CARNAVAL DE SERPIENTES
- publicado el 26/06/2016
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LA INGRÁVIDA ESPIRAL DEL CRIMEN
Nota. Las hormigas, siendo ciegas, se guían por feromonas, un código oloroso que una hormiga-soldado libera para orientarlas. Si desaparece este soldado, todas enloquecen al no detectar ese olor, se acoplan entonces apelotonándose en una masa homogénea que, por arrollamiento, provoca su muerte, como en un suicidio colectivo. Es “la danza mortal de las hormigas”. Esta macabra situación también ocurre entre los humanos que, al no tener dinero o un ideal universal, se matan entre ellos o provocan guerras, odios y homicidios. En mi siguiente corto audio relato, la feromona se llama cocaína.
…
Llevaba viajando desde el alba para evitar los estragos de la terrible canícula de julio: muchos kilómetros a pie, otros a lomo de un burro y en una destartalada furgoneta de transporte de gallinas y huevos. Me detuve para descansar en una desértica encrucijada de caminos rurales, a la salida de Sidi Rajal, esperando a que pasara un vehículo y me recogiera para Marrakech. El sol apuntaba al este y empezaba a desperezarse, lanzando sus rayos y bañando el lugar como un reflector azotador, disipando toda sombra, dejando el aire estancado y cargado de un calor asfixiante. Noté pronto que mi camisa azul estaba empapada de sudor, el cuello y las axilas mojados, como si me hubiesen rozado con agua caliente. “Tengo que llegar a Tánger y tomar ese maldito barco, cueste lo que cueste”, pensé, agobiado por la mísera situación en que dejé a mi familia. Iba a reanudar mi caminata cuando, de improviso, vi acercarse un viejo mercedes 240. Me puse al borde de la carretera y levanté el pulgar, esbozando una sonrisa tonta e intentando recobrar mi compostura, antes desaliñada e indecisa. El conductor me adelantó, visiblemente reacio a recoger a un pobre campesino, pero de pronto aparcó a unos metros de distancia. Bajó la ventanilla, extendió el brazo y con la mano me indicó que subiera.
—¿Qué hace por aquí un joven a una hora tan temprana? —preguntó, arqueando las cejas y observando cómo me reclinaba tímidamente en el asiento del pasajero—. ¿Algún trabajillo en Marrakech? —añadió con una risotada amarga, mirándome de hito en hito, antes de reanudar la marcha.
—Para serle sincero, señor, pienso tomar allí el tren para Tánger —contesté, después de dejar que su pregunta flotara en el aire un momento, temiendo que mi confesión le contrariara.
—¡Vaya! ¡Y vas sin equipaje ni indumentaria decente! —exclamó con dureza y casi irritado, al observar mi camisa y mi pantalón desteñidos.
—Ni dinero, señor, si quiere que le diga la verdad. Tengo solo para el tren y los bocadillos.
—¿Y por qué tan lejos cuando puedes encontrar trabajo por aquí también? —espetó, casi con desdén, moviéndose inquieto en su asiento.
—Pienso emigrar a España, señor. Me esconderé en un conteiner, como ya lo hicieron algunos amigos míos que ahora viven cómodamente.
El hombre se quedó mudo, probablemente escandalizado por mi loco proyecto. Aproveché este silencio y le miré de soslayo. Tenía un inconfundible parecido conmigo, aunque más gordo: alto, esbelto, cargado de espaldas, de unos treinta años, cabello abundante y negro, rostro huesudo y piel morena. Pero la ropa ostentosa que llevaba y el reloj de oro que centelleaba en su muñeca indicaban que era rico e importante. Advertí una reciente y seria equimosis en su mejilla derecha.
—¿A qué familia perteneces? —inquirió a quemarropa, probablemente para eludir el tema—. Yo me llamo Zubeir Benamor, vivo en Agadir y soy hombre de negocios.
—Abdelatif El Kadiri, oriundo del valle Aït Bu Gurmés, al sur de la zagüía de Sidi Musa.
—¡Ah! Sí, conozco, está al otro lado de las Cascadas de Uzúd que acabo de dejar atrás. Los turistas lo conocen como el Valle Feliz, debido a esa famosa leyenda de los amantes bereberes. —Me escrutó un momento, mientras conducía, arrugando la frente antes de declarar, dubitativo—: tu indumentaria no concuerda con tus buenas maneras, ¿o me equivoco?
—Me licencié en humanidades, señor —dictaminé, sin mostrar que la primera parte de su frase sonaba como un puñetazo en mi estómago—; me presenté a varias oposiciones pero no aprobé ninguna. Sin embargo, sé que algunos de mis amigos no se presentaron pero sí fueron admitidos.
—No ha de sorprendernos. En este país ocurren las cosas más inverosímiles del mundo. Te informo que voy también a Tánger para entregar allí algo valioso y volver. Primero desayunamos en Marrakech. Es una ventaja estar acompañado cuando el viaje es largo. —Suspiró con alivio, para añadir luego, resoplando—: Dime, ¿sabes conducir?
—Sí, claro, obtuve el carné hace dos años. Se lo enseño si quiere —recalqué, con un tono triunfante y solícito.
—¡Estupendo! Así, nos alternaremos durante el viaje.
Llegamos a destinación y aparcamos muy cerca de la mítica Yema-el-Fna (o plaza del juicio final), llamada así porque en el pasado se exhibían en ella las cabezas cortadas de los ajusticiados. Nos instalamos en uno de sus típicos y muy concurridos restaurantes y pedimos un pantagruélico desayuno marrakechí. Alrededor, los turistas solo comentaban aturdidos la previsión meteorológica que anunciaba altas temperaturas pudiendo superar los 50 grados. Una turista que estaba de espaldas a mi derecha atrajo mi atención, no por sus esbeltas curvas sino por su raro peinado: tenía la cabellera rubia recogida en trenza de cola de pescado.
Después de desayunar nos metimos en los aseos, antes de reanudar la marcha.
Momentos más tarde me sorprendió ver que el coche tomaba una carretera rural.
—Voy a coger la secundaria para evitar los múltiples controles policiales —aclaró Zubeir, al observar que le estaba mirando con el ceño fruncido—, como sabes, aún estamos en estado de emergencia, tras el atentado fallido. Un gran alivio que los golpistas estén entre rejas.
—Una suerte para todos nosotros. Perdone mi indiscreción, ¿está seguro que este coche nos llevará hasta Tánger? Parece destartalado.
—Parece, es la palabra. Y las apariencias engañan, amigo mío. Parece deteriorado pero tiene un motor nuevo. Además, con lo que llevo dentro, vale más de lo que te puedes figurar. Nuestro itinerario está indicado en el mapa. Me sustituirás en Muley Buazza. Puedes dormir un poco, mientras yo conduzco.
