los casos puede ser que te echen. Pero no te hagas problema: con tu currículum vas a conseguir laburo enseguida.
—¡No quiero otro laburo! —Roberto no iba dejar que lo apaciguaran—. Me encanta el que tengo y me rompí el culo para conseguirlo. Además, si Roma me echa ¿sabés de qué voy a encontrar trabajo? De repartidor de pizzas, como mucho.
—No seas exagerado —cortó Márquez.
—No exagero —contestó Roberto con vehemencia—, yo hablé con compañeros a los que Roma echó. El tipo se encarga de que todas las familias de clase alta, los restaurants y hoteles de cierto nivel sepan que les hizo la cruz. Para encontrar algo bueno te tenés que ir del país, prácticamente. Además, si te llega a pescar robándole, aunque sea una boludez, mueve sus influencias para que vayas preso sí o sí.
—Bueno, pero vos no le robaste nada.
—No —acordó Roberto—, pero si a Roma le rompés algo valioso te echa y, encima, te hace pagárselo. ¿Tenés idea de cuánto puede llegar a valer una perra que es tapa de revistas y sale en televisión? Tiene coiffeur y todo, la muy puta.
Márquez lo miró en silencio, sin tener idea de qué decir o hacer para consolar a su amigo. La perra era realmente famosa (incluso él la había visto en las revistas) y Patricio Roma tenía reputación de ser inflexible tanto en sus empresas como en su actividad política. Levantó dubitativamente el brazo derecho, decidiendo si debía darle unas palmaditas en el hombro. Roberto le puso el bulto en brazos, apretándolo contra su pecho.
—Tenés que llevártela —le dijo firmemente.
—¿Eh?
—Mis patrones nunca tienen que llegar a saber que a Fifí la atropellaron por mi culpa.
—Pero… yo… —balbuceó Márquez intentando devolverle el bulto a Roberto, pero el jefe de servicio dio dos pasos atrás y mantuvo los brazos pegados al cuerpo— ¿Qué voy a hacer con esto?
—Vas a esconderlo —explicó Roberto—, en tu casa o donde quieras, porque a Fifí me la robaron.
—¿Qué…
—Me asaltaron —continuó Roberto sin escucharlo—, me pegaron, se llevaron a Fifí. —Miró a su amigo a los ojos— No me pueden echar por eso.
—Pará un poco —intervino Márquez, esquivando su mirada. Las cosas se estaban descontrolando—. Esto es una boludés. Decíme, ¿por qué alguien te iba robar una perra?
—Hoy en día roban de todo —respondió el jefe de servicio.
—Bueno, sí —aceptó Márquez— pero ¿una perra? Es una locura.
—Fifí es una Löwchen. Un cachorro vale como dos mil dólares.
—Uf, ¿tanto? –Se escandalizó el transportista–. Entonces, sí —tuvo que admitir a pesar de sí mismo—. Además, es un animal famoso —completó, considerando en voz alta la idea.
—Igualmente —cortó Roberto—, yo no voy a explicar para qué querrían unos ladrones a Fifí. Voy a contar que la paseaba tranquilamente como cada mañana, se acercaron dos tipos armados, me amenazaron, me pegaron y se la llevaron. Que mis patrones piensen si la querían para venderla, para comérsela o si solamente lo hicieron por joder.
Miró a su amigo, frente a él en la acera del parque, apenas sosteniendo el bulto embolsado. No estaba nada convencido, pero lo necesitaba y se le acababa el tiempo.
—Julio —dijo, volviendo a mirarlo a los ojos—, decíme qué es lo que no te cierra.
—Nada, en verdad —respondió Márquez con firmeza—. Primero, dudo que tus patrones te crean, por lo que, además de haberles matado a su perra, vas a quedar como un mentiroso. Segundo, si te llegan a creer van a llamar a la policía y ahí sí que todo se complica.
—Roma no va a llamar a la policía —dijo Roberto con una seguridad y firmeza que estaba muy lejos de sentir—. Está de campaña y no quiere quilombos. En la casa tenemos más secretismo que la CIA. ¿Te lo imaginás llamando a la policía por una perra? —terminó con una media sonrisa irónica.
—Pero —razonó Márquez—, ¿no me dijiste recién que para ellos la perra no era solamen…?
—Igual —interrumpió rápidamente Roberto—, si llegan a hacer la denuncia, la policía va a estar buscando a dos tipos armados —argumentó con serenidad.
Las luces de un coche aparecieron. Roberto contuvo el impulso de tirarse al suelo para que no lo viera cuando pasaba. Amanecería dentro de poco y, seguramente, en la mansión sus compañeros ya se estarían preguntando por qué todavía no había vuelto con Fifí. Lo mordió la desesperación.
—Bueno, meté la perra en la camioneta —le ordenó más que pidió a su amigo, mientras lo giraba en dirección a su vehículo— y, también traé la….
—Pero… —interrumpió Márquez girándose de vuelta.
—Pero ¿qué? —cortó a su vez Roberto olvidándose de disimular su desesperación.
—Qué no van a creer qué fue un asalto —respondió picado el transportista—. Vas a decir que te amenazaron, que te pegaron, pero no tenés ni una marca.
—Ya lo sé, Julio —dijo Roberto como si aquello fuera lo más obvio del mundo—. Por eso antes te estaba pidiendo que guardaras a la perra en la camioneta y trajeras la barreta.
—¿La barre… —comenzó a preguntar Márquez y luego comprendió. —Vos estás loco.
—Tienen que creer que defendí a Fifí y que tuvieron que quitármela por la fuerza —explicó el jefe de servicio—. Voy a decirles que me golpearon con las pistolas.
Márquez lo miró a los ojos, serio, midiéndolo. Roberto supo que ahí se estaba jugando la realización de todo el montaje que había planeado. Julio necesitaba convencerse de que él estaba realmente dispuesto a todo. Aspiró el aire frío de la, todavía, noche. Le pareció aún más frío, más vivido. Pudo casi paladear el diésel que emanaba de la paciente F100 que aún esperaba.
—Necesito que me ayudes —dijo clavando los ojos en los de su amigo. Márquez le mantuvo la mirada unos instantes y, finalmente, asintió. Dio la vuelta y caminó hasta la parte trasera de su vehículo, que estaba cubierta por una cúpula de fibra de vidrio. Miró en rededor para asegurarse de que nadie lo observaba, abrió una de las dos portezuelas y metió el bulto que había sido Fifí. Lo cubrió con una de las mantas que utilizaba para evitar rayones cuando transportaba muebles. Cerró la portezuela y avanzó hasta la cabina. Se sentó en la butaca del conductor y medio inclinó su cuerpo hacia la derecha, buscando en el suelo del acompañante. Encontró la barreta, apagó el motor y salió del vehículo. Caminó hasta su amigo blandiendo la barra de metal.
—¿Y ahora? —preguntó con serenidad.
—Vamos para allá —respondió Roberto señalando un grupo de árboles cerca del centro de la plaza. Quería evitar en lo posible que alguien los viera.
Caminaron sin decir una palabra. Cuando llegaron, Roberto se arrodilló en el suelo y dijo: —Esta es la posición en que voy a decir que me obligaron a estar los ladrones —explicó—. Los tipos se acercaron, me amenazaron con las armas y me hicieron arrodillar. Luego me pidieron que les entregara a Fifí, yo me negué y me dieron el primer golpe. Acá —se tocó la mejilla izquierda—. Entonces me vi obligado a entregarles el animal y, antes de irse, me dieron otro golpe en la nuca, dejándome inconsciente. Ese el motivo por el que voy a volver a la mansión con tanto retraso.
Desde arriba, su amigo lo miraba dubitativo.
—¿En serio querés que te pegue con esto en la cara? —preguntó el transportista sopesando la pesada barra metálica.
—Sí, Julio —respondió vehemente Roberto, sintiéndose cansado, ansioso y cagado en las patas al mismo tiempo—. Si mis patrones ven un buen moretón me van a creer y puede que hasta se apiaden de mí, por lo que no perdería mi trabajo, ni tampoco mi vida actual, ¿entendés? Así que dame un buen fierrazo en la cara y déjate ya de joder.
Márquez solo ofreció un solemne asentimiento como toda respuesta. Luego tomó la barreta con las dos manos. Eligió un punto de impacto en la mejilla izquierda y simuló el golpe. Se sintió como un golfista sádico. Entonces, levantó la barra, respiró profundo y dijo «Va».
Nació como un punto, fiero y cegador, pero en un instante el dolor se transformó en una garra, maligna y salvaje, cuyos dedos se expandieron, se incrustaron, atenazando su cabeza. Roberto tuvo una vaga conciencia de estar cayendo sobre su costado derecho. Solo unos segundos después se descubrió a sí mismo gimiendo, mientras se sujetaba el rostro con las dos manos. «¿Estás bien? ¡Eh! ¿Estás bien?» escuchó que Julio le preguntaba.
—Sí —mintió. Con mucho esfuerzo y la ayuda de su amigo logró incorporarse.
—Bueno —dijo Márquez mirando el reloj—, tenemos que apurarnos que ya son las 6:35. Preparáte para el otro golpe.
—¿Qué? —casi gritó Roberto. Abrir la boca así le hacía doler más la cabeza—. Ni loco me dejo pegar de nuevo con eso —dijo en tono más bajo pero todavía firme.
—Pero, si me contaste como habías planeado todo para que tus jefes te creyeran —Márquez hablaba en tono artificialmente asombrado—. Si volvés a la casa con solo un golpe ¿cómo vas a hacerles creer que te resististe a entregar a Fifí a las primeras de cambio o, si no, cómo van a creer que quedaste inconsciente todo este tiempo que ya llevás de retraso?
Roberto jadeó contrariado, cerró los ojos, apretó en puño y luego soltó las manos un par de ocasiones, pero ningún gesto le ayudó a encontrar la respuesta que necesitaba. Con todo dolor se escuchó diciendo: —Tenés razón.
Tuvo que volverse a arrodillar y miró de reojo a Julio que ya se había posicionado nuevamente en su costado izquierdo. Sintió un escalofrío cuando la barra le tocó la nuca al ensayar Márquez el golpe.
—Con un chichoncito alcanza ¿sabés? —dijo preocupado—. No hace falta que me noquees en serio, ¿ok?
—Ok —respondió con aire tranquilizador Márquez.
—Cómo lo disfrutás, forro —lo acusó Roberto.
—Para nada —respondió Márquez y golpeó. Su amigo volvió a caer indefenso, esta vez hacia delante. El transportista exhaló relajadamente, dio un par de golpecitos al césped con la barra, la soltó y se agachó a ayudarlo. Con cuidado lo puso de lado y comprobó que estuviera consciente. Pese a que sus gemidos eran más débiles en esa oportunidad, al menos, no se había desmayado. Le tocó con cuidado la nuca. Se estaba formando el chichón pero no había sangre.
Roberto empezó a quejarse en voz más alta y luego a balbucear. «La concha de tu madre» alcanzó a entender Márquez luego de unos momentos. Era buen síntoma.
Roberto sentía las piernas como un flan y necesitó apoyarse casi completamente en Julio para ponerse de pie. Inexplicablemente, recordó una largamente olvidada entrevista a Latigo Coggi luego de su primera pelea con Eder González y comprendió lo que el campeón había dicho sobre los sachet de leche.
—Roberto, es tarde, tenés que volver —dijo con suavidad Márquez.
—Sí —alcanzó a articular el jefe de servicio—, dame un momentito.
—Bueno, pero un minuto solamente —accedió casi a regañadientes Márquez—, hoy ya es lunes y el tráfico importante esta por empezar —argumentó. El paso sucesivo de dos coches por la calle donde estaba la F100 avivó su urgencia. Miró atentamente alrededor y se tranquilizó un poco: todavía no había nadie caminando por la zona. Tenían que aprovechar la oportunidad y terminar ya con toda aquella estupidez. Afortunadamente, Roberto ya comenzaba a sentirse con fuerza suficiente como para intentar mantenerse en pie por cuenta propia. Se tambaleó un poco, pero aguantó.
—Era un golpe suave —le reprochó en tono bajo y dolorido.
—Fue un golpe suave —se defendió Márquez.
—¡Casi me partís la cabeza! —empezó Roberto con un grito, pero el dolor le hizo terminar la frase mucho más abajo.
—Te puedo asegurar que fue suave. Si te hubiera pegado en serio todavía estarías nocaut en el suelo y eso con mucha, pero mucha, suerte.
Roberto masculló algo, pero no continuó con el asunto. Además, tenía cosas mucho más importantes que hacer.
—Acá ya terminamos —dijo y notó que tenía tierra en la boca—, llévate la perra y guárdala en tu casa por unos días. Después te llamo y la tiramos al río o algo. —Hizo un esfuerzo y trató de mirarlo intensamente a los ojos— No hablés de esto con absolutamente nadie, ¿está bien?
—Claro que no voy a hablar de esto —respondió indignado Márquez— y vos tratá de que no nos metan a los dos presos —remarcó la última palabra. Se dio media vuelta y caminó enfadado a la camioneta pero, a medio camino, se detuvo a comprobar si su amigo podía andar. Se tambaleaba un poco, pero podía. Continuó hacia su F100, se subió, encendió el motor y se alejó de allí lo más rápido posible.

 

6:46

Salió del cálido vapor del baño con una toalla envuelta en la cintura y otra sobre la cabeza. Pasó a los pies de la cama sin mirar a Carolina y entró en el vestidor dejando la puerta abierta. Con todo lo que tenía encima, pensó Roma, era poco probable que viera perturbado su sueño por la luz, el ruido o una actuación de Divididos. Se frotó el cabello con la toalla para secarlo y luego la tiró al suelo. Tomó una camisa blanca que colgaba de una percha junto a otras seis más y la observó atentamente. Sin arrugas. La olió. Frescura, limpieza, sin cargar el olfato. Se la puso y comenzó a abotonarla metódicamente.
Empezaba una semana importante. Tenía muchas cosas de las que ocuparse. El último sábado las encuestas le daban un margen de 28 % de ventaja respecto a Buitrago en intención de
voto. Un 3,2 % más que dos semanas atrás. En cuanto a imagen personal la diferencia era todavía más amplia. Sí, salvo catástrofe, en menos de dos meses se iba a convertir en Intendente de la Ciudad. Ya no se trataba de llegar a gobernar, sino de hacerlo a total voluntad, a su estilo.
Para eso tenía que aprovechar la poco habitual oportunidad de conseguir el quorum propio en la Legislatura. Así, alcanzaría la fuerza numérica necesaria para hacer resolutiva cualquier sesión legislativa y, también, le otorgaría, prácticamente, la capacidad de aprobar sus propias leyes sin tener que pactar con ninguna otra fuerza política. Sin embargo, para alcanzar el quorum necesitaría todavía más votos.
Los votos se los estaba ayudando a ganar su principal instrumento en política. Un instrumento que él mismo había forjado, con tenacidad, pulso político y millones: el Partido por el Progreso.
Sus militantes lo habían hecho bien de momento. Le daban a la marca Patricio Roma una base estructural firme y balanceada. No eran tantos como en otras fuerzas políticas pero, en cambio, eran rápidos y efectivos. Había buscado buenos cuadros. Gente que veía una profesión en la política. Pragmáticos que no se entretenían con doctrinas o ideales. Sí, lo habían hecho bien de momento, pero eso no significaba que les permitiría triunfalismos.
En su partido, como en sus empresas, no había lugar para esa clase de actitudes, porque eso solo conducía al relajamiento, la dejadez y la falta de atención. ¿De qué otro modo podía calificar el hecho de que ninguno de sus militantes hubiera previsto el escrache público a Saavedra el último miércoles, o que su equipo de pintadas fuera sorprendido y apaleado por un grupo de desconocidos el viernes a la noche? ¿Y, qué decir de la tibia reacción de Augusto y Guillermo?
Ese tipo de actitud no era admisible. Los había dejado regocijarse con el 28 % de ventaja durante todo el fin de semana, pero a partir de esa mañana iba a ajustar unas cuantas tuercas. Quería conseguir el quorum y estar preparado para el contrataque de Buitrago, Cajetilla y los demás rivales.
Terminó con la camisa y descolgó un traje de dos piezas azul oscuro. Elegante, caro pero sin ostentaciones. Se sentó en un taburete y se puso el pantalón. Volvió a ponerse en pie, acomodó la cintura y abrochó primero el botón interior. Había otra cosa que le preocupaba. Mucho. Quería ir bien preparado al encuentro del miércoles con la Policía Federal, o su representante, mejor dicho. La institución estaba pasando el peor momento de la última década, cuestionada públicamente por dos escándalos que no dejaban de acaparar los medios de comunicación.