Estas declaraciones me dejaron turbado pero no dije nada para evitar ser indiscreto. Me asaltaron entonces muchas preguntas. Me arrellané en el asiento y cerré los ojos, simulando echar una cabezada. Caí en la cuenta de que estaba viajando con un contrabandista. ¿Qué llevaría en el maletero de muy valioso? Sentí escalofríos en la espalda, pese al calor que hacía, al pensar en la droga. Intuí en ese momento que el viaje iba a ser pesadillesco.
Repostamos en la gasolinera de Ras-El-Aín y salimos en tromba, con los neumáticos chirriando. Antes de llegar a Tamelalt, una terrible sacudida desestabilizó de repente la conducción, al reventarse una de las ruedas delanteras, haciendo que el vehículo zigzagueara y saliera expulsado de la carretera. Zubeir intentó mantener el equilibrio, quiso esquivar un obstáculo pero la velocidad con que iba no se lo permitió: el coche cruzó a trompicones el terraplén, revolcó por el barranco donde terminó empotrándose aparatosamente. El brutal impacto hizo que nuestras cabezas chocaran abruptamente contra el salpicadero, antes de echarse atrás, como movidas por un resorte. Me incorporé y noté una ligera contusión en la frente. Me esmeré en socorrer al conductor pero descubrí, horripilado, que estaba muerto: además del golpe en la frente, tenía la laringe aplastada, por impactar contra el volante.
Nunca había estado antes junto a un cadáver. Aquella situación me provocó náuseas y sentí un desgarrador nudo en el estómago, como si hubiera recibido una puñalada ardiente. Me quedé sin aliento y mareado. El rostro cadavérico del pobre hombre me provocó una tensión sofocante que se apoderó de mi pecho, los hombros, los brazos, el cuello y la espalda, paralizando todas mis articulaciones y me sentí como un pájaro sin alas, al ver cómo cambiaba mi destino. Intenté recuperar la respiración. Mi corazón golpeaba tan fuerte que sus latidos podían oírse a distancia. Al mismo tiempo un remolino de pensamientos estallaba en mi mente. Salí del coche para pedir socorro a los aldeanos, buscar un dispensario, una gendarmería…
Es lo que se suele hacer en las películas. Incluso en la vida real. Pero no en mi caso. Me esperaba la condena perpetua, porque: ¿quién, en efecto, creería en la inocencia de un miserable emigrante sin recursos, viajando con un hombre de negocios adinerado? Nadie. Nadie pensaría que un simple pinchazo de rueda hubiese provocado la muerte de un hombre joven y robusto. Una imagen devastadora me puso entonces carne de gallina: me veía en el banquillo de los acusados. ¡Con un cadáver entre brazos! ¡Acusado de asesinato en primer grado! ¡Se acabaron mis sueños de hacer fortuna en España! Volví al coche angustiado y me encerré con el cadáver. Noté pronto que necesitaba aire pero sabía que no lo había, porque el sudor me resbalaba por las axilas, me escocía los ojos y el calor empezaba a asfixiarme. Intenté tragar saliva pero tenía la garganta seca y rasposa. Entonces un repentino impulso me sacudió: salir corriendo, huir, desaparecer en la naturaleza.
Salvar mi pellejo.
Salí de nuevo del coche, subí a la carretera para huir y me quedé petrificado al ver que se acercaba un viejo aldeano a lomo de un burro cargado de hortalizas y acompañado por un adolescente. Intenté disimular sin lograrlo el pánico y la agitación que me embargaban, explicándoles lo del pinchazo, pero sin hablar del muerto. Y, para mi gran sorpresa, el viejo, servicial y sonriente, sacó una cuerda, como por arte de magia, amarró un extremo al gancho del parachoques y ató el otro al burro y así logramos remolcar el vehículo hasta el arcén donde procedí a sustituir la rueda reventada, ayudado por padre e hijo. Durante toda la operación, noté cómo lanzaban miradas sospechosas y recelosas hacia el interior del coche, como si quisieran adivinar su contenido. Nada podían ver porque las ventanillas estaban subidas y eran de cristal esfumado opaco.
Hice ademán de pagar al viejo pero este meneó la cabeza, sonriendo. Esperé hasta que se hubieron alejado en dirección contraria, para tomar una decisión. Eché un vistazo alrededor. Nadie a la vista. La comarca estaba desértica, debido al calor abrasador y solo algunas casas de adobe, muy distanciadas, se divisaban a lo lejos. El sol brillaba como un candelero ardiente suspendido sobre el campo, en un cielo azul que se extendía hacia el infinito. Aproveché esa soledad para colocar el cadáver en el asiento del pasajero, con la cabeza reclinada sobre la ventanilla, en postura de alguien que duerme profundamente, arrancar y salir en tromba. Minutos más tarde, y por fortuna, un Scooter deportivo, color amarillo, pasó atronadoramente a toda velocidad, adelantándome. Mi plan de salvación era simplísimo: abandonar el coche con el cuerpo en la próxima y desolada desviación en dirección de Ulad Mansur. Aminoré pues la velocidad, acechando el lugar. Sabía que estaba a la izquierda de la calzada.
Momentos después, al llegar a la estación Total, vi que un gendarme motorizado, que acababa de inspeccionar al conductor de la moto Scooter, me hacía señales de aparcar en el arcén. No, no era un efecto de espejismo ni de una alucinación. El policía ocupaba el centro de la calzada en carne y hueso. Miré de soslayo al cadáver y me sentí perdido. Pensé en la droga camuflada en el maletero y la imagen de la reclusión perpetua estalló de nuevo en mi mente.
Aparqué, corté el contacto y bajé la ventanilla, en espera del calvario final. “Le contaré todo lo ocurrido”, pensé, consciente de que no me creería. Noté que el pavor anterior volvía a apoderarse de mi cuerpo: palpitaciones, sudores, temblores y dolores torácicos. Me tambaleé aturdido hacia atrás, como si intentara esquivar una caída mortal.
El policía era joven, cara cuadrada, ojos movedizos y con la típica expresión dura del agente que ve culpables por doquier, con intención de sonsacarles dinero a cabio de un buen trato. Arrugó la frente y vociferó malhumorado y sin saludar, al ver mi aspecto de aldeano:
—¡Papeles!
Tenía ya dispuesta la documentación del muerto y se la entregué, haciéndome pasar por él, ya que nuestro parecido era tal que nos podían tomar por gemelos.
El hombre empezó a hojear y verificar cada documento por separado, sin dejar de mirarme de hito en hito.
—Muy bien, todo parece en regla —declaró a regañadientes—, ¿qué le pasa a tu acompañante? ¿Está enfermo? —inquirió de repente al agacharse y mirar al muerto, a quien tomó por alguien que dormía profundamente.