Por el contrario, él estaba mejor que nunca y había cosas que quería obtener de la policía, no en vano su campaña se apoyaba firmemente en combatir la delincuencia y la inseguridad ciudadana. Sin embargo, dudaba si ir al encuentro exigiendo, haciendo valer las diferentes actualidades que estaban viviendo, o, por el contrario comportarse de un modo mucho más conciliador. Tenía claro que en política el futuro se edificaba aprovechando las ventajas coyunturales. Imaginarse ir a una mesa de negociación y no presionar a fondo, no machacar a su oponente, le enfermaba. Pero, tenía un problema: algo le decía que no debía subestimar a la Federal. Bufó mientras terminaba de ponerse las medias y tomaba unos impecables zapatos negros.
Tocaron levemente a la puerta dos veces, pero en el silencio matinal fue suficiente para que Roma dejara lo que estaba pensando. Disgustado a la vez que extrañado, salió del vestidor y se dirigió hasta la puerta de entrada al dormitorio. En la cama, Carolina seguía durmiendo pesadamente. Una mueca de asco se formó en los labios de Roma.
—¿Qué pasa? —demandó al abrir la puerta. Era la cocinera.
—Buenos días, Señor —saludó respetuosa Olga. Roma la notó nerviosa—. Hay un asuntito que…—continuó, eligiendo las palabras.
—Decíme qué pasó —ordenó Roma.
—Eh… —dudó la cocinera, incomoda en el umbral— tal vez sea mejor que baje a la sala para que se lo contemos, Señor —terminó señalando con la cabeza la cama detrás de Roma, donde se veía dormir a la Señora. El millonario estuvo a punto de exigirle nuevamente que hablara de una vez, pero se detuvo. Podría ser que, por una vez, esa inútil estuviera demostrando buen criterio.
—En un minuto bajo —terminó respondiendo y cerró la puerta. Volvió al vestidor a buscar sus zapatos. No pudo evitar mirar de reojo a su mujer.

6:54

La amplia sala principal de la residencia Roma tenía una también amplia escalera con escalones de mármol. La escalera, a medida que subía, se dividía en dos conduciendo a cada una de las alas de la mansión. Roma apareció desde la izquierda y se detuvo un momento cerca de la barandilla, estudiando el panorama de abajo. Solo estaban Olga y Roberto, de espaldas a él. Comenzó a bajar. Roberto estaba sentado en uno de los sillones, apretando una bolsa de hielo contra su cabeza. Roma gruñó disgustado.
Dos escalones antes del final, la corpulenta cocinera lo escuchó y dejó de mirar preocupada a Roberto, para mirarlo preocupada a él. Roma siguió acercándose. A un metro de ambos se detuvo, erguido, la frente en alta, mirando con firmeza a su empleada y esperó.
—Señor —comenzó Olga, evidentemente nerviosa—, Roberto tuvo un problema cuando sacó a pasear a Fifí. —La mujer parecía buscar las palabras, Roma se impacientó—. Creo que es mejor que se lo cuente el propio Roberto. Él puede darle más detalles —dijo finalmente la cocinera y luego dio un paso al costado, alejándose de su compañero.
El jefe de servicio tardó en reaccionar. Luego, puso cara de sorpresa y susto, aunque trató de disimular ante el patrón. Carraspeó y decidió levantarse del sillón, pero aparentemente el dolor de cabeza se lo dificultó. Roma notó que tenía un moretón violáceo de buen tamaño en la mejilla izquierda, aunque el hielo se lo aplicaba en la nuca. El mayordomo insistió y logró ponerse en pie. Bajó la bolsa de hielo. Volvió a carraspear. Roma lo observaba con silenciosa desaprobación.
—Sí —comenzó Roberto—, hoy saqué a pasear a Fifí, como todas las mañanas y, bueno —bajó la mirada—, me la robaron.
Luego de un momento volvió a levantar los ojos. El Señor lo miraba fríamente. Pasaron unos segundos. Roberto se movió incómodo.
—¿Qué? —preguntó finalmente Roma.
—Me robaron a Fifí —respondió en voz baja el empleado.
—¿Quién te la robo? —exigió saber el millonario.
—Dos hombres, tenían armas, me pegaron —Roberto le mostró su mejilla izquierda.
—¿Te robaron en el jardín de la casa? —continuó preguntando Roma sin hacer caso del moretón— ¿Y los de seguridad no hicieron nada?
—No, Señor, no me robaron en los jardines de la casa. Yo saco a pasear a Fifí a Plaza Perú todas las mañanas. Ahí me robaron. —Roma enarcó las cejas. Roberto sabía que aquello sonaba raro—. Hace siete años que los paseos matutinos los hacemos ahí —explicó—, es algo que quiere su esposa, Señor.
Roma consideró el asunto mientras continuaba observando a su empleado. Teniendo tanto jardín dentro de la mansión, sonaba realmente estúpido sacar al bicho ese a un parque. Obviamente, Roberto mentía. Sin embargo, había aprendido a no subestimar la estupidez de Carolina, sobre todo en lo que involucraba a Fifí. Miró a la cocinera, que asintió.
—Entonces, estabas en el parque y dos tipos te robaron a Fifí —dijo Roma—. ¿Cómo?
—Yo estaba, como siempre, paseándola por el centro del parque —respondió Roberto—. Fifí hacía lo habitual, olisqueaba, orinaba.
—Qué interesante —comentó Roma—. ¿Y?
—Se me acercaron dos tipos por la espalda —continuó con voz nerviosa Roberto—. Cuando estuvieron a unos metros sacaron unos revólveres y me dijeron que me quedase quieto y que me arrodillara. Que no los mirase o me mataban. Se acercaron y me exigieron que les entregase a Fifí.
—¿Fifí fue lo primero que te pidieron? —preguntó el millonario con el ceño fruncido—. ¿Te robaron la plata?
—No, ni plata, ni reloj, ni billetera, ni nada —explicó Roberto—. Solo a Fifí.
«Qué raro», pensó Roma.
—Entonces, les entregaste a la perra y…
—No, Señor —interrumpió ansioso Roberto—. Me negué a entregarles a Fifí. Les dije que se llevaran cualquier cosa menos a la pobrecita. Entonces, me golpearon con el revólver —volvió a mostrarle el moretón del pómulo y luego ensayó un gesto resignado—. Lo siento, mucho Señor, no pude hacer otra cosa que entregarla.
«Estúpido. Hacerse pegar por esa perra de mierda», pensó Roma.
—Después, ¿pasó algo más? —preguntó.
—Bueno, agarraron a Fifí y me volvieron a golpear en la nuca. Me desmayé, no sé bien cuanto tiempo, pero es por eso que recién acabo de llegar.
—Pará un poco. ¿Estuviste desmayado en el parque? ¿A qué hora pasó todo esto?
—Y… —Roberto pensó un poco— casi a las seis, Señor.
Roma miró su reloj, ya había pasado una hora. Algo no le cerraba.
—Estuviste como media hora tirado en un parque y nadie te ayudó, nadie llamó a la policía.
—No, tan temprano no suele haber nadie en el parque, Señor.
Roma asintió, escéptico.
—O sea, que te despertaste y volviste hasta acá vos solo.
—Sí, Señor. Me costó mucho, estaba muy mareado. Tardé mucho más de lo habitual —explicó Roberto.
—Por lo visto, supongo que no hay ni un solo testigo de lo que me estás contando —dijo el millonario, con un atisbo de sonrisa en la comisura izquierda de su boca.
—No, Señor —admitió Roberto. El estómago se le anudó—. A esa hora…
—Sí, sí —lo interrumpió Roma—, a esa hora no suele pasar mucha gente. —Hizo una pausa— Bueno, entonces contéstame una cosa: ¿Estás seguro de que no te falta nada? El reloj, la billetera, algo. Tal vez te metieron mano cuando estabas desmayado.
—No, Señor —respondió Roberto—. Estoy seguro.
—Fijáte —ordenó el Señor.
Roberto soltó el hielo sin protestar y revisó todos sus bolsillos. Tenía un juego de llaves, algo de dinero en billetes y monedas y un teléfono móvil. Los dejó sobre la mesita de cristal de la sala.
—Tengo todo, Señor —dijo finalmente, felicitándose en silencio por haberse deshecho de la marihuana y los papelillos.
Roma sacudió la cabeza, considerando todo lo que había escuchado.
—Perfecto, todo muy bonito. Pero —puntualizó—, ¿sabés algo? No te creo.
Roberto se quedó paralizado, sintiendo que se mareaba todavía un poco más.
—Pero… Señor, me… me pegaron —objetó débilmente, pálido, volviendo a mostrar su moretón.
Roma lo desestimó con un ligero pero firme movimiento de mano. Lo presionó solo mirándolo, sabiendo todo lo fríos que podían ser sus ojos azules.
No me cree, pensó desesperado Roberto, sintiéndose cada vez más insignificante. Sabía que no le iba a creer, en el fondo lo sabía. Iba a llamar a la policía, supo. Hijo de puta, ¿por qué no le creía? Tenía la cabeza rota como prueba.
Los bolsillos y las cosas, comprendió. «Roma no cree que alguien pueda robarse una perra solamente. Cree que la cagué y después me inventé una historia loca», pensó. Para Roma era solamente una perra. Sin embargo, Fifí era mucho más.
—Fifí es más que una perra —dijo, ganando un poco más de seguridad—. Es más valiosa que cualquier otra cosa que yo pudiera tener encima, Señor.
En eso tenía razón, admitió a desgano Roma. Entornó los ojos, pero manteniendo todavía la mirada. ¿Podía ser que los ladrones supieran qué era a Fifí a quien robaban? ¿Qué lo tuvieran vigilado al boludo ese…
—Un secuestro —susurró como para sí misma Olga, pero Roma alcanzó a escucharla. Pestañeó. ¿Sería posible, con un perro?
Escrache, paliza. Ahora secuestro.
—¿Qué te dijeron los ladrones antes de irse? —exigió saber.
—¿Decir? No dijeron nada, Señor —respondió Roberto—. Agarraron a Fifí y me golpearon en la nuca. Me desmayé y cuando me desper…
—Sí, sí —lo cortó Roma—. Esa parte ya la escuché. —Hizo una pausa, no sabía bien que pensar. Era una época demasiado importante como para desestimar peligros así porque sí.
—Bueno, escúchenme ustedes dos —les dijo a Olga y Roberto—: Quiero que les quede claro esto: nadie más tiene que saber que robaron a Fifí ¿está claro?
Los dos asintieron. Roma continuó:
—Y, que les entré esto en la cabecita, la persona que menos tiene que enterarse de esto es mi mujer.
Los empleados rebulleron incómodos.
—¿Qué pasa? —les preguntó Roma.
—Nada, Señor —tuvo el valor de responder Olga—. Pero, ¿qué le vamos a decir a la Señora Carolina cuando nos pregunté por ella?
Roma pensó durante un segundo. Era un tema delicado.
—¿A qué hora se levanta? —les preguntó.
—Entre las doce y la una de la tarde, Señor —respondió Roberto.
—Ok. Yo antes de esa hora los llamo para informarles de qué es lo que quiero que le digan. ¿Entendieron?
—Sí, Señor —respondieron a coro.
—Perfecto, porque si no cumplen con lo que les ordené, los voy a echar a patadas a los dos, sin importar quién haya tenido la culpa. ¿Esto también lo entendieron?
Esta vez solo asintieron, intimidados. Roma los observó unos segundos, dejando que su amenaza los calara. Luego bajó la vista, pensativo. Sus ojos descansaron sobre la mesita de cristal, cerca de las pertenencias de su empleado. Se dio cuenta de algo.
—Tenías el teléfono encima —le dijo al jefe de servicio—. ¿Por qué no llamaste a la policía cuando te despertaste del desmayo?
—Porque usted, Señor, siempre nos exige la mayor discreción —respondió rápidamente Roberto y se sintió un poco orgulloso de sí mismo.
—Bien —aprobó Roma—. Bueno, ahora voy a encargarme de unas cosas y, ¿quién sabe?, tal vez tengas suerte y Fifí aparezca antes de que todo este asunto se complique y yo tenga que tomar medidas extremas. —Roberto lo miró atemorizado y eso reconfortó un poco a Roma. Puso cara de irónica preocupación y continuó—: Tendrías que ir al médico a que te vean esos golpes.
Roberto sintió pánico. Por más que estuviera de acuerdo en qué necesitaba atención médica (la cabeza lo estaba matando), no podía arriesgarse a que le hicieran un examen completo, sangre incluida, donde descubrieran la marihuana.
—Puede ser, Señor —admitió—. Sin embargo, si la Señora Carolina despierta y no encuentra a Fifí ni a mí puede sospechar que pasa algo raro. Yo puedo decirle que están bañando al animal, o algo así, para ganar tiempo.
Roma frunció el ceño. Eso no lo había considerado.
—Como quieras, entonces —le dijo. Luego les lanzó una última mirada intimidatoria y subió las escaleras. Tenía que terminar de vestirse. Al parecer, el lunes se presentaba mucho más difícil de lo que había pensado.

7:38

Estaba preocupado, tuvo que reconocer Roma aún a pesar de sí mismo. Rebulló incomodo en el mullido asiento trasero de cuero del A7. Tamborileó los dedos junto a la ventanilla izquierda y echó una mirada fuera. Le fascinaba Buenos Aires. Siempre lo había hecho.
Seis años atrás, cuando finalmente había decidido comenzar su carrera política, el objetivo era la presidencia de la Nación, por supuesto. Desde entonces, había estado cumpliendo los pasos que él mismo se había marcado: Construir un partido en torno a su figura; acceder a la Legislatura en su primera presentación electoral, cuatro años antes; ganar la mayoría parlamentaria en los siguientes comicios; y ahora tenía al alcance de la mano convertirse en Intendente. Sin embargo, gobernar Capital Federal significaba para él mucho más que un simple peldaño. Era la ciudad que lo había modelado. Su noche, su universidad, sus barrios, su fútbol. Se había zambullido en la vida porteña, disfrutándola, dejando que formara parte de él. A través de la intendencia tenía la oportunidad de ser recíproco con Buenos Aires, de ahora él poder darle su forma.
Sin embargo, la visión de la ciudad a la poderosa luz del amanecer no le aportó la serenidad habitual. El pasado miércoles, el que iba a ser uno de sus hombres fuertes en el futuro gobierno había sufrido un vergonzante escrache frente a todos los medios de comunicación. El viernes a la noche su equipo de pintadas había sido golpeado brutalmente en plena calle. Esa misma madrugada de lunes, siempre y cuando la historia de Roberto fuera cierta, habían atacado a uno de los sirvientes de su propio hogar, llevándose su propiedad. ¿Casualidad o contrataque de sus rivales?
Lo que más irritaba a Roma era que los tres episodios lo habían tomado a él y a su partido con la guardia baja. Hasta la noche anterior, sus asesores todavía no habían averiguado quienes eran los integrantes del grupo de choque que había atacado a su gente el viernes. Ni tan siquiera sabían a qué fuerza política pertenecían.
Triunfalismo, pensó Roma, bufando. Su partido hacía la plancha, festejando de antemano, mientras sus rivales preparaban como golpearlo para retomar el terreno perdido.
No lo permitiría. Esa mañana la actitud festiva y pasatista se acababa. Iba a exigir resultados.
Volvió a mirar por la ventana. El A7 lo llevaba por una autopista y tuvo una visión panorámica de su ciudad despertando. Los rayos del sol le dieron en la cara. Pestañeó, pero no se puso los anteojos de sol ni oscureció los cristales del vehículo. Le gustaba entrecerrar los ojos, disfrutar de la fuerza de la mañana. Sin embargo, a los pocos segundos gruñó. Algo lo seguía preocupando.
Tenía que decidir cómo encargarse del asunto de la perra. El único motivo por el que no había considerado la historia de Roberto como una patraña era la actual coyuntura política en la que se encontraba. El robo de Fifí podía tratarse de un intento, no muy lúcido en verdad, de golpear su vida personal. Roma sonrió, si eso era lo mejor podían hacer sus rivales, quería decir que todo el tiempo, las precauciones y el dinero invertido en blindar su vida privada habían dado sus frutos.