—Es mi hermano —improvisé, dándole a mi voz un toque de pesadumbre—, es diabético y está mareado. Lo llevo al dispensario, por la insulina —siseé con aspereza, sin creer lo que decía.
El policía se irguió de inmediato, como si quisiera escaparse de un repelente leproso.
—Ah, vale —carraspeó, asqueado—, abre ahora el maletero.
¡Dios mío! ¡La droga! Me agité en el asiento. Mi corazón dio un respingo. Inspiré hondo pero el aire me faltó. Intenté serenarme. ¡Toda la fortuna de la que me había hablado Zubeir estaba en el maletero! Al descubrir la droga, el agente embargaría el coche de inmediato y, al hacerlo, descubriría que mi acompañante había estirado la pata hacía tiempo. ¡Asesinado con mis propias manos!
Bajé del coche sintiendo un agudo escalofrío recorrerme la medula espinal, a pesar del calor abrasador. Mientras nos dirigíamos al maletero, el agente no paraba de mirarme sin blandear ni un segundo. Una mirada rápida, sospechosa y penetrante. Levanté la tapa con manos temblorosas y con el terror martilleándome las sienes. Parpadeé, perplejo, reprimiendo un grito de estupor: ¡En el maletero el agente no descubrió ningún doble fondo ni escondites sospechosos!
Se produjo un silencio sepulcral que me pareció durar varias horas. Me quedé estupefacto.
—Muy bien —prorrumpió con displicencia el agente, queriendo sacarme de mi ensimismamiento—, todo parece en orden, puedes ahora seguir tu camino —concluyó, esforzándose en imprimir a su voz el tono de un superior que da órdenes a un subalterno.
Al llegar al cruce, doblé hacia Ulad Mansur y no paré hasta encontrar una cuneta con matorrales y hierbas donde poder desembarazarme de lo que podría costarme el cuello. Estacioné por fin en un lugar idóneo. Vacié primero los bolsillos del muerto: en la cartera llevaba un fajo voluminoso de billetes de 100 dírhams, varias tarjetas (Seguros, sindicato, banco) y extractos bancarios. Guardé el reloj de oro. En la guantera había, además de la documentación del coche, un vademécum con números de teléfonos y direcciones de varias ciudades, incluido Tarifa.
Alcé la vista alrededor para ver posibles intrusos. El sol seguía brillando con intensa fuerza. Nadie a la vista. Me devané entonces los sesos intentando adivinar el escondite de la droga. “¿Dónde, en el coche, suelen esconder los narcotraficantes la droga?”, me pregunté tontamente. Una idea me paralizó y contuve la respiración antes de exclamar en voz alta: ¡En sus huecos! En las portezuelas, el paragolpes, los calderines de los frenos y debajo de los asientos. Busqué entonces un destornillador en la caja de herramientas y el primer intento dio resultado. El pastel estaba camuflado en el lugar más expuesto a la vista: el salpicadero, el mismo armazón que provocó la muerte de Zubeir.
Me quedé boquiabierto ante el hallazgo.
Aunque no sabía con exactitud el valor de la mercancía, calculé que los pequeños plásticos con contenido blanco alcanzarían sumas exorbitantes. Me percaté entonces de que solo la entrega me hacía millonario, sin necesidad de tener que emigrar a Europa. En caso de venta por mi cuenta, sería multimillonario. Mi destino volvía a ser reconfortante, y la cárcel, un viejo y macabro recuerdo. Aquella sorprendente e inesperada situación cambió por completo mis planes. Imaginé de repente una vida apacible donde resolvería todas mis privaciones, todas mis frustraciones, todos mis deseos reprimidos y todas las necesidades elementales de mi familia. ¡Volvería al pueblo como un gran héroe!
Me temblaron las manos y profusas gotitas de sudor perlaron mi frente al pensar usurpar la identidad del muerto. Intenté descartar la idea. Pero una voz interna me disuadió a grito pelado. No sabía con certeza cuáles serían las consecuencias pero me agarré a esta alternativa. Y cuantas más vueltas le daba al asunto, más verosímil me parecía. Hasta el propio gendarme me había tomado por Zubeir, sin dudar ni un instante. Me encontraba pues en un contexto escurridizo y prefería pasar de una situación pesadillesca a otra camaleonesca.
Me asomé para cerciorarme de que no había nadie a la vista e intercambié subrepticiamente mi indumentaria con la del muerto, antes de transportarlo y dejarlo reposar en la maleza. Me dolió mucho que acabara de esa forma, abandonado a las hormigas, pero en términos de supervivencia, el hombre vuelve inexorablemente a su estado primitivo, dejando de andar con remilgos. Di media vuelta y pasé el control policíaco de Tamelalt sin ningún percance: el policía que me inspeccionó me identificó también como siendo Zubeir Benamor.
El paisaje mostraba inmensos latifundios áridos dispares con visibles señales de que antes eran plantaciones de trigo. El sol del mediodía seguía proyectando luminosos rayos que provocaban espejismo por la carretera. Nada se movía en la inmensidad del paisaje, salvo una mula arrastrando un carro de víveres en la distancia y una pareja de perros escuálidos acoplándose. Las pocas casas visibles eran antiguas y de adobe. Algunas mostraban una placa que indicaba un chiringuito o un café destartalados. Ningún jardín. Ninguna explanada de reposo o área lúdica. Aquello parecía un planeta sin oxígeno. Supuse que en verano la mayoría de la gente o abandonaba el campo para visitar a algún pariente por la costa o llevaba una vida nocturna.
Pasando la estación de Tassaut vi no muy lejos una silueta levantando el pulgar de la mano derecha en señal de autostop. A medida que me acercaba, la silueta tomaba forma. Era una mujer de unos treinta años, alta, cara exquisita, cintura de avispa y curvas deslizantes, por llevar un estrecho pantalón blanco y una camisa violeta que sostenía firmes sus senos agresivos. Calzaba alpargatas color malva. Me detuve a su altura y abrí la portezuela en señal de invitación. Se quitó las gafas oscuras, dejando al descubierto unos inquisidores pero bellos ojos verdes, y echó un vistazo fugaz al coche y alrededor, indecisa. ¡Una rubia con ojos verdes y en aquella aldea infernal parecía simplemente una alucinación! Aquello solo se daba en las películas. Me froté los ojos para creérmelo. Avanzó finalmente, cogiendo su mochila y se retrepó en el asiento del pasajero, cerrando sin estrépito la portezuela. Su mirada sensual penetró en los abismos de mi instinto hedónico cuando dijo con voz etérea:
—Gracias por su amabilidad. Me llamo Zulija Abdelhadi y pienso ir a visitar a una tía que tengo en Mequínez, no sé si usted…
—Encantado. Soy Zubeir Benamor. ¡Qué casualidad! Es precisamente mi itinerario —declaré en tono paternalista y esperanzador, reanudando la conducción, luego cambié de táctica para descongelar el ambiente y hacerla reír—, la llevaré gustoso, pero antes tengo que comer algo, si no, moriré en el camino y no podrá visitar a su tía.