También significaba que sus aspiraciones políticas eran sólidas. Roma había cimentado su poder político en sí mismo, en su imagen pública. Era un triunfador: en los negocios, con las mujeres y en cualquier cosa que se propusiera. Su familia era poderosa, pero no pertenecía a la decadente oligarquía, ya que su padre, Amadeo, había creado de la nada una fortuna que él había ayudado a engrandecer.
En su juventud, Patricio había sido un habitual de los sitios más exclusivos y se había dejado ver con espectaculares actrices y modelos. Sin embargo, nunca había protagonizado escándalos y su boda con la mujer más deseada de los noventa, la casi aristocrática Carolina Fernández Lozano, fue considerada el evento social de aquel año.
Durante más de veinte años había construido cuidadosamente una imagen casi perfecta. La de un hombre sumamente rico pero, a su vez, sobrio y poco dispuesto a la ostentación. Elegante y educado, sin llegar a ser estirado. Un ganador nato, competitivo y ambicioso pero con una fuerte vocación de servicio canalizada a través de la política. Eso era lo que vendía Roma y eso era lo que había comprado la opinión pública. Luego, solo había necesitado rodearse de una estructura partidaria y dar con una consigna que encolumnara tras de sí a los votantes: Combatir la Inseguridad.
Estaban a unos pocos minutos de las oficinas de su partido. Volvió a gruñir. Por más extraño que fuera el asunto de la perra, constituía un ataque personal y ese tipo de cosas no podía dejarlas pasar si sus rivales políticos estaban detrás. Además, Carolina no iba a tomarse nada bien lo sucedido. Tenía que darle algún tipo de respuesta sobre lo que le había pasado a Fifí o, al menos, demostrarle que se estaba ocupando del problema. Hizo una mueca, considerando si aquello sería suficiente para evitar una de sus crisis y luego sintió un escalofrío.
Sacudió la cabeza para quitarse las malas sensaciones. A su partido podía exigirle resultados en lo concerniente al escrache y la paliza, pero ¿qué podría hacer en lo de Fifí? ¿Iba a poner a toda su base de militantes a recorrer las calles buscando a la perra? Entonces, ¿qué hacía? ¿Llamar a la policía? La prensa tardaría poco y nada en enterarse y tampoco le haría muy bien a él pensando en el encuentro del miércoles con el representante de los Jefes de la Federal. ¿Qué les diría? «Yo los ayudo con los quilombos en que están metidos pero, antes, encuéntrenme a la perra». Sonrió con disgusto.
Además, se dijo, ese asunto era algo privado. Sacó el smartphone de uno de los bolsillos de su saco. Necesitaba discreción.

9:15

«¿Cuánto hacía que no madrugaba?» se preguntó Carolina mientras se estiraba. Se incorporó como para saltar de la cama, pero el movimiento brusco la mareó un poco. Se sentó y comenzó a estirar los brazos y la espalda. Era una mañana diferente: tenía que conseguirse la ropa para el programa de Patricia Poccio y lo iba a hacer ella misma.
Bajó los pies de la cama y los apoyó en el suelo. Impetuosa, se levantó y dio un par de pasos hacia el baño. Una nausea la hizo detenerse. Quizás se había pasado un poquito con las pastillas la noche anterior, lamentó. Forzó una sonrisa y camino hasta la ducha.
Media hora después, vistiendo una bata de seda celeste, el pelo húmedo cayéndole a un lado, la cabeza despejada y un espectacular buen humor, bajó las escaleras de la sala.
—Roberto —llamó—. ¡Roberto! —insistió al cabo de un tiempo. No hubo respuesta. Se encogió de hombros y fue a la cocina.
—Buen día —saludó al entrar. La tonta de Olga casi se murió del susto—. Buenos días, he dicho.
—Buenos días, Señora —finalmente respondió la cocinera. Todavía la miraba como si fuera un fantasma.
Carolina estaba un poco desconcertada.
—Olga, ¿tenemos café? —preguntó más que nada para darle el pie a su empleada.
—¿Café? Por supuesto, Señora. ¿Le preparó su desayuno habitual? —ofreció Olga, por fin saliendo de su aturullamiento.
—Por favor —respondió Carolina con tan solo un poquillo de ironía. No iba a dejarse desgastar por las pequeñas ineptitudes cotidianas. Se sentó en un cómodo taburete y apoyó los codos en la barra americana de mármol donde sabía que a veces desayunaba su marido. Del bolsillo de su bata sacó un frasquito de esmalte de uñas y una lima.
—Disculpe mi sorpresa, Señora —dijo Olga mientras preparaba tostadas—. Es que no sabía que bajaría tan temprano.
«¿Te agarré vagueando, gordita?», pensó Carolina. «La vida que se deben dar todos estos a nuestra costa».
—Hoy me voy de compras —señaló con una espléndida sonrisa—. ¿Dónde está Roberto?
—En el jardín, Señora —respondió tranquilamente la cocinera—. ¿Quiere que lo vaya a buscar?
—Decíle que prepare a Fifí, porque en media hora nos vamos.
—Sí, Señora —dijo Olga y salió de la cocina.
Carolina no la vio marcharse, ya que había comenzado a limarse las uñas. Normalmente era una tarea de la que se ocupaba Rossana. Iba a verla a su local dos veces por semana (Rossana le había ofrecido atención a domicilio, pero Carolina prefería ir ella, salir y despejarse un poco de la rutina hogareña) y, obviamente, antes de eventos públicos o algún reportaje en los medios.
Rossana le dejaba las manos delicadas como muñequitas de porcelana. Empezaba haciéndole un baño con cremas de algas bolivianas, o algo así, y luego se las enjuagaba en una clase de aceite blancuzco que era una maravilla. Rossana era pícara, nunca le quería decir de qué era ese enjuague ni tampoco se lo quería vender. Le preguntaba qué era y Rossana solo se reía. Carolina le decía «mirá que no te quiero robar el negocio» y entonces las dos se reían. Cómo si lo necesitara.
De todos modos, le hubiera gustado tener un frasquito del aceite en su casa para días como aquel. En una ocasión, la manicura estaba de muy buen humor y Carolina logró oír como lo nombraba. Había dicho algo como: «Y ahora, la emulsión de Mépalo», o tal vez dijera: «Mípalo». De cualquier forma, cuando fue a la perfumería y lo pidió, la dependienta la miró de forma extraña y le dijo que no tenían. Seguramente se trataba de algún producto extranjero que Rossana conseguiría en exclusiva. Con lo que cobraba, probablemente se lo podría permitir.
Terminó con el último de dedo de la mano izquierda y lo miró con autocritica. No estaba mal. Comenzó a limarse la mano derecha. Rossana podría haber sido más agradecida y haberle dado un frasquito, con todo lo que había hecho por su negocio. Ahora tenía a mucha clientas de clase y era justo reconocer que a varias las había traído ella. Había tenido a Rossana como su secreto durante un par de años. No importaba cuánto le dijeran las chicas lo fantásticas que tenía las manos, cuánto le rogaran que les dijera quien se las hacía, ella jamás, pero jamás, lo hubiera dicho si no fuera porque Rossana le pidió que la ayudara.
Nunca le había parecido correcto develar las claves que la convertían en la más admirada. La más deseada. Sabía que siempre había tenido a la genética de su lado. Sin embargo, había que saber rodearse de los profesionales apropiados: diseñadores, coiffeurs, nutricionistas, personal trainers, esteticiens, maquilladoras, asesores de imagen. Ser la numero uno era un trabajo duro. No veía porque tenía que andar regalando a los demás sus secretos.
Así y todo lo hizo, les contó sobre Rossana a algunas amigas (que por más manos impecables que pudieran conseguir, difícilmente podrían competir con ella) y la manicura empezó a ganar dinero. Cada vez que iba a visitarla, veía varias caras nuevas esperando su turno. Ella, por supuesto, nunca tenía que esperar y, a veces, Rossana ni siquiera le cobraba. Eso estaba bien, era bueno sentirse realmente valorada de vez en cuando. Tendría que llevar a Patricio algún día para que viera cómo la trataban.
Aunque podría haberle dado un frasquito de la emulsión de mierda esa. No le costaba nada ser agradecida.