Mi broma había dado en la diana: soltó una carcajada desbordante, echando la cabeza hacia atrás, luego se irguió, me miró sonriente con sus ojos lacrimosos y expuso, también en tono de broma:
—No quiero que se muera ahora que le necesito. Hay un restaurante en Ulad Nema y si le gusta, comeremos allí. Le invito.
—Gracias —expresé, sorprendido ante una invitación femenina, inhabitual en aquella región, luego añadí, viendo cómo observaba mi desaliñado y sucio rostro—: Necesito ducharme en algún hotel, debo apestar más que una bestia.
—Con este calor, una ducha nos vendría como anillo al dedo —confirmó, visiblemente consciente de que me había indispuesto con su observación.
Yo no era ningún mujeriego ni había tenido antes relación sexual alguna pero lo de “nos” resonó significantemente en mi mente. También lo de “le invito”. Me percaté entonces de que era hora de poner fin a una larga, sofocante y absurda castidad. Atento a la carretera, la miré de soslayo a los ojos, luego a los labios. Ella hizo lo mismo. Sellamos el trato sin necesidad de hablar.
El calor seguía azotándonos, como si estuviésemos en una sauna.
Reduje la velocidad y doblé a la izquierda para llegar al centro. Notamos enseguida que había un impresionante despliegue policial, probablemente en espera de detener a algunos golpistas fugitivos.
Pasé por una estropeada cafetería. Una flecha negra dibujada en la pared indicaba los aseos. Sabía por experiencia que eran lugares oscuros y con hedores a orina y a excrementos.
Al lado contiguo se notaba un fuerte olor a fritura que provenía de una hamburguesería ambulante. En una esquina, un policía nos observó con atención y avanzó hacia nosotros, pero por razones que no logré entender, siguió su camino. Nos habría tomado por marido y mujer.
Aparqué junto a una cafetería moderna y decente, con personal pulcro y terraza cómoda. Lugar idóneo para almorzar placenteramente. Antes de bajar del coche, le recordé a Zulija —porque lo sabía— que, por no estar casados, teníamos que coger habitaciones por separado y reunirnos en la suya, después de habernos duchado.
El hotel era una tapadera discreta para ocultar el mundo subterráneo de la prostitución. De estos que hospedaban a camioneros, viajantes y adolescentes que buscaban placeres ilícitos lejos de las miradas indiscretas. De modo que no me extrañó volver a ver al Scooter amarillo aparcado en las inmediaciones.
Dejé primero a Zulija adelantarme, luego me presenté a la recepción. El encargado, un hombre nervudo, corpulento y de hombros inclinados, me miró sardónicamente, haciéndome entender con un guiño de ojo que sabía de qué pata cojeaba. Ese guiño tenía un precio, claro, y se lo incluí generosamente en el importe. Me susurró entonces al oído, como si temiera ser escuchado, el número de la habitación de Zulija.
Mi habitación era ordinaria pero limpia. Un pequeño televisor empotrado en la pared, un armario, una silla y un sofá. Me metí sin pensarlo en el cuarto de baño, me desnudé y empecé a quitarme de encima la hediondez acumulada desde varios días. Me afeité también la barba y el vello de las axilas y los genitales y me cepillé largo rato los dientes.
Media hora después abrí la bolsa de Zubeir, elegí la mejor indumentaria y me vestí pulcramente. Examiné petulante mi aspecto en el espejo del armario: me sorprendió verme rejuvenecido, esbelto, rostro afilado, ojos claros y rasgados, dureza en la mirada y seguridad en el ademán.
Acto seguido, pasé subrepticiamente a la habitación de Zulija para inaugurar la fiesta de los fuegos artificiales.
Mucho más tarde, nos reunimos en la cafetería, almorzamos y nos arrellanamos después en un cómodo sillón de piel para saborear el exquisito té a la menta de la región, bajo el encanto de una música miliunanochesca.
Tras lo cual salimos del centro, haciendo chirriar los neumáticos y dejando atrás el griterío de la muchedumbre. Nos detuvimos poco después en el emblemático mirador Um Rabíe —parada obligatoria para los románticos— para admirar el afluente del mítico río y zambullirnos unos minutos en sus frías aguas para mitigar los azotes de la candente canícula.
Aparqué junto a un corpulento guarda de coches al que prometí una buena propina al regresar y bajamos por un peligroso acantilado de resbaladizos e improvisados escalones de barro. Mantuve del brazo a Zulija para evitar una posible caída. Llegamos a la orilla y, al ver que no había nadie a la vista, nos desnudamos y nos echamos al río. El agua estaba helada pero confortante y consoladora. Nos salpicamos mutuamente la cara, sin dejar de reírnos y besarnos.
Al salir vimos a un hombre amenazándonos con un potente y reluciente cuchillo de cocina, tan afilado como una cizalla quirúrgica. Era el conductor de la Scooter. Un individuo con muy malas pulgas, cara afligida, renacuajo, delgaducho e intratable, frente estrecha como la de los malvados gánsteres de cine. Un psicópata de estos que matan con la misma despreocupación con que aplastaran a una mosca sin percatarse. Sus ojos bullían de odio y de indignación. Le hervía la sangre en la cara, como si estuviera en un grave aprieto.
Entonces ocurrió algo que me dejó sin aliento, mientras que una oleada de frío me embargaba el cuerpo, a pesar del calor ardiente ambiental. Sin dejar de esgrimir su arma de 30 cm con punta en el lomo, ordenó en voz cavernosa a Zulija, entregándole algo con la otra mano:
—Cúbrete, Karima, toma las llaves y entrega el coche a Munir que te espera en la cafetería donde acababais de comer e iros al lugar convenido. Esperadme allí.
Acto seguido, la mujer que se hacía llamar Zulija y la que simuló tomarme por Zubeir, acató la orden con frialdad, sin rechinar, cogió las llaves del Mercedes y subió por el acantilado sin siquiera mirarme. ¡Ella era su secuaz!
Tragué saliva. Traté de interpretar los hechos y me percaté de que había sido víctima de una manipulación bien urdida. Zulija era la turista con la trenza de cola de pescado que vi esta mañana en Marrakech. Ambos habían seguido al Mercedes desde entonces. El sexo en el hotel y el baño en el río eran solo un pretexto para recuperar la droga.
—Vístete —soltó el hombre con rabia, mirándome fijamente y meneando con desdén la cabeza ante mi ridícula desnudez—, pronto te dejaré libre si te quedas quieto.
Guardó silencio mientras me observaba vistiéndome, luego añadió a troche y moche, muy irritado, como si maldijera algún sortilegio:
—Para tu información, te diré que yo solo quiero recuperar lo que me pertenece. Zubeir, a quien mataste fríamente y usurpaste la identidad, me atacó cerca de las cataratas de Uzúd donde me dejó inconsciente y me robó el coche y la cocaína, después de asesinar a mi socio y echar el cadáver por la cascada.
Aquella revelación me resultó como un puñetazo en la mandíbula. Me acordé de la equimosis de Zubeir e imaginé toda esa macabra pelea. Estábamos tan cerca el uno del otro que decidí pasar a la acción, sin esperar. Me lancé como un relámpago y le inmovilicé el brazo armado con mis manos y con la rodilla le golpeé en la entrepierna. Dio un sobresalto, lanzando un desgarrador chillido, encorvándose de dolor y al caer me arrastró en el movimiento y ambos rodamos por la larga pendiente rocosa de la orilla hasta parar en el agua. Le iba a propinar otro golpe seco en la sien y retorcerle el pescuezo pero me percaté de que estaba ya muerto, la mirada fija y los ojos exorbitados. Del agua brotaba una mancha roja que se ensanchaba. Retrocedí, horrorizado. El cuchillo le había perforado el pulmón por accidente, al resbalar y dar tantas vueltas sobre sí. Miré alrededor. Nadie a la vista. Arrastré entonces el cadáver hacia una pequeña protuberancia en forma de cueva y lo oculté allí. Recuperé el cuchillo y lo lancé con todas mis fuerzas al río. Me preparé después a la huida.
En ese preciso momento oí la voz chillona de Karima que bajaba por el acantilado:
—Yasír —vociferó con voz entrecortada—, el guarda no me ha dejado llevar el coche; exige que esté presente el propietario. ¿Quéee…?
No terminó la pregunta. Se inmovilizó, aterrada, al verme vestido y libre. Quiso retroceder y en el movimiento perdió el equilibrio al desprenderse parte del escalón de barro que la sostenía. Resbaló entonces dando bandazos y vueltas hasta donde yo estaba, como empujada por una diabólica fuerza invisible. Su cabeza chocó aparatosamente contra una roca y se quedó inerte. Sentí que mis sentidos me abandonaban de nuevo y contuve el impulso de vomitar al ver sus desorbitados ojos y su boca ampliamente abierta. ¡Otro cadáver! Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo y tuve la impresión de que el suelo desaparecía debajo de mis pies. Un fuerte dolor en el pecho y una sensación de asfixia y de irrealidad me nublaron la conciencia.
Intenté pensar. Recuperé primero las llaves, desnudé luego a los dos cadáveres y los arrastré por separado hasta la orilla y los eché al río, donde flotaron por un momento antes de ser arrastrados por la corriente, rumbo al lejano precipicio de la cascada, por donde desaparecieron. Subí hacia el coche, después de quedarme con su documentación, quemar sus ropas y limpiar la roca ensangrentada, para no dejar pistas o por lo menos retardar la investigación policial. El guarda esbozó una larga sonrisa de triunfo cuando le felicité y pagué por haber impedido a mi “compañera” llevarse el coche. Miré al Scooter amarillo de Yasír. De una cosa estaba seguro: al no presentarse el propietario, el guarda se lo quedaría gustoso, en vez de alertar a la autoridad.
La imagen mortífera de tener tres asesinatos sobre la conciencia me oscureció el raciocinio. Con esta triple pero injusta acusación pendiente sobre mi cabeza, la horca me esperaba en la esquina más cercana. Mis sueños de riqueza se derrumbaron como un castillo de naipes.
Pasé los controles policiales de Fqih Bensaleh y de Ued Zem sin inspección: en el primero los agentes estaban ocupados en aclarar un tiroteo entre la policía y algunos militares golpistas, a los que abatieron; en el segundo, intentaban matar a unos perros rabiosos por haber desfigurado a tres niñas, después de morderles en la cabeza y arrancarles los brazos. Dejé a la multitud seguir comentando los horrendos acontecimientos y, en vez de continuar hacia Muley Buazza, giré a la izquierda por una carretera rural, rumbo a Khuribga, para realizar una terea de suma importancia y también para testar si me seguía alguien. Conduje directo al centro. Me presenté en un banco como Zubeir Benamor y pedí retirar el 97% de la cuenta, alegando invertir en un negocio agrícola. Tuve que esperar largo rato porque, siendo una suma importante, tenían que consultarlo con Agadir. Media hora más tarde, me llevé la pesada bolsa de dinero a otro banco donde abrí una cuenta a mi nombre. Volví sobre mis pasos. Di un gran rodeo, tomé una desviación, aparqué en una aldea, me puse la gorra del muerto, bajé y me acerqué a una pequeña y destartalada tienda donde pedí una Coca-Cola. El dependiente, un hombre esquelético, cara de insomnio, con excesiva legaña en los ojos y dos colmillos en la boca, tosió, tragó saliva y me la sirvió a regañadientes, como si no entendiera lo que hacía por allí un tipo normal como yo. El sol seguía ejerciendo su tortura. Eché un vistazo alrededor. Una niña sucia y descalza, con una muñeca sin cabeza en la mano, me miraba perpleja, como si estuviera teniendo una alucinación. Un perro descarnado descansaba junto a un montón de basura, sin saber si hurgar en él o dejarse morir de hambre. Vi a lo lejos detenerse discretamente un coche. Mi vista de lince detectó un viejo Renault Clío, ocre, de dos puertas. Devolví la botella al tendero, lo pagué, compré una cajita de chocolate y se la di a la niña que seguía mirándome. La cogió incrédula y se echó a correr, como si tuviera miedo de que alguien se la hurtara. Compré luego una lata grande de sardinas, la abrí y la puse ante el hocico del perro. Este la olió, temeroso, también desconfiado, pero pronto se dio cuenta del buen hombre que yo era y del manjar que le había tocado. Movió penosamente la cola y empezó a deleitarse, sin dejar de escrutarme, como si quisiera darme las gracias. La Clío permanecía inmóvil. Vi, con el rabillo del ojo, que nadie se apeaba. Intenté valorar el peligro que me acechaba. Antes de enfrentarme a Yasír, no sabía nada del mundo del crimen y menos aún el de la droga, que había asociado siempre con un ordinario contrabando, sin persecuciones ni matanzas. No quería volver a ser víctima de otra mala jugada. Para saber si el coche me perseguía, tenía que alejarme y ver lo que ocurriría. Respiré hondo, me enjugué el sudor, que me nublaba los ojos y la cara, me puse al volante y salí de aquella calcinada aldea en tromba, retomando mi itinerario, envuelto en una descomunal oleada de sofocante angustia. En las películas, el protagonista sabe distinguir los buenos de los malos, quién le persigue para matarle y quién no. En la vida real no es posible. Cualquiera puede ser el asesino. Un limpiabotas, un cartero, un lechero, un taxista. Una ninfómana, como Karima.