De todos modos, tenía que reconocer que nadie era mejor que Rossana. Había buscado gente con talento que estuviera agradecida de que alguien como ella dejara que la atendiera pero, lamentablemente, nadie le dejaba las manos como ella. Sencillamente, no podía darse el lujo de prescindir de Rossana cuando tenía eventos sociales, sobre todo ahora que su figura ya no era como años atrás. Antes, nadie se hubiera fijado en sus manos, hipnotizados como estaban con su silueta.
Pero eso pertenecía al pasado. Había sufrido mucho y ese sufrimiento se había cobrado su precio. Seguía siendo la número uno, pero ahora la elegancia y la sofisticación
reemplazaban a la seducción. Por eso no podía permitirse vivir otra noche como la de la gala benéfica del Sheraton. Aquel día había tenido todo listo: el cabello, el vestido, los complementos, Fifí estaba como una reina. Ya había pasado por el especialista facial y solo faltaba visitar a Rossana. Fue un baldazo de agua fría: la idiota tenía un cólico estomacal. No había forma de que la atendiera. Empezó a sentirse muy ansiosa, pero tomo un par de calmantes y decidió que antes que ir a cualquier otro manicura, prefería hacerlo ella misma. Solo se pintó las uñas. La verdad era que no habían quedado mal, pero no estaban como las dejaba Rossana. Se sintió terriblemente incomoda toda la noche. Estuvo a punto de no ir, pero Patricio empezó con lo de siempre «Necesito que estés conmigo, qué va a decir la gente ¿Qué te pasa? ¿Por las uñas? Pero no te pongas maniática con esas estupideces. Venís conmigo. A ver, una sonrisa ¿Ok?». Siempre presionándola, empujándola, agobiándola. Si tan solo…. En fin, se había pasado toda la noche escondiendo las manos, atenta a los paparazzi, sin probar bocado, saludando solo con un beso.
Terminó de limarse la mano derecha y pasó el pulgar izquierdo sobre los bordes de las uñas. Suave, parejo. Asintió satisfecha. Unos pasos le indicaron que Olga había vuelto.
—Roberto me dijo que en diez minutos tendrá todo listo, Señora —dijo la cocinera y volvió a ocuparse del café y las tostadas.
Carolina asintió distraídamente y abrió el frasquito de esmalte de uñas. El Coral Cult era lo que se estaba llevando en París, le había informado Mecha. Entusiasmada, comenzó a pintarse el meñique izquierdo. No le iban a quedar nada mal las manos, se dijo. Obviamente, no estarían como las dejaba Rossana, pero sí lo suficientemente bien como ir de compras.
Esa mañana no podía permitir que nada la descentrara. Tenía que encontrar un buen outfit para el programa de Patricia. La tarde anterior, Mecha le había mostrado un vestido, pero a ella no le había gustado para nada. No importaba lo que hubiera dicho su fashion adviser: que si en Praga era lo último, que si la princesa Letizia tenía planeado usar uno parecido; no, ese vestido no era para ella.
Sin embargo y para su propia sorpresa, el estar a dos días de aparecer en televisión y no tener todavía el vestuario decidido no le supuso el bajonazo que normalmente sufriría. Para nada. Es más, la noche anterior se había acostado con la idea de encontrar por sí misma la ropa adecuada y esa mañana se había levantado con el mismo brío. Mecha y las chicas se iban a caer de culo cuando las vieran a Fifí y a ella monísimas en la tele y lo mejor sería cuando les contara que ella misma se había encargado de todo.
Olga le sirvió el café y dos rebanadas de pan negro tostado con queso blanco dietético encima. Naturalmente, también tendría que encontrar algo para Fifí, aunque no se decidía entre una cinta para recogerle el cabello o un collar nuevo. Quizás las dos cosas.
Bebió un largo sorbo de café, ansiosa por saludar a su chiquita. Ella seguramente también se sorprendería de verla tan temprano, pero, al contrario que el resto del mundo, eso la alegraría.
Rápidamente terminó las tostadas y apuró el último trago de café. Le faltaba por pintarse el índice y el pulgar de la mano izquierda pero lo haría luego de darle los buenos días a Fifí. Saludó con un ligero gesto de la mano a la cocinera y se dirigió al salón.
—¿Tan rápido desayunó Señora? —preguntó Olga a sus espaldas y Carolina se giró hacia ella—. ¿Por qué no se toma otro cafecito o, tal vez, un pan con mermelada?
Carolina enarcó las cejas, no era habitual que la cocinera le ofreciera más que lo que ella le hubiera pedido. Además, ¿podía ser que estuviera un poquito nerviosa? Se encogió de hombros y volvió a ponerse en marcha.
—No hace falta, estoy bien así —respondió saliendo de la cocina.
La sala estaba vacía. Suspiró, un poco irritada. Llamó en voz alta, casi gritando, a Roberto. Al cabo de unos instantes, el criado entró a la sala. Solo.
—¿Y Fifí? —preguntó Carolina, ya un poco exasperada— Nos tenemos que ir.
—Oh, Señora lo siento —dijo Roberto con una expresión un poro rara—. Pensé que quería verla después de cambiarse. La están bañando todavía.
«Cuánta inutilidad», se quejó en silencio Carolina. Aunque tampoco era para tanto. Tenía que preservar su buen humor. Subiría a cambiarse y en un par de min…
—Pero, hoy no le toca baño —dijo de pronto. Roberto la miró sorprendido—. Además, ¿quién está bañando a Fifí? Vos sos el que se encarga de eso.
Vio miedo y culpa en los ojos de Roberto y, entonces, ella también tuvo miedo. Lo observó mientras balbuceaba una respuesta. Tenía un enorme moretón en la mejilla izquierda, tan grande que tuvo que preguntarse cómo no lo había visto antes. ¿Qué había pasado?
—¿Dónde está Fifí? —exigió.
Más miedo, más culpa, más balbuceos. De pronto, estaba a su alcance. La mano derecha se cerró sobre la garganta de ese imbécil, mientras la izquierda lo aferró por encima de la boca, la palma sobre la nariz y los dedos presionando, las uñas recién pintadas, apretando sus mejillas.
—¡¿Dónde está mi hija?!
—Se la llevaron —admitió Roberto, aterrado, casi llorando—. Se la llevaron.

10:28

Hernán Carrascosa esperaba en la Cafetería Aníbal, sentado junto a la ventana. Le gustaba, era un buen lugar. Casi todos los parroquianos eran taxistas y trabajadores de Barracas. Las mesas no eran lujosas pero sí resistentes y estaban bajo la tutela de un hombre de contextura media, precozmente canoso que rondaba los 35 años. Ramón, lo llamaban los habituales. En el aire flotaba un fuerte olor a café de máquina y no pasaban más de dos o tres minutos sin que se escuchara el rugido del vapor en una lechera. En las paredes colgaban varios cuadros de Troilo. Sobre la barra estaba el televisor, que, al parecer, esta perpetuamente sintonizado en Critica TV.

Sí, el lugar le gustaba. Las medialunas eran ricas y ya iba por su segundo café con leche, aunque en parte lo había pedido porque no sabía cuánto tendría que esperar allí. Eso era bueno, su padre siempre le había recomendado estar bien comido antes de matar a alguien.
Levantó la cabeza del periódico deportivo y miró la entrada de un edificio en la acera de enfrente, entre un kiosco y otra cafetería. No era un lugar demasiado concurrido. Llevaba vigilándolo desde diferentes posiciones desde las siete de la mañana y solo había visto a una pareja salir temprano (seguramente irían a trabajar) y a otra entrar hacía cosa de una hora (de trampa, como diría su hermano). Eso, sin contar a Di Santo, por supuesto.
Volvió al periódico. Que los jugadores de su Rojo culparan al árbitro después de otra derrota más le parecía un poco vergonzoso. Aunque era entendible: si los tipos admitían que no jugaban a nada los iban a cagar a piedrazos. Bueno, si seguían así los iban a cagar a piedrazos de todos modos.
Dio un buen mordisco a una medialuna. Había pasado por dos semanas de la más subterránea y peligrosa indagación para saber que el hombre a quien buscaba se llamaba Alfredo Di Santo y averiguar dónde encontrarlo. Era como se lo habían descrito: pelado, tez
blanca, más de metro ochenta, fornido, rondando los cincuenta y el aire prepotente del que alguna vez fue policía.