Seguí conduciendo con rabia y desesperación, el sudor resbalando por el cuello y las axilas. Reduje la marcha media hora más tarde y eché una mirada al retrovisor, realizando un rápido escrutinio visual. La sorpresa me atenazó. No era una ilusión óptica ni fruto de mi imaginación: la Clío se veía nítidamente a algunos kilómetros atrás. Mi perseguidor parecía joven y determinado a matar. Sentí su aliento en la nuca cuando vi que pisaba el acelerador, levantando polvo, para cubrir la distancia que nos separaba. Entonces aceleré yo también. Me preparé para tomar una curva y buscar un posible escondite entre la maleza. Torcí prudentemente a la izquierda y en vez de maleza, me encontré en medio de un mercadillo improvisado y tuve que frenar para no atropellar a unos campesinos que recogían sus puestos de venta para volver a casa. En la plaza quedaban solo algunos curiosos escuchando perplejos a un viejo curandero que vendía pócimas que, según pregonaba, curaban definitivamente la disfunción eréctil y la frigidez más severas. Aparqué y me uní al grupo, acechando el momento y el lugar de poner en marcha mi plan. Sabía cómo ejecutarlo. Sabía también que su realización era casi imposible. Palpé un momento el Bic que tenía en el bolsillo de la camisa y resoplé. Mi perseguidor se acercó y nuestras miradas se cruzaron, desafiantes. Supuse que era el Munir al que se refería Yasír. Era un individuo corpulento y robusto. Orienté mi mirada hacia sus manos. Las de un torturador. Un estrangulador. Un yudoca. Me aplastaría en un cerrar y abrir de ojos, como si fuera un mosquito. Por eso no llevaba ningún arma encima. Su aspecto era el prototipo de un demente: cara abrupta y angulosa, frente alta, hendiduras en las sienes y asimetría facial. Sus ojos destellaban un odio desenfrenado. Supuse que, al ver que sus socios no volvían con la droga, habría atado cabos, pasando por el hotel y el mirador. Me separé del corro y me dirigí al bosquecillo, al otro extremo de la plaza, sin volverme, porque sabía que mi enemigo me pisaba los talones. Al llegar, vi que venía enfrente una pareja de labradores detrás de un burro al que atosigaban con palabras obscenas y prodigaban, con un palo con punta, fuertes golpes en las costillas para que avanzara más de prisa. El pobre animal estaba cargado a tope y parecía desfallecer. Les di un puñado de monedas para que no lo siguieran torturando. Aceptaron, sin dejar de mirarme, como si pensaran que era una idiotez defender a un burro. Esperamos hasta que hubieron desaparecido. Entonces todo ocurrió con brusquedad. El hombre avanzó, agresivo, y me pidió las llaves. Las saqué del bolsillo y se las enseñé pero acto seguido me las guardé y pronuncié en tono sardónico la frase que había preparado para cebarle:
—Tienes primero que estrangularme.
Se quedó un momento irresoluto ante tan ridículo desafío, al borde de soltar una carcajada y, sin pensárselo, profirió algunas pullas y se balanceó sobre mí, aplicándome sus garras de hierro al cuello. Era lo que yo quería que hiciera. Dejar que pensara que me podía asfixiar. Nos echamos al suelo. Me aplicó, como me lo esperaba, la técnica llamada Shime-Waza que consiste en cortar la corriente sanguínea y su flujo al cerebro, presionando fuertemente las arterias carótidas. La sofocación por estrangulamiento es instantánea. Mientras simulaba agonía, empuñé con tacto y sigilo el Bic, no el ordinario, sino un Parker sólido y afilado como un bisturí, y se lo hinqué con todas mis fuerzas en la laringe. En mi vida había oído antes un aullido tan bestial como el que soltó el pobre hombre. El instrumento le había perforado la manzana de Adán, el cricoides y las cervicales. Se echó atrás, llevando las manos a la garganta, despavorido y sin dejar de gritar, como si intentara detener el chorro de sangre que fluía. No esperaba tan letal golpe. Cayó de espaldas al suelo, donde libró un momento una batalla contra la muerte, las pupilas dilatadas, presa de un tremendo ataque epiléptico, luego su cuerpo dejó de moverse.
Siguió un silencio sobrenatural. Me marché atropelladamente. Nadie en el zoco. El almuédano llamaba a la oración. Pensé un momento fugarme en el Renault Clío, con la droga. Pero era un coche alquilado que la policía localizaría de inmediato, tras descubrir el cadáver.
En cambio, me llevé toda la documentación del muerto.
La luz del sol empezaba a debilitarse, esbozando al horizonte un crepúsculo púrpura. Llegué a Mequínez la cabeza dando vueltas, agotado, sintiendo aún las garras del yudoca ceñirse alrededor de mi cuello. Me hospedé en el Prestige, el hotel más caro de la ciudad.
Me entretuve con el recepcionista, un hombre joven y visiblemente con mucha ambición. Le pedí dos favores, asegurándole que los pagaría generosamente si me satisficiera.
—Le mando a nuestra masajista dentro de un rato —confirmó, sorbiendo por la nariz, interesado, luego añadió—: En cuanto al proveedor de Rent a car, le llamo ahora mismo y le estará esperando cuando usted baje. Él se encargará de que los papeles estén compulsados en casa del funcionario, puesto que la administración ha cerrado ya.
Me quedé de piedra ante tan increíble celeridad. “Solo el dinero, al fin y al cabo, hace milagros en este puto mundo”, pensé. Pero lo que más me frustró como ciudadano, aunque en mi caso era una baza, era que un funcionario autentificara documentos fuera de su despacho.
Ya en la habitación, me desnudé, puse la ropa sucia en una bolsa de plástico para tirarla fuera, saqué la nueva que dejé sobre el respaldo de la silla y me metí debajo de la ducha.
Después de secarme, contemplé mi aspecto en el gran el espejo de la sala y me sorprendió ver el cuerpo de un hombre bien proporcionado, fuerte y sano. Nada que ver con el aldeano que fui.
En ese momento sonó el teléfono y supuse que era el recepcionista. Descolgué diciendo “diga” pero nadie contestó. Me pareció oír nítidamente el aliento de alguien al otro lado de la línea. “Quieren saber si estoy en el hotel”, pensé. Colgué con rabia y justo después escuché golpecitos discretos en la puerta. Miré por la mirilla. Era la masajista. Abrí y la dejé entrar. No reaccionó al verme desnudo, como si se lo esperara. Me saludó con una sonrisita sensual y siguió hasta el fondo de la sala donde dejó caer su uniforme blanco. Llevaba solo unas braguitas color carmesí. Era alta, delgada, cabello castaño, agarrado en una cola de caballo. Hecha un pimpollo. Se quitó de un tirón las bragas, junto con las zapatillas, y se dejó caer lentamente de espaldas sobre la cama, entreabriendo generosamente las piernas y echando atrás los brazos, movimiento que hizo temblar sus erguidos pechos cuan exquisitos flanes sacudidos, rematados en pezones color rosa.