Llevaba una hora ya en el edificio. El Pájaro Gómez le había dicho que allí tenía algo así como una oficina, aunque no pudo informarle en qué piso. Una parte de Carrascosa quería simplemente cruzar la calle, entrar al edificio, buscar a Di Santo departamento a departamento y vaciarle el cargador en el pecho allí donde lo encontrara. Sin embargo, no tuvo que imaginarse que opinaría su padre para darse cuenta que eso sería prácticamente un suicidio.
Lo mejor sería esperar, seguir a Di Santo cuando abandonara el edificio y confiar en que, en algún momento, tendría su oportunidad.
Un par de bocinazos en la calle llamaron su atención: un A7 negro se había detenido en medio de la calle para que alguien bajara por la puerta trasera. El viejo Taunus que venía detrás volvió a tocar la bocina, igual que el Golf rojo que lo seguía y un flamante Clio azul que se incorporaba a la cola. El hombre que se bajó del A7 no se dio por aludido y caminó con aplomo y elegancia hasta la vereda. Carrascosa le prestó más atención cuando vio que se dirigía a la entrada del edificio de Di Santo. Vestía muy bien y llevaba gafas de sol. Tocó un botón del portero eléctrico y esperó. Tenía algo que le resultaba muy familiar, pensó Carrascosa, aunque desde el otro lado de la calle no podía verlo demasiado bien. El hombre empujo la puerta de entrada y desapareció en el interior.
Roma arrugó la nariz por el olor a humedad del viejo edificio. El hall de entrada era estrecho, frío y mal iluminado. Tampoco parecía demasiado limpio. Sería mejor para su reputación que nadie (además de su chofer) supiera que estaba allí. Creía que en la calle no lo habían reconocido, pero, así y todo, prefería que un grupo de desconocidos estuvieran comentando que él había entrado en ese edificio a arriesgarse a invitar a Di Santo a sus oficinas. Aunque su fuerte era la discreción, Roma sabía que Di Santo se había labrado cierta reputación y prefería mantener en secreto su vínculo.
Augusto, un viejo amigo que se había convertido, junto a Guillermo, en su principal asesor político, se lo había presentado. Sin embargo, Roma había preferido mantenerlo incluso a él al margen de las oportunidades en que había tenido que recurrir al investigador privado. No habían sido demasiadas, por otro lado. Solo cinco veces durante los últimos tres años había confiado en Di Santo para encontrar lo que nadie más podía encontrar, obtener información que nadie más podía obtener y desaparecer cosas prácticamente en el aire.
Volvió a pensar en Augusto y Guillermo mientras subía por las escaleras hasta el primer piso. Les había pegado una buena sacudida esa mañana en la sede del partido. Empezó preguntándoles si habían averiguado quienes eran los responsables de la golpiza al grupo de pintadas y utilizó su falta de respuestas para ilustrarles sobre su dejadez y falta de tensión, trasladadas a todo el partido. Les recordó lo que se jugaban y la necesidad de conseguir el quorum propio, que no podían permitirse más humillaciones públicas como las del escrache a Saavedra.
A propósito de aquello, Guillermo le había informado que todos los «escrachadores» eran militantes de partidos de izquierda y organismos de derechos humanos. ¿Cómo habían podido llenar casi la mitad del aforo de una ponencia donde había que realizar una reserva con los datos del DNI para poder asistir y, además, la organización se reservaba el derecho de admisión? Al parecer, las dos jóvenes encargadas de cribar a los solicitantes no conocían mucho más allá fuera del mundillo político de la Facultad de Derecho donde estudiaban. Naturalmente, le dijo Guillermo, en el futuro esas muchachas se encargarían de labores mucho menos
relevantes. Resuelto aquello, Roma volvió a presionarlos, exigiéndoles para el día siguiente una estrategia para afrontar el encuentro con el representante de la Policía Federal.
Estuvo bien, consideró Roma. Había tirado la primer ficha del dominó y, encima, se había quitado un poco de mala leche. Augusto y Guillermo se habían ido de su oficina cabizbajos, tocados en su orgullo y, seguramente, en esos mismos instantes estarían trasladando todo su enfado a sus subordinados y estos a los de más abajo. Antes del mediodía todo su partido ya se habría sacudido la modorra. Quería militantes atentos, rabiosos, listos para cualquier cosa.
Por supuesto que había estado bien, se felicitó Roma. Sí. Y ahora le tocaba resolver otro asunto. Golpeó la puerta del departamento 105. Un timbre y un chasquido le indicaron que la cerradura eléctrica estaba abierta. Abrió la puerta. Di Santo estaba en pie, esperándolo. Se saludaron con un apretón de manos. Roma cerró la puerta. En la mirilla estaba acoplada una cámara de video. Di Santo lo guío a través de la sobria sala hasta el dormitorio principal, en que tenía un escritorio. Olía mucho a cigarrillos. En la pared derecha había un antiguo modular con dos televisores. En el primero se veía el pasillo fuera de la puerta de entrada. En el segundo Crítica TV. El investigador privado se sentó detrás del escritorio y le ofreció a Roma una silla enfrente suyo.
—¿Café? —invitó.
—No, gracias —declinó Roma.
—Dígame entonces.
—Tengo un problema —comenzó algo dubitativo el millonario. Di Santo, con su duro rostro, ojos que lo habían visto todo y manos fuertes, callosas, esperaba, como esperaba un veterano que le asignaran la siguiente misión en la que se jugaría la vida. Roma volvió a dudar, pero tomó aire y siguió—: Desapareció mi perra.
Se sintió como un imbécil. Afortunadamente, las tablas de Di Santo evitaron que hiciera cualquier comentario. No pestañeó, no enarcó las cejas, no sonrió. Simplemente, siguió mirándolo.
—Se lo explico mejor —se apresuró a continuar Roma—, según el jefe de mi servicio doméstico esta madrugada sacó a pasear a Fifí, nuestra perra —vio que Di Santo asentía, reconociendo el nombre—, entonces dos hombres lo encañonaron y se la robaron. Lo más extraño es que no se llevaron nada más. Ni billetera, ni reloj. Solo la perra.
»Mire, Di Santo, soy consciente de lo raro que suena todo esto. Normalmente sería algo que no me hubiera preocupado en lo más mínimo. Sin embargo, estoy en medio de una época clave de mi campaña. Además, este es el tercer suceso de esta clase que sufro en menos de una semana.
El investigador estuvo a punto de preguntarle si también le habían robado el gato. En cambio solo dijo:
—El tercero.
—Sí, también le realizaron un escrache público al que iba a ser mi Secretario de Seguridad y, el viernes a la noche, unos desconocidos golpearon a mi equipo de pintadas —explicó ya más confiado Roma—. No quiero pecar de alarmista, pero tampoco de descuidado. Es llamativo que, luego de unos meses tranquilos, ahora suceda todo esto junto. Mi campaña ha sido bastante agresiva con mis rivales, sobre todo con Buitrago.
Di Santo asintió. —Entonces, ¿usted piensa que hay alguien detrás de estos tres eventos?
—No sé —dijo Roma sacudiendo la cabeza—. Tal vez eso es ir demasiado lejos. Por ejemplo, hoy me dijeron que los que organizaron el escrache eran zurdos y de organizaciones de derechos humanos. No creo que fueran los mismos que pegaron al equipo de pintadas.
Di Santo volvió a asentir.
—Sin embargo —continuó Roma—, existe la chance de que haya una relación entre estos hechos y, si es así, la quiero conocer. Quedan pocas semanas para las elecciones y mis rivales van a empezar a desesperarse porque van a ver como se les acaba el tiempo mientras yo les quitó hasta la posibilidad de negociar —terminó con intensidad. Pasó la mano sobre su pelo y se recostó contra el respaldo de la silla. Agregó—: ¿Quién le dice que no estén ya desesperados?
«¿Tanto como para andar robando perras?» se preguntó el investigador.
Roma intuyó sus dudas. —De todos modos, aunque no se tratara de un ataque político, existe una posibilidad: Fifí es una perra famosa, mi esposa declara en público cuanto la quiere, soy un hombre muy rico, no tengo hijos…
—Un secuestro —interrumpió Di Santo y consideró la idea—. En realidad —valoró—, sería una extorsión porque no se trata de una persona. Es una idea un poco extraña, en verdad. ¿Los ladrones le dijeron algo a su empleado sobre un rescate?
—No, solamente lo golpearon y se fueron.
—¿Usted vio alguna marca de esos golpes?