—El masajista eres tú, cariño —susurró con una voz azucarada, mientras que su dedo índice me invitaba insistentemente al viaje.
En la recepción, me esperaba el encargado de coches de alquiler. Me llevó en su coche a un garaje donde me aconsejó un potente Ford Escort. Firmé la suscripción, pagué la garantía y en media hora tenía ya coche propio. Me quedaba lo más fácil pero delicado: trasladar la droga de un coche a otro. Aproveché la hora de la oración para realizar la operación en el parking subterráneo del hotel. Saqué luego el Mercedes y lo llevé hasta el barrio judío, donde lo abandoné, cerrado. Tiré discretamente las llaves a un desagüe, cerca de la estación de tren. Compré un mechero, eché la documentación de los cuatro muertos en un cubo de basuras y le prendí fuego, a salvo de miradas ajenas, después de haber memorizado y anotado lo que podría necesitar y utilizar más adelante.
Me prestaba a volver al hotel cuando dos policías en uniforme me abordaron y me obligaron a seguirles. Comprendí entonces que la hora de la horca había llegado por fin. Noté que mi cuello empezaba a empaparse de nuevo con sudor y el pánico volver a embargarme. Pero pronto me percaté de que estaba en manos de dos gánsteres y no de la autoridad porque, en vez de dirigirnos a una comisaría, pasamos a la boca de un callejón oscuro sin salida, donde me empujaron. Algunos indigentes se eclipsaron al ver los uniformes, espantando a unas ratas que también se escabulleron, aterrorizadas, provocando terribles sonidos de arañazos. Me había metido de nuevo en la boca del lobo. Su plan era evidente: matarme y llevarse las llaves. Sabían dónde acababa de aparcar. Me pregunté un momento cómo hacían para localizarme tan fácilmente. Supuse que tendrían cómplices en lugares determinados desde donde informarían por teléfono al jefe. Les iba a explicar que mis planes habían sido cambiados y que podíamos llegar a un acuerdo, cuando el más joven desenfundó de repente la pistola, la amartilló, me apuntó y apretó el gatillo. El disparo alcanzó en plena sien a su compañero porque segundos antes de disparar le inmovilicé el brazo con todas mis fuerzas, orientando la puntería hacia su cómplice. Aproveché su aturdimiento para propinarle un tremendo puñetazo de karateca en la yugular. Volvió a dispararme mientras caía de bruces. Logré esquivar la bala, ladeándome a la derecha y echándome luego sobre él para arrebatarle el arma. Ambos la sostuvimos, intentando retenerla y usarla. Se disparó fortuitamente, alcanzándole en el pulmón. Se volcó, gimiendo y abriendo los ojos como platos. Me bastaron pocos segundos para simular un tiroteo: les puse sus pistolas en cada mano, después de borrar mis huellas. Nunca creí que tuviera agallas para triunfar en un ambiente de crimen organizado como aquél. Algunos curiosos empezaron a abarrotarse frente a la bocacalle, alertados por los disparos. Un coche iluminó con sus faros la escena donde yacían los cadáveres. Entonces, viendo cómo la gente se acercaba, vociferé con gestos teatrales, como si denunciara un encarnizado incendio:
—¡Socorro! ¡Ha habido un ajuste de cuentas entre estos agentes! Quise reconciliarlos, sin lograrlo. ¡Llamen a una ambulancia!
Abandoné el callejón sin suscitar sospechas. Abrí camino entre la multitud que se incrementó al llegar un tren y descargar a los pasajeros. Recorrí veloz la calzada. Paré un taxi y le indiqué dejarme en una calle a dos manzanas de mi hotel. No quería que supieran mi destino.
Me acercaba a Uezzán cuando tuve ganas de escuchar música. Encendí la radio. Daban el parte informativo de las 20 horas:
“La policía busca a un peligroso psicópata llamado Zubeir Benamor. Está armado y conduce un Mercedes 240. Acaba de asesinar hoy a varias personas: arrojó a un hombre desde la cascada de Uzúd, después de dispararle, mató a dos hombres (estrangulando a uno y destruyendo la garganta a otro) y violó a una mujer, antes de matarla y matar a su compañero”.
Sonreí, sin dejar de observar cómo los kilómetros zumbaban bajo las ruedas del Ford Escort, veloces y regulares, según el estado de la carretera.
En Tánger, aparqué cerca de Correos. Entré en el edificio y me dirigí a una cabina telefónica. Introduje una moneda y marqué el número de contacto. No hubo respuesta. El tono de llamada reiterado me oprimió el corazón. Noté el sudor resbalarme por las sienes. Iba a colgar cuando oí la voz aflautada de una mujer. Supuse que era la criada, por su tono de sumisa y abnegada.
—Tengo un recado para Munsif El Badauí —declaré sin rodeos y con voz impersonal.
—El señor ha salido. Pero me dijo que si llamara alguien de Agadir, le diría dónde encontrarlo. ¿Es usted Zubeir Benamor, de Agadir?
—Sí.
—Pues tiene que preguntar por el Café Hafa, en el barrio Marshán. Allí le estará esperando.
No conocía al hombre ni el lugar, aunque sabía cosas sobre este. Lo mostraban en la tele como un sitio mítico, frecuentado por escritores célebres, donde se podía ligar y fumar kif en sus terrazas escalonadas y floridas, contemplando el Estrecho de Gibraltar y la costa española.
Estaba cerca del desenlace. Entregar la droga, cobrar y largarme. Esta solución era mucho más sensata y segura y menos arriesgada que la de vender la droga. Llamaría luego a Rent a car para darles instrucciones sobre dónde recuperar el coche.
Estacioné lejos del café y recorrí la distancia andando, ajustando la gorra de Zubeir hasta cubrirme la frente, temiendo que descubrieran la usurpación.
Bajé una pendiente y pronto apareció la entrada del Hafa. La terraza estaba repleta de individuos incongruentes, envueltos en un ambiente musical. Un hombre se levantó de una mesa y vino a mi encuentro. Era fornido, de cuello ancho, cabello negro, traje oscuro, de unos cincuenta años. Actitud versátil. Un bocazas inofensivo.
—¡Hombre! ¡Amigo Zubeir! Has adelgazado tanto que casi no te reconozco —vociferó, dándome un fuerte abrazo, luego añadió malhumorado, indicándome los peldaños—: Vamos abajo.
Accedimos a otra terraza que estaba también concurrida y paramos en la tercera que era desértica porque daba sobre un precipicio escabroso y apretado. Allí se reunió con nosotros otro individuo que tenía pinta de matón. Era bajo y enjuto, cabello rubio, barrigudo, mirada tenebrosa.
—Las reglas del juego han sido cambiadas, por desgracia —continuó explicando Munsif—: Han nombrado a un tipo nuevo para pagar a los intermediarios, un día después de la entrega de la mercancía. Modificaron también la ruta del narcotráfico.
—Tienes que firmar un documento —completó el rubio, con aspereza, encendiendo un cigarrillo al que dio una larga calada antes de dejar escapar el humo—, ten paciencia, hombre. Te vienes a dormir a casa con nosotros y mañana, asunto terminado. ¿Dónde tienes el coche? Permanecí callado, intentando detectar una posible trampa. Estudié psicológicamente los rostros de los dos y el rubio me pareció ser el más malvado. Algo en su mirada me decía que quería asesinarme. Entendí entonces que ambos mentían. Se proponían quedarse con la cocaína. La misma mentira que me había contado Yasír al pretender que era dueño del coche.
—¿Dónde tienes el coche? —repitió, indignado, tirando furioso el cigarrillo y pronunciando algunas pullas para zaherirme. Su aspecto indiferente se mutó de repente en una irritante cólera y para nuestra gran sorpresa, sacó una pistola y nos apuntó a los dos.
—Estoy hasta los cojones de este puto negocio que nos deja asquerosas migajas mientras que otros cobran millones de dólares. Quiero el pastel para mí solo y os dejo con vida.
—¿A qué viene todo esto? Cálmate, hombre, no olvides que tu jefe soy yo —aseveró Munsif en tono conciliador, pero con voz temblorosa, rogándole con el gesto que enfundara la pistola.
—Cierra el pico y apártate, si no quieres que te vuele la tapa de los sesos —le instó el rubio, indicándole con el arma que se alejara de él y se pusiera al borde del precipicio.
El hombre hizo ademán de obedecer pero se volvió y agarró férreamente el brazo armado de su compañero para hincarle los dientes con una rabia canina. Este lanzó un aullido de dolor y le disparó a bocajarro, agujereándole la barriga. El hombre retrocedió, aterrado, soltó un grito ahogado y cayó atrás. El rubio se quedó paralizado, sorprendido por lo que acababa de hacer, como si fuera protagonista de una escena irreal. Aproveché entonces ese momento, antes de que me disparara, para asestarle el llamado golpe plexo solar. Soltó el arma de inmediato, fulminado por el dolor. Cayó y resbaló por el suelo enguijarrado hasta chocar contra el cadáver de su jefe, al borde del precipicio. No necesitaba rematarle. Estaba ya bien muerto. Los arrojé al mar, después de llevarme su documentación. Recogí el arma, subí al café, donde noté que la gente seguía la fiesta, ajena al mundo circundante, y me perdí en la noche.
Me hospedé en el Dalas, con Spa, bar y piscina, con vistas sobre el puerto.
La recepcionista, distraída al principio, me miró con interés y con una sonrisa comprometedora. Me preguntó si viajaba solo o acompañado, invitándome con la mirada a dirigir la mía hacia unas hermosas señoritas sentadas en los sofás de la sala de estar. Llevaban faldas cortas, sin medias. Su profesión era inconfundible. Me sonrió una con entusiasmo, exclamando: “Muy guapo”. Le devolví la sonrisa, asintiendo con la cabeza, señal de un acuerdo implícito. Cogí la llave y la mochila y me dirigí al ascensor.
Junto al bar, un joven prestidigitador acababa su número después de sacar el habitual conejo de la chistera y dejó sitio a una bella pero triste cantante que empezó a lamentarse con voz romántica, imitando a la mítica Ismahane. Al lado opuesto, algunos jóvenes afeminados, vestidos con ropa cara, acechaban con ansia posibles flirteos.
La habitación era pulcra y ordenada. Me desnudé y pasé al cuarto de baño. Poco después, llegó la chica del acuerdo implícito. La tomé en brazos y la llevé al dormitorio.
Al día siguiente me desperté y noté que era un hombre nuevo y libre. Me duché y tomé un desayuno consistente. Experimenté de súbito un leve entusiasmo al dejar de ser Zubeir y volver a ser Abdelatif.
El sol brillaba con fuerza pero un viento cálido me acariciaba la cara. Poco después, abandoné Tánger, no para emigrar (era demasiado rico para ello), sino para acabar con la banda. En esta vida, cada uno tiene una misión. La mía era descubrir dónde y quién preparaba y distribuía la droga. La documentación que mangué a los muertos me proporcionó claras pistas sobre el eje Tánger-Agadir-Las Canarias. Tres nombres y tres direcciones. Yasír y Munsif estaban ya fuera de combate. Quedaba solo el cerebro de la banda. Una mujer. Y le tenía ya preparado un plan que los criminólogos calificarían de exquisito. Tomé la carretera que lleva a las Grutas de Hércules, rumbo a Rabat. Cuando llegué, aparqué junto a la playa, me senté en la terraza de un café y pedí un zumo de naranja. Poco después, me pareció oír a mi derecha la voz de una mujer. Me volví y la vi. Era alta y vestía una camisa verde y un pantalón blanco con perneras deshilachadas. Muy elegante. De unos veinticinco años. Cara jovial, ojos azulinos, frente inteligente, labios voluptuosos, cabello castaño.
—Perdone, señor —exclamó con voz acaramelada y cantarina—, ha dejado caer este mechero al sacar de su bolsillo el pañuelo.
Reparé en su cuello largo y hermoso y, sonriendo, asentí con la cabeza al mismo tiempo que la invitaba a sentarse:
—¡Qué despistado soy! Sí, es mío. No fumo pero me fue útil en un momento. Gracias, señora…
—Señorita Ahlam. Soy maestra y hoy empiezo mis vacaciones, visitando las Grutas.
Se indispuso un momento, viéndome olfatear el aire, como si fuera un perro sabueso averiguando sospechosos olores, luego exclamó con una voz entusiasta y placentera:
—¡Ah!, es la henna. Me he teñido las manos y los pies esta mañana. Dicen que tiene propiedades mágicas y augura extraordinarias aventuras. ¿Acaso huelo mal?
—Creo que no hay nada en el mundo que huela tan bien como tus manos.
—Gracias —exclamó, ruborizándose y visiblemente encantada por el piropo.
—¿No piensas viajar por el sur?
—¡Oh, sí! Me encantaría descubrirlo.
—¿Hasta con un aventurero y desconocido como yo?
—Con un hombre como usted, una mujer iría hasta el fin del mundo.
THE END
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