—Sí, tiene un buen moretón en el pómulo. Le pegaron con la culata de un revolver. También tiene otro golpe en la nuca, que dice que lo desmayó. Estuvo un rato tirado en Plaza República del Perú.
—Ahí va mucha gente, debe haber testigos.
—No, porque todo esto pasó a las seis de la mañana.
Di Santo enarcó las cejas.
—¿Qué hacía tan temprano paseando al animal? —preguntó.
—Dijo que lleva años haciéndolo, porque se lo pide mi esposa.
—¿Lo comprobó con su señora?
—Todavía no sabe nada de esto —respondió Roma frunciendo el ceño—. Aunque mi cocinera lo confirma.
«Raro», pensó Di Santo, pero decidió que luego le preguntaría sobre aquello.
—Disculpe, señor Roma, pero hay algo que no me queda claro. Yo creía que usted vivía en una casa con jardines.
—Es así —ratificó Roma, preguntándose si aquello era una suposición o si Di Santo sabía efectivamente dónde vivía.
—Entonces, ¿por qué su empleado se va hasta Plaza Perú a pasear a su mascota?
—Dijo que también hace años se lo pidió mi esposa.
—Ajá.
Di Santo se tomó un momento para pensar en los hechos. Roma lo observó, impaciente.
—Partiendo de la base que usted está conmigo —dijo el investigador—, doy por supuesto que la policía no sabe nada de esto —Roma asintió—. Lo que no entiendo, en ese caso, es por qué su empleado encontrándose robado, golpeado e indefenso en medio de un parque desierto no denunció el hecho o, al menos, llamó a emergencias. Si quedó inconsciente debe tener, como mínimo, una linda conmoción cerebral.
—Se lo pregunté cuando vi que llevaba el teléfono encima. Me respondió que no había hecho la denuncia porque yo siempre le exigía discreción.
Di Santo frunció el ceño, pero no dijo nada más. Volvió a tomarse un momento para repasar todos los hechos.
—Bueno —rompió el silencio Roma—, ¿qué opina? ¿Hay alguna probabilidad de que se trate de un secu… de una extorsión?
—¿Puedo ser sincero?
Roma asintió.
—No. Creo que no. Nunca escuché que usaran perros para extorsionar a la gente. Además, la versión de su empleado es demasiado extraña y por los «según» y «dijo que» que usted utilizó en nuestra conversación pienso que usted tampoco le cree realmente. Tengo la idea de que a este hombre la ha pasado algo con su mascota y está intentando cubrirse con una historia absurda.
»De todos modos —continuó el investigador con tono comprensivo (pero sin pasarse, porque sabía que los hombres como Roma tomaban como un insulto la condescendencia)—, es natural que usted, al haber sufrido anteriormente el secuestro en carne propia, considere este tipo de situaciones como un riesgo muy probable.
—Entonces, usted descarta totalmente el secuestro —dijo el millonario con voz fría.
—No, nunca sería tan necio como para negar de plano la posibilidad de una extorsión —matizó Di Santo levantando las manos—. En el mundo de la delincuencia siempre hay gente decidida a probar cosas nuevas. Simplemente, pienso que es el escenario menos probable.
—Y, respecto a la idea de que estos tres sucesos sean producto de una especie de confabulación en mi contra ¿qué opina?
El investigador hizo otra pausa en la que chequeó por costumbre la puerta de entrada por el televisor. Tenía que elegir bien sus palabras.
—Si bien usted mismo señaló que los responsables del escrache fueron unos zurditos, allí y en lo de la paliza sí que es visible la mano de sus rivales. Además, le diré que no hace falta tener contactos como los míos para saber que en los últimos meses y gracias a su punzante campaña electoral, usted se ha ganado muchos enemigos políticos. Sin embargo, tampoco estoy diciendo que pienso que sus enemigos estén detrás de lo de la perra. No sé, me parece que como ataque personal a usted es demasiado…—«pelotudo», quiso decir— aleatorio. Usted no es el que declara habitualmente en la prensa que quiere a esa perra como a una hija.
A Roma no dejó de parecerle gracioso que el rudo asesor estuviera tan actualizado con la prensa rosa. Se lo imaginó en el baño leyendo entusiasmado Gentiles.
—Lo que sí estoy diciendo —continuó el investigador—, es que veo muchas más chances de que haya gente planeando acciones en su contra, independientemente de que fueran responsables o no de lo de la perra. A veces, aunque debo reconocer que no es lo más habitual, las casualidades suceden.
«Casualidades las bolas» pensó Roma. —Entonces —dijo cortante, ya se estaba cansando de aquella conversación—, ¿no acepta investigar lo que sucedió con Fifí?
—Si me permite —dijo Di Santo en tono conciliador—, déjeme hacerle otra pregunta antes de que yo le dé una respuesta.
Roma asintió con un dejo de fastidio.
—¿Por qué quiere que yo investigue esto?
—Por… —Roma comenzó a responder pero Di Santo levantó una mano, pidiéndole que se detuviera y disculpas al mismo tiempo.
—Deme un segundo más —solicitó—. Imaginemos por un momento que sí, que estamos hablando de una maniobra para lastimarlo o, incluso, de una extorsión. Yo a usted no lo
veo muy cercano al animal, en verdad. ¿Por qué en vez de gastar tiempo y esfuerzo, simplemente no lo deja estar? No es lo mismo que le pique un mosquito a que lo muerda un león. Y, si por otro lado, llegaran a pedirle dinero por ese animal: simplemente mándelos a la mierda y cómprele una nueva mascota a su mujer.
—Entiendo lo que dice Di Santo, perfectamente, y acierta, no me gustaba ese animal, es casi una bendición que se lo hayan llevado —Roma ensayó una media sonrisa—. Pero le diré por qué no puedo dejarlo pasar —su voz ganó fuerza y sus ojos (clavados en los de Di Santo) determinación—: no me gusta nada que se atrevan a tocar mis cosas y, esto es lo fundamental, quiero saber si esto no es más que el capricho trasnochado de un par de chorros aburridos, o si es una avivada de mi empleado, o si tengo que preocuparme realmente porque uno de mis enemigos está tramando acciones a todos los niveles para evitar mi victoria. Hay demasiado en juego. Me han lanzado un reto, quienquiera que haya sido: políticos, viejos rivales empresariales o simples delincuentes. Probablemente quieran evaluar mis reacciones, mis recursos, para luego animarse a algo más pesado. Por eso, les voy a dejar claro que conmigo eso no funciona. No llegué hasta donde llegué dejando pasar las cosas y voy a mostrarles que yo a los mosquitos los aplasto.
El millonario hizo una pausa, aunque sus ojos seguían apresando a Di Santo. Luego bajó la mirada y se pasó la mano por el pelo. Cuando volvió a hablar su voz no era tan segura:
—Hay algo más Di Santo. Quiero que esto se resuelva a la brevedad, quiero saber qué le pasó al animal o quiero su cuerpo.
El investigador lo miró extrañado.
—Es por mi esposa —continuó Roma—. Vea… eso que hace y dice de Fifí en los medios… no es una pantomima, una payasada sentimentaloide para caerle bien a las viejas. No. Realmente le ha tomado mucho cariño a la perra y creo que ponía mucho de sí en ella. Carolina… —dudó en hablar abiertamente de ese tema, nunca lo hacía. Aunque, probablemente Di Santo ya estuviera al corriente—. Carolina ha tenido algunos episodios depresivos en el pasado y puede que esto le afecte más de lo que normalmente afectaría a cualquiera la desaparición de un perro. Si esta situación se alarga, podría causar un incidente… y lo último que necesito son incidentes.
Di Santo asintió y Roma volvió a bajar la mirada.
Dudaba sobre si debía aceptar o no. El caso no era gran cosa (seguramente el culpable fuera el mayordomo), consideró Di Santo, pero era lo suficientemente raro como para que saliera mal. Por otro lado, Roma estaba preocupado, hasta parecía un poco vulnerable en esos momentos. Si resolvía sus problemas se lo iba a pagar muy bien. Mejor que nunca.
Le gustaba mucho que todo el mundo tuviera su punto débil, pensó ociosamente y chequeó la puerta de afuera por el monitor. La pantalla totalmente roja en el televisor de al lado le llamó la atención. Un punto débil, volvió a pensar, suspirando, mientras en la tipografía catástrofe de Crítica se leía: «Fifí secuestrada».

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